Y
si a ese rostro, como a un espejo, nos volvemos, y si sólo a él lo creemos
verdadero, es porque él participa de algo incorruptible y mantiene su velada
promesa a la que nos aferramos como a la fe. No, no es razonable que ese
anciano irreconocible siga aferrándose al joven que alumbra todavía como una
lámpara la vieja fotografía amarillenta, pero por poco juicioso que parezca
sólo a ella se referirá para decirnos: yo era así.
La
dicha
Fina
García Marruz
La
gente de Orígenes era de hierro y oro, sobrados de
luz y generosidades, de talento y poesía.[…] Un tiempo de platino para la poesía cubana y de toda la lengua española.
J.J.
Armas Marcelo
En dos ocasiones coincidí con Cintio Vitier, una vez en el Movimiento Cubano por la Paz, donde él impartía una conferencia cuyo tema no recuerdo, y la segunda en el Centro de Estudios Martianos, donde fui a entrevistarlo para la revista Clave sobre el músico Julián Orbón, miembro de Orígenes y gran amigo suyo, o hermano, como definiera Fina García Marruz (Josefina García-Marruz Badía) a todos los miembros de la gran familia que fue ese fenómeno grupal de la cultura republicana en Cuba e Hispanoamérica.
En ambos encuentros, Cintio me invitó a visitar su hogar, lo que hubiera sido, tal vez, el preámbulo para entrar al círculo íntimo de los Vitier, pero nunca cumplimenté las cordiales invitaciones. ¿Por qué? No lo sé. Mi maestra y mentora Beatriz Maggi dijo en la primera clase que impartió a mi grupo de primer año de la carrera de Filología, en cuya aula me encontraba: “Hay cosas en la vida que nunca se llegan a saber”. Lo dijo recostada al escritorio sobre el estrado de los profesores, mientras su mirada perdida erraba en el vacío, y puede que ahora mismo, mientras escribo estas líneas y recuerdo aquella sentencia, mis ojos tengan la misma expresión ausente, propia de quien se ha preguntado algo infinitas veces sin encontrar jamás una respuesta.
Pero tengo la vaga impresión de que si me dominó algún motivo recóndito
para no acudir, probablemente estuvo relacionado con la figura de Fina, quien
siempre me intimidó. La única vez que la
vi en persona, en el Centro Dulce María Loynaz, donde presentaba yo una muestra
colectiva de pintura en la que participaba José Adrián Vitier, nieto de la
pareja, mientras Cintio me agradeció al final con un cálido apretón de
manos y unas palabras muy estimulantes, ella solo mostró su aprobación con una sonrisa
dulce y apacible. El mismo sentimiento inexplicable me frenaba cuando alguien
me proponía: “Vamos a conocer a Dulce María Loynaz”.
Por qué algunas personas que no nos han hecho ningún mal y a las que apenas
conocemos nos intimidan de tal modo, es un tema que merece análisis, mucho más
en el caso de Fina García Marruz, una mujer que siempre estuvo alejada de
cualquier ataque de ego, altanería o arrogancia, de esos que “adornan”
lamentablemente a algunas personalidades de la cultura, porque ella era la
sencillez misma, con su cabello que podía dar la sensación de estar desarreglado,
sin una gota de maquillaje sobre sus facciones ni el menor intento de camuflar
sus años, siempre discreta y sobria en el vestir. Pero por alguna razón, supongo
que por decisión propia, Fina se mantenía siempre como una especie de sombra
misteriosa, silente, escriturada, apareciendo en todas partes junto a Cintio, los
dos como bicéfalo de un solo cuerpo, pero cediendo ella, con la mayor
discreción, todo el espacio y toda la luz al esposo.
Fina nació en La Habana el 28 de abril de 1923, por lo que ahora celebramos
el aniversario de su llegada a la Tierra. Siempre quienes han escrito sobre su
persona recalcan que fue hija de la gran pianista Josefina Badía y hermana del
músico Felipe Dulzaides, y la música resultó lo primero que conoció en su hogar. También se ha contado, a veces por
la pareja misma, cómo ella conoció muy joven a Cintio, cuyo amigo inseparable
era ya, desde entonces, el poeta Eliseo Diego, y cómo nació de aquellos
encuentros un noviazgo por partida doble, ella con Cintio, y su hermana Bella
con Eliseo.
