En 1952, contendían por la presidencia de la república de Cuba tres candidatos: el ortodoxo Roberto Agramonte, el auténtico Carlos Hevia y el sargento devenido general Fulgencio Batista.
Mientras los dos
primeros acaparaban casi las dos terceras partes de la intención de voto -obviamente
entre ellos se iba a centrar la lucha en los comicios-, a Batista solo lo
respaldaba el 10 por ciento del electorado.
Sabiendo que no
tenía posibilidad alguna, conocedor de que ya su gente comenzaba a emigrar hacia otros partidos, Batista
perpetró un golpe de Estado a las 02:40 de la madrugada del 10 de marzo de 1952
y sumió al país en la oscuridad de la más cruel de las tiranías.
Para granjearse
el apoyo de Washington, adoptó una política económica de choque, con el saldo
de más de 600 mil desempleados, la
cuarta parte de la fuerza laboral de entonces.
Además, disolvió el
Congreso, derogó la progresista Constitución de 1940, lo que le permitió
declarar ilegal cualquier huelga, y el Código Electoral de 1943, que
garantizaba los derechos de las minorías.
Centró su
represión contra comunistas y ortodoxos. Eliminó las tímidas medidas contra la
discriminación racial que había promulgado el derrocado Gobierno.
Un joven abogado,
Fidel Castro, caracterizó enseguida
la asonada:
“¡Revolución no, zarpazo!
Patriotas no, liberticidas, usurpadores, retrógrados, aventureros sedientos de
oro y poder. No fue un cuartelazo contra el presidente Prío, abúlico,
indolente; fue un cuartelazo contra el pueblo, vísperas de elecciones cuyo
resultado se conocía de antemano.”
Fidel presentó,
además, una denuncia ante los tribunales
para que se condenase a Batista y su camarilla de haber cometido, con el golpe
de Estado, un gravísimo delito anticonstitucional. El sistema judicial se plegó
ante la tiranía, y esta continuó burlándose de las leyes. No había otra opción
contra la dictadura que la lucha armada.
Con el devenir de
los días, se evidenció que el retorno de Batista era el regreso de la tortura y
la ley de fuga. La Policía disparó a mansalva contra el estudiantado, y el
joven Rubén Batista cayó mortalmente
herido.
A una gloria
deportiva de Cuba, Jorge Agostini, lo asesinaron en plena vía pública.
Cincuenta y cinco prisioneros en el asalto al cuartel Moncada fueron torturados
y ultimados, junto a más de una docena de civiles que nada tenían que ver con
la acción armada.
La lista de víctimas del terrorismo de Estado
creció con los años. A cuatro líderes estudiantiles desarmados, entre ellos el
presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), los masacraron a
sangre fría en el edificio de Humboldt 7, en La Habana.
Veinte
expedicionarios del yate Granma, tras ser aprehendidos, fueron ultimados.
Quince expedicionarios del Corynthia corrieron igual suerte.
Los crímenes en
las ciudades se multiplicaban. A Josué País, en Santiago de Cuba, y a Ramoncito
Rodríguez López, en La Habana, quienes aún no habían cumplido 20 años, los
remataron a la vista de todos, tras caer heridos.
Cinco mujeres
(Aleida Fernández, las hermanas Cristina Alicia y María de Lourdes Giralt, Lidia y Clodomira) fueron asesinadas: a las tres
primeras, la tiranía nunca pudo probarles participación alguna en la lucha
insurreccional.
Tal como alertara
Fidel, en 1952 hubo tirano otra vez, pero también hubo otra vez Mellas, Trejos
y Guiteras. Hubo opresión en la patria, pero en 1959, todo un pueblo, en pie de lucha, derrocó la
tiranía. Y hubo otra vez, libertad. (Redacción Digital. Con fragmentos de artículo
del diario Granma. Ilustración: Universidad de Oriente/Facebook)
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