La cara oculta de la Quinta de los Molinos

La cara oculta de la Quinta de los Molinos

Para ser exactos, este trabajo debería titularse “La cara oscura de…”, porque la historia que voy a contar, a más de tétrica, es estremecedora.

Preferí hablar de historia oculta porque solo en algún que otro libro he encontrado mención al tema.

Es macabro, pero, incluso después de haber leído estas páginas, estoy segura de que los amantes de La Habana y todas sus bellezas no dejarán de visitar y disfrutar de uno de los lugares más hermosos y calmos que posee esta ciudad, sin olvidar que la Quinta de los Molinos ha sido, a través de las épocas, un semillero de historia, muy vinculado al desarrollo de la urbe.

En ese sentido, puede que sea uno de los sitios capitalinos que más riqueza encierre.

La isla de Cuba, “llave del Golfo y antemural de Las Indias”, y punto de confluencia de las flotas que se movían entre el Viejo y el Nuevo Mundos, no podía escapar de las plagas que en todo tiempo han asolado a la humanidad. Así, aunque no fue la primera epidemia que padecimos los cubanos, puede afirmarse, sin temor a error, que el cólera morbo que se desató en 1833 fue uno de los azotes más espantosos sufrido por los habaneros.

Ni una guerra hubiera dejado tantas pérdidas en tan breve lapso temporal.

El estado sanitario de la isla fue siempre deplorable durante la colonia, y en particular en La Habana, como suele suceder en ciudades que son también puertos de mar. No existía el servicio de recogida de basura; en las calles se formaban grandes lodazales compuestos de agua de lluvia y de aguas albañales, y corría libremente el líquido descompuesto proveniente de los puestos de venta de alimentos, en particular fruta, carne y pescado; y las calles que poseían empedrado estaban en tan mal estado que, entre sus juntas, se depositaban y corrompían toda clase de desperdicios e inmundicias en un clima de manifiesta humedad y bajo el sol del trópico, que facilita la proliferación de todo tipo de larvas y vectores durante las cuatro estaciones.

En su Historia de Cuba, Fernando Portuondo afirma que La Habana, “a pesar de su riqueza, gozaba fama de ciudad pestilente”, hecho que ratifican muchos viajeros europeos y norteamericanos que recorrieron la isla, quienes señalaron con desconcierto la convivencia promiscua de humanos y bestias aún en las más prósperas haciendas y las más ricas mansiones urbanas. También les llamó la atención la suciedad de los esclavos domésticos.

Las autoridades sanitarias promulgaron un conjunto de medidas muy realistas, pero resultaron poco eficaces debido a lo anteriormente expuesto. Se cree que el mal comenzó en la Quinta de los Molinos, por un esclavo robusto que falleció en horas, pese a los cuidados del prestigioso doctor don Ramón de La Sagra.

Casi al mismo tiempo, cuatro esclavas enfermaron en la residencia habanera de don Pancho Martí, una de las figuras más importantes y acaudaladas de la sociedad capitalina.

De La Sagra infirió entonces que la plaga había empezado por los negros, pero José Antonio Saco demostró que fue un comerciante catalán nombrado José Soler, propietario de una bodega situada en la esquina de Cárcel y Morro, La Habana de intramuros, quien, recién llegado de los Estados Unidos, burló las regulaciones de cuarentena impuestas por la ley a quienes ingresaban al país, al que entró alrededor del 20 de febrero de ese año, y no tardó en convertirse en el primer residente que presentaba los síntomas mortales.

En cuanto a las esclavas, no queda claro si pertenecían a este primer afectado, pero es conocida la costumbre entre los dueños de esclavos de alquilar aquellos miembros de su dotación que fueran diestros en oficios, así como también en música y otras artes, pero… entre los oficios de alquiler estaba la prostitución, y muchas de aquellas desdichadas mujeres se veían obligadas a practicar tan deplorable y humillante ejercicio con marineros de las flotas en puerto, por lo que esa pudo haber sido una de las fuentes de entrada del mal a La Habana.

De inmediato fue llamado a atender a Soler el doctor José Manuel de Piedra, quien no tardó en identificar los síntomas del cólera morbo asiático. No queriendo aventurarse en un diagnóstico definitivo basado únicamente en su opinión personal, llamó a consulta al doctor Domingo Rosaín, médico de la Casa de Maternidad, quien, tras examinar al paciente, confirmó el dictamen de su colega.

Los habaneros reaccionaron con infantilismo: no lo creyeron. Al parecer el cólera era desconocido en Cuba en aquel tiempo, y culparon de incompetencia al doctor Piedra, llegando hasta a apedrearlo en plena calle. Como la histeria colectiva se desató en torno a su persona y se llegó a hablar hasta de linchamiento, las autoridades tuvieron que ponerle una guardia montada en la entrada de su vivienda para impedir que el vulgo, asustado y confundido, actuara en su contra. En pocas horas, el contagio se extendió por toda la ciudad.

