Los cubanos recordamos cada año el crimen de los ocho estudiantes de Medicina, una de las manchas imborrables de los cuatro siglos de dominación colonial española en Cuba.
Aunque no sea fecha de la conmemoración de sus
muertes, pueden verse flores frescas en el monumento erigido en su memoria en el
Malecón de La Habana.
En fecha reciente, se rodó en cines de la capital
cubana el filme Inocencia, que
perpetúa la memoria de aquellos asesinatos injustos, infundados, dictados por
el odio del Cuerpo de Voluntarios, integrado por comerciantes y dependientes
españoles en su mayoría, contra todo lo que fuera criollo, aun cuando algunas
de aquellas víctimas inocentes fueran hijos de españoles ricos.
Mucho menos conocido es, sin embargo, el hecho de que no
fueron aquellos ocho mártires los únicos acusados, sino muchos estudiantes más,
y tampoco es común que los cubanos sepan el destino posterior corrido por los
que lograron conservar la vida, pero no
su libertad.
A morir por fusilamiento fueron condenados ocho de
aquellos jóvenes, acusados (sin pruebas) de profanar la tumba del periodista
español Gonzalo de Castañón.
En aquel horrible proceso judicial de 1871, a unos 20 alumnos
que lograron salir vivos se les impusieron distintas penas de cárcel, y enviados
en febrero de 1872 a la Quinta de los
Molinos.
Uno de estos sobrevivientes fue Fermín Valdés Domínguez, el “hermano de alma” de José Martí. Sabemos lo que ocurrió con
aquellos pobres jóvenes gracias al testimonio que dejó en su libro El 27 de noviembre de 1871, escrito años
después, cuando ya era coronel del Ejército
Libertador.
Cuenta Valdés Domínguez que, tras la terminación del
proceso judicial y el fusilamiento de sus compañeros, el resto fue enviado a
trabajar en las canteras. Aunque declara no conocer la razón por la cual,
finalmente, fueron cambiados a un mejor destino, aventura la posibilidad de que
se debiera a la intersección de los padres de los encartados, algunos de ellos señores
influyentes en la capital cubana, y también por la enorme repercusión que el oscuro suceso tuvo en la prensa
extranjera y hasta en la de España.
Escribe Valdés Domínguez:
Se nos mandó a unos a la
Quina de los Molinos, residencia de los Capitanes Generales, y otros fueron
destinados en el Departamental a los talleres de cigarrería, zapatería,
sastrería y tabaquería. En la Quinta teníamos que cortar la hierba de los
jardines por la mañana y barrer las alamedas por la tarde, pero no sufríamos ya
a los Brigadas de las canteras y se nos permitía que nos sufragáramos nuestras
comidas. Los que permanecieron en el Departamental merecieron algunos cuidados
y fueron tratados con benignidad por los jefes.
Pasaba el tiempo y nos
parecía que aquella prisión no había de tener término. Esta idea atormentaba a nuestros padres, y nos
hacía vivir violentos e intranquilos.
Uno de los jóvenes prisioneros no tuvo paciencia para
seguir esperando el cumplimiento de su sentencia y escapó. Esa misma tarde, la
fuga fue descubierta por los guardianes de los presos, quienes les contaban dos
veces por día, una al salir en la mañana de las galeras, y la otra al regresar
a ellas en la noche para dormir.
Aquella misma noche,
atados codo con codo y escoltados por los guardias del Presidio, nos llevaron
al Departamental, en donde fuimos encerrados
en la galera. No se nos permitió más que rancho para comer, y sobre todos
se alzaba una amenaza terrible: “A las canteras”.
Sin embargo, el cruel destino que pendía sobre sus
cabezas no llegó a cumplirse, pues el rey Amadeo promulgó un indulto que
alcanzaba a todos los estudiantes involucrados en el proceso. Fueron puestos en
libertad, y algunos de ellos marcharon a España, mientras que otros eligieron Francia
como destino.
Es necesario recordar que el de las canteras era uno
de los trabajos más duros, agotadores y
violentos que España reservaba para los reos de los peores crímenes. Se
trabajaba de sol a sol, a la intemperie absoluta, picando piedras con
herramientas muy pesadas, y con una
cadena que circundaba la cintura y se unía a otra vuelta en uno de los
tobillos de los presos.
Fue así, con el golpeteo de la cadena en su ingle, como José Martí, con solo 16 años de edad, vio nacer en su entrepierna la llaga que, con el tiempo, se convirtió en un tumor canceroso que le costó no solo la ablación de un testículo, sino una enfermedad que minó su organismo y lo hubiera matado no mucho después de la muerte que él mismo eligió en Dos Ríos, quizá para ahorrarse la vergüenza que hubiera significado para un Homagno morir en su cama, cuando había todo un país en armas que esperaba su dirección redentora. (Gina Picart Baluja. Foto: Los estudiantes de Medicina no fusilados por los españoles en Cuba)
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