Hoy, cuando vemos en el cine una plaza de toros, nos recorre un escalofrío. Todos esos hombres y mujeres de pie, gritando desaforados con las arterias del cuello a punto de reventar, aplaudiendo como poseídos, instando al matador a terminar con la vida de un magnífico animal que horas antes pastaba tranquilo en su pesebre…
Sin embargo, hubo en
La Habana plazas de toros, y fueron muy concurridas, aunque hoy nos avergüence
reconocerlo.
Muchos de los aficionados a los toros desconocen que esta horrorosa
práctica nació en la isla de Creta, pero de un modo realmente artístico, si es
que puede considerarse al deporte como arte en alguna de sus manifestaciones, y
sin riesgos para el animal, aunque, eventualmente, sí pudiera haberlos para quienes
lo practicaran sin la debida destreza: bailarines -o gimnastas- como se los
prefiera considerar- que se dedicaban a saltar y hacer piruetas sobre el lomo
de los animales, mientras estos corrían.
Eran jóvenes y muchachas sumamente hábiles, pues
comenzaban su aprendizaje desde la infancia y, por muy osados que fueran en su desempeño,
raramente morían durante el espectáculo.
Cómo ese “deporte” se pervirtió hasta convertirse en
una abusiva y crudelísima carnicería
es algo que desconozco. Pero, en algún momento de su historia, la población
cubana fue entusiasta de esta barbarie.
Por la fecha en que esto ocurría, quisiera asegurar
que nuestra nacionalidad constituía aún algo difuso y éramos entonces más
españoles que cualquier otra cosa. Esto es lo que yo desearía creer, pero… la
realidad es otra, como se verá.
Nuestra primera corrida de toros fue celebrada en 1538
en Santiago de Cuba, para festejar la llegada del Adelantado don Hernando de Soto, quien sería gobernador de la Isla por un breve año, antes de partir a la
conquista de la Florida, dejando en La Habana una viuda inconsolable.
No hablaré
de todas las plazas de toros de Cuba, pero en la capital estuvieron las más importantes. Hubo una en el Campo de Marte, hoy
Parque de la Fraternidad; otra en Belascoaín (destruida por un incendio); otra,
la mayor, en Carlos III; otra nada menos que en el poblado de Regla… Y eso no
fue todo: también hubo una en Monte y Egido, otra en la calle Águila. Y varias
clandestinas, incluida una a la que dedicaré especial atención.
Las plazas de Regla y Carlos III se mantuvieron activas hasta 1899. Según
Jacobo De La Pezuela, esta última era un edifico circular con capacidad para
algo más de seis mil espectadores, y su circunferencia ocupaba 200 varas
exteriores y como una tercera parte de su reducidísimo círculo interior.
Allí
toreó el célebre mataor Mazzantini. Para
ese entonces, no solo ya éramos cubanos, sino una recién nacida nación libre,
aunque ocupada por los estadounidenses, quienes sustituyeron las matanzas
taurinas por carreras de perros y caballos, mucho menos cruentas.
La enciclopedia
colaborativa cubana en internet, EcuRed, cuenta que la última corrida de toros celebrada en La Habana tuvo lugar en
agosto de 1947, “en el por entonces joven Gran Stadium del Cerro y más de 30
mil asistentes presenciaron las demostraciones de los matadores mexicanos Silverio Pérez y Fermín Espinosa,
también conocido como “Armillita”.
Este fue un espectáculo diferente porque los toreros no podían clavarles
banderillas a los animales y mucho menos matarlos. Solo así las autoridades
aceptaron que se efectuara la corrida”.
Pero
¿se acabaron realmente las corridas?
De ninguna manera. Pese a la multa de 500 pesos -una fortuna en aquel tiempo-
que las autoridades de la ocupación impusieron a quienes incumplieran la orden
de terminar con semejante espectáculo, algunas corridas clandestinas sí que se
siguieron celebrando, a la criolla y con muy jugosas ganancias. ¿Quién puede
detener a un cubano cuando quiere hacer algo que le ha sido prohibido? Porque,
aunque la mayoría de la afición a este sangriento deporte fue siempre
peninsular, no es verdad que los cubanos la repudiaran en masa. Ojalá así
hubiera sido, pero no.