Tuvo que ser el capitán general, Mariano de Ricafort, quien durante su estancia en Filipinas había tenido oportunidad de conocer la enfermedad, quien convenció al Protomedicato de que Piedra estaba en lo cierto. Pero esto tampoco aplacó a los espantados vecinos, quienes acusaron entonces al médico de incapaz por no poder salvar a ningún enfermo. Cuando se conocieron las características del mal, la población se arrepintió y ofreció su reconocimiento al galeno.

La enfermedad se extendió velozmente por todas las clases sociales y todos los recovecos de la urbe, desde los barracones de las haciendas hasta los palacios más encumbrados. Al mes de estar prestando asistencia médica a los infectados, el doctor Piedra sintió los primeros síntomas mientras examinaba en El Morro a un grupo de soldados contagiados. Escapó de la muerte gracias a los cuidados de don Tomás Romay, y 10 días después, apenas restablecido, volvió a prestar sus servicios a sus desgraciados conciudadanos.

La Habana se paralizó. Cerraron los comercios, y los vendedores ambulantes desaparecieron de las calles. El antiguo bullir de la vida en medio de algazara de pregones, fachadas coloridas, quitrines con damas bellas y gente que abarrotaban los principales centros de reunión…, todo se apagó.

Los habaneros, tan sociables y amantes de fiestas, bailes y todo tipo de diversiones, dejaron de hacer visitas y se recluyeron en sus casas. La zafra se detuvo. La vida de la urbe colapsó, y se vio pasar por sus antaño alegres calles cortejos fúnebres, carretones cargados de cadáveres mal cubiertos y guiados por esclavos asustados, traídos a la fuerza de fincas situadas en las afueras, puesto que los enterradores (siete murieron durante la epidemia) se negaban a encargarse de lo que usualmente había sido su trabajo.

Se rompieron los lazos de parentesco, la gente, en su urgencia por escapar, huía dejando atrás a padres, hermanos, hijos y amigos, pero que muchos no alcanzaban a llegar a ninguna parte y, atacados de repente por el mal, morían a la orilla de los caminos sin auxilio divino ni humano.

El alcalde de la ciudad sacó a su familia de La Habana y la mandó a una hacienda para salvarla de la plaga, pero él se quedó en su puesto ayudando y prestando su colaboración como funcionario más que cabal, pues otro en su lugar tal vez habría abandonado rápidamente sus obligaciones en aras de salvar el pellejo.

Con igual entereza se comportaron los médicos y las monjas enfermeras, y los sacerdotes que acudían a los lechos infectos para llevar a los agonizantes el consuelo de la Extremaunción.

A finales de marzo, poco más de un mes después de la muerte del catalán José Soler, la epidemia alcanzó un pico tan arrasador que ese día murieron en la ciudad 435 enfermos. Aunque algunas fuentes ofrecen cifras que oscilan de 30 mil a 12 mil fallecidos, la cifra total de víctimas cobradas por aquella primera epidemia de cólera en Cuba jamás podrá ser conocida, porque los cadáveres se enterraban con premura, nadie contabilizaba a los indigentes, y mucha gente murió lejos de su hogar, intentando llegar a zonas del campo que, engañosamente, consideraban a salvo de la plaga, y sus huesos se secaron al sol sin que jamás se volviera a tener noticias suyas.

En la temible confusión que se apoderó de la ciudad, muchas personas fueron inhumadas como víctimas del cólera, cuando en realidad eran borrachos callejeros o enfermos de otra cosa, y así quedó recogido por los cronistas e historiadores. Hay noticias de que muchos enfermos fueron enterrados aún vivos.

Según las estadísticas del doctor Ramón de la Sagra, murieron de cólera en La Habana ocho mil 253 personas, el ocho por ciento de la entonces población de la capital. El mayor número de víctimas tuvo lugar entre los negros de nación libres, y el menor, entre las hembras de raza blanca.

Pero… ¿dónde fueron enterrados tantos cadáveres?

LA QUINTA DE LOS MOLINOS

Ante el veloz avance del mal, las autoridades dieron orden de sepultar los muertos provenientes de fincas cercanas a iglesias en el piso de aquellos templos, cavando fosas profundas que, una vez colocado el cuerpo en su interior, debían ser recubiertas con cal viva.

El cementerio Espada, creado en 1806, muy pronto no dio abasto para acoger a las víctimas del morbo, que aumentaban en alarmante proyección. A partir del 27 de marzo, se comenzó también a enterrar en la Quinta de los Molinos, “en un gran paño de tierra cedido por la Institución Agrónoma para este fin.

