Imposible y altamente impropio resultaría alabar la magnífica historia del magisterio en Cuba sin mencionar a Rafael Morales Hernández, más conocido como Moralitos, apodo que mereció por su pequeña estatura y magna humanidad.
Nació en 1845, en la
finca La Isabela, de San Juan y Martínez, Pinar del Río, pero la precoz muerte
del padre dejó a su viuda sin recursos para alimentar la prole. La familia se
trasladó a La Habana en busca del apoyo de parientes.
Ya en la capital,
Moralitos cursó estudios en un colegio gratuito, con tan altas calificaciones
que el director lo recomendó para que, en iguales condiciones, cursara los
estudios secundarios en el colegio Santo Tomás.
Era gran aficionado a la
lectura, con una memoria privilegiada que le valió la consideración de los
profesores, y como su familia seguía careciendo de recursos, el joven decidió
trabajar como maestro en el mismo plantel donde estudiaba.
El magisterio de
Moralitos no salió de la nada, sino de un linaje que nació en esta isla con el
presbítero Félix Varela y en cuya nómina cuentan el padre José Agustín
Caballero, José de la Luz y Caballero, que formó a la Generación del 68, y
Rafael María Mendive, quien modeló el genio de José Martí, Fermín Valdés
Domínguez y otros miembros de la Generación del 95.
De todos estos insignes cubanos, que eligieron la profesión de la
enseñanza, heredó Moralitos sus ideas sobre la necesidad de escolarización
gratuita para todos -incluidos esclavos y obreros-, su antirracismo
fervoroso y todos los principios que lo distinguieron durante sus brevísimos 27
años de vida.
También estudió el método
del pedagogo suizo J. E. Pestalozzi, quien desarrolló la teoría de la enseñanza
objetiva, lo opuesto de la escolástica, basada en la memoria.
Si se analiza su trabajo
como maestro, es indudable que hizo aportes muy importantes al sistema de
enseñanza que imperaba en Cuba, basado en el aprendizaje por memorización y
repetición y sin vínculos con la realidad práctica.
Moralitos introdujo el
método inductivo-deductivo, en el que la adquisición de conocimientos no
depende de la memoria, sino del análisis. También se inició en el periodismo.
Al terminar los estudios
secundarios, matriculó con apenas 15 años en la Facultad de Filosofía y Derecho
de la Universidad de La Habana, en el curso de 1860.
Ya habían despuntado sus ideales independentistas, y su nombre y sus
publicaciones eran seguidos por las autoridades de la colonia.
También se había revelado
como gran orador, lo que le valió de sus compañeros y profesores el apodo de
Pico de Oro.
Para incrementar sus
ingresos, que destinaba a la ayuda familiar, fue agente de un exitoso abogado,
impartió clases de Ética y Psicología en escuelas privadas y trabajó como
preceptor en casas de familias pudientes, pero terminó renunciando a los
beneficios que ello le reportaba, porque le urgía hacer realidad su sueño de
abrir escuelas nocturnas gratuitas para llevar la enseñanza a los pobres y los
trabajadores.
Su iniciativa en Santiago
de las Vegas fue de inmediato abortada por las autoridades, por considerarla
una perturbación para la tranquilidad ciudadana.
Pero aquel no fue su
último intento. En el habanero colegio El Progreso, abrió una escuela
nocturna gratuita con una matrícula de 80 alumnos, para enseñar lectura,
escritura y aritmética a artesanos y jornaleros, pero fracasó de nuevo
boicoteado por las autoridades coloniales, quienes alegaron que los obreros
solo debían conocer su oficio. Además, ya
habían descubierto que, tras su afán educador, latían ideas independentistas.
En la universidad,
conoció a otros jóvenes cuyos nombres aparecerían poco después entre los
líderes de la Guerra de los Diez Años. Entre ellos se encontraba Ignacio
Agramonte, líder del Camagüey, con quien trabó tan estrecha amistad que,
comenzada ya la guerra, este lo escogió para que, junto con su condiscípulo
Antonio Zambrana, representaran a La Habana (que no participaba en la
contienda) en la Asamblea de Guáimaro. Moralitos lo dejó todo y se fue a la
guerra.
Nuestros historiadores mucho
han hablado ya sobre el papel que desempeñaron los camagüeyanos, encabezados
por Agramonte y sus habaneros, en aquella decisiva reunión que, en opinión de
muchos, al supeditar el poder militar del presidente Céspedes a la jerarquía
superior de un poder civil, tuvo por consecuencia que aquella división de
poderes, adoptada en el momento menos aconsejable, influyera en el curso de una
guerra que fue larga, cruenta y perdieron los cubanos. Se conservan discursos de Zambrana y Moralitos, y algunas
conversaciones y cartas también han trascendido y apoyan tal observación.
Durante los cuatro años
que aún duró su vida, Moralitos ocupó altos cargos en la República en Armas: fue
uno de los 15 delegados que participaron en la Asamblea Constituyente de
Guáimaro; resultó elegido representante a la Cámara como diputado por Occidente,
y se le considera uno de los más brillantes legisladores que intervinieron en
la división territorial del país, la organización judicial, el régimen
administrativo, y la ley desabastecimiento de cargos. Fue magistrado de un alto
tribunal militar y secretario de lo Interior del gabinete de Carlos Manuel de
Céspedes; formó parte de la Corte Marcial desde principios de 1869 en los
territorios de Cuba libre y continuó ejerciendo su periodismo en Camagüey,
donde publicó la hoja volante La Estrella Solitaria y dejó
fragmentos de una Cartilla cubana de lectura que recorrió de mano en mano la
manigua insurrecta. Luchó con denuedo contra el racismo y abogó por la total
igualdad de todos los ciudadanos de la República en Armas y la futura
República.
Un disparo en combate le
voló medio rostro. Durante seis meses, padeció en la manigua dolores terribles,
pérdidas de sangre, fiebres, delirios, deshidratación y una marcada
desnutrición que lo dejó esquelético, pues le faltaba la mandíbula inferior y
no podía hablar ni masticar.
Algunos historiadores
sostienen que pidió a Céspedes un salvoconducto para ir al extranjero en busca
de alivio, y no le fue concedido.
Otros dicen que el Gobierno de la República le comisionó para
desempeñar fuera de Cuba un cargo de altísima responsabilidad, pero la muerte
llegó antes que el barco.
Si Céspedes nunca le perdonó su unión con los camagüeyanos, quienes consideraban al presidente un futuro tirano, jamás podrá saberse con certeza. ¿Hubiera podido sobrevivir en mejores condiciones a tan terrible herida? Es un imponderable, y los imponderables, si no llegan a materializarse, quedan como indemostrables. (Gina Picart Baluja)