En toda familia que se respete, los viejos cuentan anécdotas del pasado remoto, a veces un poco raras e indemostrables. Yo escuché muchas en mi casa, entre ellas una historia según la cual el Campo de Marte había sido un terreno enclavado en una propiedad de nuestra familia, aunque no puedo recordar por qué rama. Yo era demasiado pequeña, la memoria no va tan lejos ni es tan prolija a esa edad.
Lo que los cubanos conocieron como Campo de Marte
es la zona donde está enclavado el actual Parque de la Fraternidad, puede que
el área fuera un poco más extensa, no lo sé con exactitud.
Según el maestro Ciro Bianchi, Cronista Mayor de
La Habana, luego de 1959, el espacio era un cuadrado que abarcaba desde la
explanada de La Punta hasta la actual Estación Central de Ferrocarriles, “y
limitaba por el este con la estacada de los fosos municipales, mientras que por
el oeste hacía frontera con los barrios de Jesús María, Guadalupe y La Salud”.
¿Y qué de interesante ocurría allí? Pues que a
partir de 1740 la guarnición de la Villa de San Cristóbal hacía sus ejercicios
militares. Imagine el lector una ciudad aún sin esplendor ni mayor desarrollo,
donde las posibilidades de recreación no abundaban, lo que significaba para la
población asistir a estas maniobras de los uniformados, en especial para los
jóvenes varones, muchos de los cuales soñaban con la carrera militar, y para
las jovencitas, que podían soñar con los apuestos guerreros sin escandalizar a
nadie, porque los pensamientos y los deseos inconfesados no se escuchan.
Pero antes de aquello el lugar no era tan
glamoroso, sino una ciénaga anegada y cubierta de manglares, descripción que se
parece mucho a un pantano. La vegetación abundaba en cocales y otros árboles
frondosos que hacían el área prácticamente intransitable. Sin embargo, poco
después se erigió en esos predios la ermita de Guadalupe, más tarde se instaló
un molino de viento, y después entre dos y tres plazas de toros, dato que no
queda muy claro para mí, pero según interpreto no todas coexistieron al mismo
tiempo.
Qué horror saber que los superficiales, alegres y
bailones habaneros fueron alguna vez público entusiasmado con la matanza
crudelísima de esos nobles y hermosos animales.
En 1801, había en el lugar una estructura, si es
que así se la puede llamar, que hacía las veces de un proto teatro, donde actuó
por primera vez la primera compañía de teatro que existió en Cuba, dirigida por
el actor y habanero Francisco Covarrubias.
La compañía no agradó a aquel público rústico e
inculto, se disolvió y los miembros se fueron a otros países, pero Covarrubias
permaneció en la ciudad y tuvo una vida artística que se extendió por medio
siglo. Se cuenta que estudió la carrera de Medicina, que abandonó contra la
voluntad de su familia para hacerse actor, y sus parientes vistieron luto
riguroso para hacerlo sentir mal por haberlos defraudado en sus expectativas de
verlo como un brillante médico enriquecido.
De sus obras se ha conservado muy poco, pero lo
suficiente para conjeturar que no era un buen dramaturgo, aunque sí muy buen
actor, muy solicitado por los habaneros.
No sé si asociado a la existencia del teatrucho,
pero un buen día surgió una especie de café que vendía sambumbia, “esa bebida
fermentada, elaborada con melado de caña, ají, una mazorca de maíz quemada y
agua”, cuenta Bianchi. Qué asco, diríamos hoy, pero según Ciro en la época el
cafetín era muy frecuentado por gente ociosa de baja estofa, lo que me recuerda
esos cafés turcos de la parte más vieja y pobre de Estambul, donde los hombres
se reúnen a fumar sus narguiles mientras miran a la nada sin decir palabra, o
se cuentan chismes sobre naderías.
El capitán general don Miguel Tacón, tan odiado
por los habaneros, pero a quien tanto debió su desarrollo La Habana de
entonces, cercó el perímetro con un muro de poca altura rematado por una cerca
de lanzas de hierro que permitía a los curiosos seguir disfrutando de los
ejercicios militares. Ciro cree que aquellas lanzas se encuentran hoy en la
Quinta de los Molinos, ese enclave fatídico, misteriosísimo, desconocido cementerio
devenido hermoso jardín de ensueño, cuyas flores crecen sobre montones de
cadáveres nada menos que de muertos por epidemias de cólera que azotaron la
capital.
También ordenó Tacón colocar placas
conmemorativas con los nombres de Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco
Pizarro y… de él mismo, por chusca que pueda parecernos la ocurrencia, pero ya
se sabe que los megalómanos tienen la mala costumbre de no mirarse al espejo
como no sea para verse más grandes, importantes y bellos de lo que en realidad
son. ¿Los defectos…? No hay, gracias.
Más tarde, se quiso erigir en el citado campo un
monumento a Colón, pero el entonces Obispo de la capital se negó a entregar los
restos del Gran Almirante, que se suponía yacían en el interior de la Catedral.
Hubo, además, otra razón menos elevada para que no se erigiera el monumento:
algunos vecinos que habían cedido terrenos para las maniobras militares
amenazaron al Cabildo con reclamar su devolución si cesaban los entrenamientos
militares.
La República quiso levantar en el otrora Campo de
Marte una estatua al Generalísimo Máximo Gómez. El monumento fue encargado al
escultor italiano Aldo Gamba, pero por designios del azar confluyente, como
diría Lezama, fue a parar a la Avenida del Puerto. De todas maneras, no quedó
el Campo sin estatua, porque más tarde en sus alrededores fue erigida, también
por artistas italianos, la Fuente de la India que, según los chismes sabrosos
contados por cronistas de aquel tiempo, fue el fruto de una ordenanza del
habanero Marqués de Pinillos, importantísimo y muy influyente funcionario al
servicio de España y enemigo declarado de Tacón. La estatua, pues, fue una
forma elegante de sacarle la lengua el habanero al espadón hispano.
Hermoseado en tantas ocasiones y otras tantas
convertido en lodazal por la incuria de las autoridades y la locura de los
habaneros, durante la Primera Ocupación norteamericana el Campo volvió a ser
escenario de ejercicios militares, y hasta acamparon tropas sobre su suelo.
Durante las siguientes décadas se llevaron a cabo
obras que embellecieron el área y hasta se llegó a instalar un pequeño
zoológico que hizo las delicias de los capitalinos por un breve tiempo, hasta
que el ciclón del 26 arrasó con él y con los pocos animales que allí había,
entre ellos dos cocodrilos que cuyo destino final es, hasta hoy, incierto.
Finalmente, Carlos Manuel de Céspedes,
descendiente del Padre de la Patria y ministro de Obras Públicas del dictador
Gerardo Machado, decidió construir el Parque de la Fraternidad o Plaza de la
Fraternidad Americana, en saludo a la Conferencia Panamericana de 1928, que se
celebró en la capital de Cuba.
Dicen que Machado hizo plantar allí una enorme
ceiba y que enterró en sus raíces monedas, periódicos y otros cachivaches de la
época, y no ha faltado quien cuente que también alguna brujería para proteger
su vida y su Presidencia. No le sirvió de mucho, como demostró la Historia.
¿Y dónde queda mi familia en todos estos sucesos?
Tal vez en la nómina de los vecinos que cedieron terrenos de su propiedad para
que Tacón hiciera de las suyas por allí, pero ¿quién podría averiguar eso
después de haber corrido tanta agua? (Gina Picard Baluja. Foto: Habana Radio)
FNY