La primera intervención militar estadounidense, tras el fin
de la Guerra del 95, comenzó en Santiago de Cuba. Un año más tarde, en 1899,
las autoridades interventoras decidieron introducir su idioma en las escuelas
del país antillano, en beneficio del futuro de intercambios económicos,
políticos y sociales que Washington preveía con la naciente República cubana.
Los libros, no solo
de Inglés, sino de todas las materias, incluida la Historia de Estados Unidos y
de la propia Cuba, fueron importados y distribuidos de manera uniforme y
gratuita por todo el archipiélago.
El proyecto de americanización de nuestras escuelas incluía
también el envío de “los mejores” docentes del Norte a la isla para “instruir a
los maestros cubanos sobre cómo enseñar”.
Esta declaración podría hacer pensar que los maestros
cubanos no eran eficientes, cuando lo cierto es que, aunque los programas de
todos los niveles de enseñanza estaban lastrados por la huella medieval de la
escolástica, nuestros maestros ostentaban entre sus filas hombres de la talla
de Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Rafael María Mendive, Honorato del
Castillo, Enrique José Varona y muchos otros que, además de enseñar los
programas, formaron ciudadanos, patriotas y próceres de la talla de José Martí
y gran parte de los caudillos de la generación del 68, quienes salieron de
aquellas aulas insignes.
El Gobierno interventor solicitó al erudito cubano Raimundo
Cabrera que tradujera los textos de Historia norteamericanos “necesarios” del Inglés al Español, añadiendo biografías de cubanos ilustres. Se remarcaba que,
como no existía ningún libro que contara la historia de la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana
y la victoria de las tropas estadounidenses en el conflicto, había que llenar ese vacío con los textos
norteamericanos que hablaban de ello, o sea, importar a la isla no la visión
nacional de los principales actores de nuestras dos gestas independentistas,
sino la de quienes llegaron últimos a recoger los frutos en sazón de tantos
años de muerte.
Libreros e imprentas de tres países se involucraron en la
tarea y se enriquecieron con ella. Como resultado, los escolares cubanos
comenzaron a manejar textos en los que “se describían escenas con manzanas,
peras y melocotones, casas con chimeneas y paisajes nevados con trineos,
obviamente inapropiados para niños del trópico”. Al parecer la cita proviene de
la revista pedagógica La escuela cubana, en
cuyas páginas un editor afirmaba:
Este texto no se acomoda a
nuestra enseñanza. Por mucho que se empeñe el periódico del señor Small, los
niños cubanos no ven en los hermosos campos de su país las uvas, manzanas,
peras y albaricoques que figuran en las páginas del texto que se recomienda,
sino el coco refrigerante, la dulce piña y la parra cimarrona, como dice
Eusebio Guiteras, maestro cubano” de muy altos merecimientos.
Esta vuelta de tuerca de 360 grados en los planes
educacionales de las escuelas cubanas tenía por propósito, además de facilitar
los intercambios entre los dos pueblos involucrados, llegar a lo que las
autoridades norteamericanas llamaban la anexión
por aclamación, es decir, transformar en un proceso no demasiado largo en
el tiempo a los ciudadanos de la isla en ciudadanos americanizados aptos para
adherirse, como un Estado más, al territorio de la Unión. Ese había sido el
sueño de los estados sureños desde el comienzo de las gestas libertadoras en
Cuba.
Pero la historia de las últimas décadas de coloniaje estaba
demasiado viva en Cuba y la reacción no se hizo esperar. Según se afirma en Las metáforas del cambio en la vida
cotidiana Cuba 1898-1902, de Marial Iglesias Utset, los maestros cubanos
dominaron con rapidez el arte de
“metabolizar” las influencias culturales norteamericanas al desarrollar una
capacidad extraordinaria para seleccionar y acomodar dentro de la cultura propia
los elementos “modernizadores” provenientes del Norte sin perder en el empeño
la identidad propia.
Los maestros cubanos reconocían los valores de la moderna pedagogía
norteamericana y no los negaban, solo se opusieron a un trasplante de valores
culturales. Como dice el refrán, “no lanzaron el bebé con el agua sucia de la
bañera” ni quemaron el sofá de la infidelidad. También se opusieron con firmeza
innegociable a que maestros traídos del Norte ocuparan las plazas de los
docentes cubanos. Entre los más fuertes opositores a aquel plan estuvieron Juan
Gualberto Gómez, Manuel Sanguily, Rafael Montoro, Enrique José Varona, Carlos
de la Torre y Esteban Borrero.
Pero había 150 mil niños que debían aprender Inglés en Cuba, por lo que las autoridades interventoras cambiaron esa idea inicial por el envío de maestros cubanos a pasar cursos emergentes en prestigiosas universidades de Estados Unidos. (Gina Picart Baluja)