Numerosos y acuciosos trabajos de
investigación llevados a cabo por arqueólogos y antropólogos, en asentamientos aborígenes, han arrojado
luz sobre muchos aspectos de la vida en Cuba antes de la llegada de los conquistadores
españoles.
Aquellos primitivos cubanos no conocieron
más medicina que la que ellos mismos fueron capaces de extraer de la abundante y variada flora que les
rodeaba.
La otra medicina que ejercieron fue la
magia, la adoración a sus dioses que encarnaban las fuerzas de la naturaleza
que más presencia tenían en esta tierra, como el huracán, o el alimento más
socorrido en su dieta, la yuca, dioses a los que rendían culto con su mejor
ofrenda: el tabaco, al que llamaron cohiba, cuyo humo absorbían por las fosas
nasales y les provocaba estados extáticos.
Algunas de las plantas medicinales que empleaban fueron el almácigo, cuya corteza
y resina usaban como antisépticos y antidiarreicos, y a los cogollos, hervidos,
para curar resfriados.
La caña santa, conocida también como
hierba limón y muy usada actualmente en la medicina natural, era utilizada por
los taínos y siboneyes para curar el catarro común y sus fiebres, y también
para bajar la presión, como mismo hacemos hoy.
No tenían idea de lo que era la
hipertensión arterial, pero para ellos cobraba la forma de dolor de cabeza,
mareos, agitación, náuseas, opresión y, tal vez, dolor en el pecho, un conjunto
de síntomas bien caracterizados que ellos reconocían muy bien.
Empleaban la corteza de cedro para bajar
las fiebres y para combatir dolores, y hacían incisiones en los troncos para colectar su resina, que usaban como
expectorante.
La guayaba no era solo su fruta más
preciada, de carácter divino, y la diosa del paraíso que habían imaginado en su
prístina simplicidad, sino también un medicamento muy poderoso. Con su látex,
rico en guayacol, combatían los dolores de muelas, y hay que pensar en lo que
habrían sido esos dolores en tiempos en que ningún dentista podía acudir en
ayuda de quienes padecían el terrible flagelo de cordal cariado.
Rayaban su corteza para preparar tisanas
que provocaran sudores depurativos. Con las hojas hacían decocciones para
tratar lesiones en la piel y en la cavidad bucal, y las hojas hervidas también
servían para combatir afecciones respiratorias.
Del manzanillo de monte colectaban el
jugo lechoso de su corteza, acre y venenoso que, ingerido en gotas, actuaba
como purgante muy eficaz.
El sasafrás, muy empleado hoy en usos
diversos, ya era conocido por los aborígenes cubanos: la infusión con sus hojas
constituía un potente antiespasmódico.
La humildísima verbena, blanca y morada,
también era conocida por los primitivos habitantes del archipiélago cubano, y
le atribuían propiedades astringentes.
Por último, la hoja de tabaco secada al
sol, pulverizada y debidamente mascada al ritmo de cantos rituales, se empleaba
para colocar sobre las heridas, porque tenía una doble función: desinfectante y cicatrizante.
Esta es solo una pequeña muestra del
botiquín de urgencias de los aborígenes cubanos -también adoptado por los
conquistadores- que tuvo muchos más recursos, como demuestra la investigación
profunda hecha por sabios naturalistas, como Carlos de la Torre, antropólogo,
malacólogo y zoólogo, desde tempranos tiempos de la colonia, y el doctor Juan Tomás Roy, sabio de renombre internacional a quien debemos el enjundioso
compendio Plantas medicinales, aromáticas o venenosas cubanas, vigente
aún en estos días y que vuelve a recuperar su papel protagónico en los
dispensarios, emulando -y sobrepasando en muchos casos- a fármacos industriales
cuyos efectos secundarios los hacen peligrosos. (Gina Picart Baluja. Imagen: Radio Cubitas)
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