En su libro Historia de la Quinta de los Molinos, el investigador Luis Abreu afirma que, desde el mencionado día hasta el 11 de abril, fueron inhumados allí mil 451 cadáveres, correspondientes a 483 individuos blancos y 968 “de color”. La cifra más elevada de sepultados en un solo día alcanzó los 206 cuerpos. Algunos de los altos militares que dirigieron las obras de enterramiento sucumbieron pocas horas después, víctimas del mal.

Este cementerio improvisado desató una polémica entre las autoridades españolas, que ordenaron distribuir entre los cadáveres ciertas papeletas que les darían o no el derecho a yacer en la Quinta de los Molinos. Se alegaba que la inhumación de cadáveres contaminados por el cólera implicaba un riesgo demasiado grande para la población de las cercanías de la Quinta. Miembros del Protomedicato y la Junta General de Socorros se trasladaron al lugar y, tras examinarlo, lo declararon inadecuado para hacer la función de camposanto.

Como era de esperarse, la picardía criolla no perdonó esta magnífica oportunidad para lucrar, y personas inescrupulosas comenzaron a cobrar hasta cuatro pesos a los familiares de los fallecidos para concederles las papeletas que aseguraban a su ser querido yacer bajo los árboles del magnífico retiro campestre.

¿Y dónde estuvo o está emplazado aquel cementerio emergente en la Quinta de los Molinos? Pues en un espacio limitado por el Paseo de Carlos III y la vereda que conduce a la proyectada ermita de Monserrate, y al paraje conocido por La Requena. Sin embargo, la ubicación exacta de camposanto no se conoce, aunque se sabe que estaba en terreno bajo irrigado por numerosas corrientes de agua subterránea. Nunca se dio orden de desenterrar los cadáveres y trasladarlos a otro sitio, dado el riesgo que ello implicaba. Aun así, algunos esqueletos han salido a la luz en sorprendente estado de conservación cuando se ha excavado en la zona con el fin de realizar nuevas obras.

Muy cerca se encontraba el campamento de Las Ánimas para infecciosos, en los alrededores de lo que hoy es el Hospital Pediátrico de Centro Habana.

En la actualidad, ya los habaneros ignoran por completo que, bajo ese conglomerado de edificios modernos, existió una enorme fosa destinada a recibir los cuerpos aniquilados por el morbo, y que los niños que hoy día aguardan curación médica en sus camas en los salones de esa instalación, duermen sobre más de mil 500 cadáveres de habaneros fallecidos en el siglo XIX por la epidemia más violenta que haya padecido Cuba en toda su historia.

Pero ¿quién piensa en todo esto mientras recorre hoy el maravilloso lugar que es La Quinta de los Molinos, con sus magníficas áreas verdes, sus edificaciones de estilos diversos, su bellísimo estanque de los lotos con el pequeño puente, y la deslumbrante casa quinta que está en su centro y los habaneros se empeñan en seguir llamando “la casa de Máximo Gómez”?

Hay mucho silencio en sus senderos, pero no es el silencio inquietante de la muerte, pues, desde aquellos tiempos hasta hoy, el lugar, con su ubicación privilegiada entre la parte antigua y la más moderna de la ciudad, ha visto florecer en sus predios facultades universitarias, fiestas de artesanía, alegría de familias, risas de niños y, recientemente, un evento que, por su desinterés y abnegación absolutos, ha conmovido a toda la ciudad: el Proyecto Spanski, sobre el cual escribiré en próximos trabajos.

Yo, que conozco la cara oscura de La Quinta, nunca vacilé en llevar a mi pequeña hija a corretear en sus senderos bordeados por la sombra dulce de árboles preciosos ni renuncié a convertirla en uno de mis escenarios de una historia de amor.

Encuentro allí una paz y una quietud que solo he vuelto a sentir en el jardín de Madre Teresa de Calcuta, anexo al convento de San Francisco de Asís, en el centro histórico de la capital, y creo que en pocas partes de la ciudad hay tantos y tan bonitos pájaros.

¡El intenso y húmedo verdor, salteado por la blancura de las estatuas clásicas que adornan el lugar, resulta un espectáculo tan hermoso, lo mismo si el sol las baña que si cae sobre la desnudez de mármol la más tremenda lluvia…!

Sí, volví hace unas semanas, y La Quinta, con todos sus encantos, se apodera de mí una vez más, sin que logre apartarla de mis pensamientos. Pasado a veces deslumbrante, a veces tenebroso, pero siempre, siempre un templo natural grandioso en su infinita belleza. (Gina Picart Baluja)

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RSL

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