Jesús
Orta Ruiz, más conocido como El Indio Naborí, nació en la finca Los Zapotes,
próxima al habanero río Luyanó,
aseguran Doreya Véliz y Juana Caridad Fernández en su biografía del poeta
titulada Los misterios de Naborí. Es
curioso, porque hubo otra finca Los Zapotes, propiedad de una marquesa con ese
mismo título, que ocupaba toda el área del parque Santos Suárez, las
edificaciones de la posta médica y construcciones aledañas, donde me consta que
estuvieron las caballerizas, y el solar La Margarita, que, cuentan, fue su barracón de esclavos con su
correspondiente cementerio.
En
Los Zapotes donde nació Naborí, hubo una plaza de toros de igual nombre que
funcionó hasta 1940, en la que el padre del poeta trabajó como montero y
conserje. La plaza era clandestina y mucho más pequeña que las anteriormente
mencionadas; sus instalaciones se construyeron de madera; funcionaba los
domingos y era visitada por el pueblo llano y por toda clase de personalidades.
Naborí niño parece haber estado muy familiarizado con el lugar, que perpetuó en
su memoria y en estos versos:
Banderillero del día
se pone el verano un traje
de luces, y mi paisaje
se viste de Andalucía.
Y yo, niño en la gradería,
coreo un ¡olé! Que truena,
cuando el ruedo —luna llena
vestida de plata y oro—
deslumbra con negro toro,
roja capa y blanca arena.
He
sabido que, en 2017, el habanero Museo Casa Benito Juárez (conocido popularmente como la Casa de México) ofreció a sus visitantes una exposición
sobre la historia de la tauromaquia en Cuba. Lo entiendo, porque en nuestras
plazas torearon célebres matadores mexicanos, ya que no fuimos el único país
del Nuevo Mundo donde este “deporte” tuvo su auge. Algo he sabido, también,
sobre el propósito de llevar esa macabra historia a libro impreso. Sin embargo…
Una
anécdota involucra al más célebre de los toreros que pasaron por esta Isla y
uno de los más famosos del mundo, y a su equivalente femenina, una grande del
mundo teatral internacional. Ambos se conocieron en la villa de San Cristóbal de
La Habana, y esta es la historia de aquel encuentro:
Mazzantini [1] se
convirtió en el ídolo de la afición, llegando a torear 16 corridas en la
temporada 1886-1887, por las que cobró 30,000 duros (150,000 pesetas) cantidad
nunca cobrada hasta entonces por algún torero.
Alcanzó tal
notoriedad que: “intimó con lo más florido de la sociedad cubana, impuso modas
y costumbres, así como selectas marcas de cigarros”. Mazzantini en Cuba,
coincidió con la presencia de la célebre actriz francesa Sarah Bernhardt, cuyo
encuentro se produjo en el mismo hotel Inglaterra donde ambos se alojaban.
Contaban que la excéntrica, temperamental, caprichosa actriz quedó
prendada, ipso facto, del
apuesto matador y prendió en ella tal entusiasmo por la fiesta
nacional española que la llevó a la plaza de toros para ver a su ídolo,
luego la apostura, gallardía y entrega del matador Mazzantini
hicieron el resto.
El romance entre
las dos estrellas cruzó el océano llegando a Europa, donde fue reflejado en los
principales periódicos españoles y franceses. La crónica de la corrida a puerta
cerrada, que el torero organizó para la actriz, publicada en el diario francés
“Le Fígaro”, así como el ostentoso anillo de perlas y brillantes que la
Bernhardt lució a su regreso a Francia.
Parece ser que los
combates entre el torero y la vedette agotaron de tal modo a Mazzantini que a
“la hora de la verdad” fue opacado en la arena por Guerrita, quien también
hacía temporada en la plaza capitalina.
Toda maldad tiene su
castigo, y aunque el sufrimiento de Mazzantini al perder el estrellato fue nada
comparado con el de los animales que asesinó, algo le tocó de mal
destino, después de todo. (Gina Picart Baluja.
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RSL
[1] Luis Mazzantini y Eguia (País Vasco, 10 de octubre de 1856) . Llegó a La Habana en 1886 con un contrato para celebrar 14 corridas que, por el interés que despertaron, se convirtieron en 16. Hizo estudios en Francia e Italia y, ya bachiller en Artes, regresó a su país natal como secretario en la comitiva del rey Amadeo de Saboya, que tomaría posesión del trono español. Era amante de la ópera y con una cultura poco común en un torero. Alternó con lo más selecto de la sociedad habanera y llamó tanto la atención por su forma de vestir, que impuso modas y costumbres. Se vendieron camisas, pantalones, chaquetas y accesorios como los que utilizaba, y los fabricantes de puros dieron su nombre a nuevas vitolas. Fue, para decirlo en pocas palabras, el hombre del día en La Habana. (Tomado de Cubadebate)