Mucho, pero no lo suficiente, se ha escrito sobre la excelsa poetisa cubana Fina García Marruz.
En busca de una fuente viva, muy fidedigna, me acerqué a su nieto, José Adrián Vitier, a quien rogué dos párrafos en las cuales la caracterizara para mí, pues siempre que pienso en Fina es como si sintiera dos personas en un mismo cuerpo y en una sola mente. Recuerdo cada vez la frase con que José Lezama Lima signó para siempre a José Martí: “Ese misterio que nos acompaña”.
¡Quién mejor que José Adrián para darme la clave que me permita aprehender esa esencia sutil que ella fue!, pensé.
Y José Adrián me envió uno de los ensayos más hermosos que he leído, escrito por un cubano: Claves para leer a Fina y sugerencias para leer poesía en general, texto que puede leerse en el número especial de 2023 de La Gaceta de Cuba.
Ya no tenía yo esperanza de encontrar en nuestras letras siquiera un eco lejano del inmenso legado cultural de los siglos recorridos desde la antigüedad greco-latina hasta el XIX, y mucho menos un texto con el estilo impecable, la hondura de pensamiento, el hálito filosófico y, al mismo tiempo, lírico, la universalidad del conocimiento, la belleza y esa magia espiritual capaz de obrar la ilusión de que tiene uno ante la vista un manuscrito hallado por milagro, desde el que habla una voz muy lejana, remota, misteriosamente familiar, pero imposible en la hora que viven nuestras letras.
Fina merecía algo así desde hace mucho tiempo, y he visto fracasar a unos cuantos en el intento de comprender su personalidad para trasmitirla a través de la palabra. Y es que un ser como Fina García Marruz no pertenece a la dimensión de la vida cotidiana, por no emplear la palabra real.
Como dice el Evangelio de Juan: “Andaban entre nosotros, pero no eran de los nuestros”. Ella, la gran Dama de Orígenes, como también sucede con la poetisa y novelista Dulce María Loynaz, fueron individualidades que, a duras penas, encarnaron en cuerpos, porque cuando el espíritu se ensancha hasta el infinito produce una expansión que nada puede contener. ¿Cómo habría de encerrarse en la carne sin provocar una irradiación cegadora e incomprensible para quienes asisten a semejante esplendor?
No me atrae el feminismo como ideario. Por eso para mí estas dos mujeres, quienes tuvieron en común el más alto sacerdocio poético y, como dijo Dulce en alguna ocasión, hablando de sí misma, la franciscanía, pues, además de coincidir en el universo de lo poético, lo hicieron también en el de su fe, son los íconos cubanos de lo femenino en el siglo XX y en las décadas del XXI que alcanzaron a vivir.
Lo segundo que quisiéramos subrayar “con el canto de la uña”, como diría sonriéndose Lezama, es que Fina tiene tanto de filósofa como de poeta. No me refiero al dato de que más de tres cuartas partes de sus páginas contienen pensamiento e investigación mientras que los poemas ocupan menos de una cuarta parte. Tampoco estoy pensando en el hecho de que sus versos brotaron durante la primera mitad de su vida, mientras que la prosa continuó surgiendo sin interrupción a lo largo de casi noventa años. A lo que me refiero es a que en sus versos hay tanta filosofía como poesía hay en sus ensayos, y esto es así desde el primero hasta el último de sus renglones.
Puede que, pasados sus cincuenta o sesenta años, cesara en Fina eso que llaman los críticos el sujeto lírico, mas ciertamente no cesó la lira. Lira que estuvo en ella consagrada a Apolo, como en la Grecia antigua; es decir, al dios de lo áureo, de la luz, de la sanación, y del sentido.
En su poema “Una oda para Anacreonte”, especie de collage en prosa, Fina hace decir al anciano poeta jonio:
Digan ustedes, filósofos, todo lo que habéis aprendido de Egipto y Jenofonte. Yo sólo soy un poeta. Necio sería si pretendiese exponer yo también completa mi doctrina. Sigan hablando del Amor: yo les digo: preciso es arder.
Su doctrina no la expondrá completa, pero la tiene: con ella alimenta el fuego de su poesía. Y tal vez alguien preguntará cómo puede el pensamiento filosófico volver arrasadoramente hermoso un poema, no siendo la Filosofía una disciplina, digamos, emocional. Sería ideal que viniesen a contestar esta pregunta Ralph Waldo Emerson, el centelleante pensador de Concord; o María Zambrano, creadora y practicante de “la razón poética”; o José Martí, quien nos enseña que “todo es música y razón".
Exactamente, me he dicho. ¡Es eso!: la fusión, implosiva en Fina, de una esencia de naturaleza dulcínea y suave con un pensamiento “de oro y hierro”, como definió alguien a la generación de Orígenes, ese cometa repleto de ángeles poéticos que alguna vez cruzó el cielo de Cuba. Un equilibrio perfecto entre la preclaridad y la emoción, entre Apolo y Dionisos, las dos figuras divinas en que los griegos conceptualizaron la gran paradoja de la mente humana. Por eso, tanto en Fina como en Dulce, el aliento poético solo pervivió hasta la mitad de sus vidas, y la madurez venció al desbordamiento del verso para dejar lugar, en Fina, a la ensayista de gigante estatura que fue.
No puedo decir nada ni medianamente comparable con este texto de José Adrián Vitier sobre una de las más grandes figuras líricas de Hispanoamérica. Preciso terminar aquí, pero lo hago con una canción maravillosa en la que se me antoja que percibo un eco de la fusión semidivina entre melancolía y alegría que pudiera, tal vez, dar una imagen de lo que es para mí el espíritu de lo femenino que escapa, y escapará siempre a su definición mayor y será, por tanto, jamás cenizado. Muerte nunca. Resurrección siempre, que algún espíritu se incline ante ello y la venere:
Las cosas imposibles. de José María Vitier, en la voz de su autor:
(Gina Picart Baluja. Foto: emisora CMHW)
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