¿Fue casualidad que Cintio por entonces estudiara violín? ¿Quién sabe?. La
doble pareja de enamorados se reunía en las noches en la casa de las hermanas,
célebres entre los estudiantes y conocidos de la familia por ser ambas muchachas
bellas y gráciles, aunque en el caso de Fina, tal vez más tímida e introvertida
que Bella. Usaban por entonces ropas
semejantes y boinas ladeadas al estilo de París, y así aparece Fina no solo en
las fotos de familia, sino en un óleo donde la retrató nada menos que el gran
pintor Fidelio Ponce de León, aunque en un inicio se había manejado el
nombre de Víctor Manuel, creador de la célebre Gitana tropical. Fina ha contado que Ponce, a quien describió como
“desdentado y cruzando la sala con su gran sombrero alón”, la hizo probarse un
gran número de sombreros antes de decidirse por la boina, y nunca la miró
mientras pintaba. Ella tenía entonces 15 años.
El retrato es, o al menos a mí me resulta, muy desconcertante. No hay
rostro, solo un trazo que evoca labios apretados, y la boina le cubre la
mirada. Un traje amarillo que se ha descrito como de esgrimista completa la
imagen. No es lo que por definición se esperaría del retrato de una
adolescente, sino algo de lo que emana un aura un poco oscura y bastante
melancólica. Sin embargo, Fina se reconoció en él, y no solo eso, sino que la
impresionó tanto que le dedicó más de un poema, entre ellos estos versos:
Envuelta en
una luz verdosa
de fantasmal marina, aparecía en el lienzo,
con solo un toque grana en los labios fruncidos,
sin que se vieran los ojos
y sí la sombría mirada,
una mirada como la que debían tener
los muertos que hemos olvidado demasiado pronto.
Qué estanque tan quieto y tan lleno de limo era
yo allí algunas tardes!
Tras la albura aparente de la edad
la corrupción devoraba los blancos
Como solía ocurrir con los miembros de la alta y la media burguesía
cubanas, Fina se doctoró en Derecho por la Universidad de La Habana, aunque no
creo que la carrera dejara huella alguna en su sensibilidad poética.
La íntima, indestructible relación entre los amigos y las hermanas sobrevivió
a las bodas y perduró hasta todas sus muertes. Fueron un cuarteto tan visceral
que reunían a sus hijos los fines de semana en la famosa quinta de Arroyo
Naranjo, propiedad de Eliseo, y tanto los hermanos Vitier como los Diego guardaron
nostálgicos recuerdos infantiles de aquellos días mágicos.
Cintio, Fina y Eliseo formaron parte del grupo de intelectuales y artistas que se nucleó en torno al poeta Lezama Lima, cuya vocación de animador cultural le llevó a fundar no solo el grupo y la revista Orígenes, considerados el acontecimiento cultural más importante de su tiempo en América Latina junto con la revista argentina Sur, liderada por Victoria Ocampo, sino también otras publicaciones, como Clavileño, Espuela de plata y Nadie parecía. Fina fue una de las dos mujeres que integró la generación de Orígenes. La otra, la pintora Cleva Solís. Al final, luego de la muerte de Eliseo, solo Cintio y Fina quedaron como sobrevivientes y, tras la muerte de Cintio, Fina se convirtió en la última representante viva de aquel extraordinario suceso cultural que no ha tenido réplica en la historia de la mayor isla de Las Antillas.
Mientras yo investigaba y recopilaba
material para este trabajo, comencé a preguntarme por qué nunca más, never more, como el cuervo de Poe, ha
surgido entre nosotros algo semejante, pero un libro –La virtud doméstica, de Rigoberto Segreo- me ofreció una posible y
muy significativa explicación: entre los parámetros que definen una generación,
analizados por sociólogos e investigadores culturales desde la República hasta
ahora mismo, hay una condicional: que la interrelación social entre los
integrantes sea fluida y sostenida.
Eso fue lo que, además del talento individual de los origenistas, creó esa
aura –el alma- tan singular que caracterizó a Orígenes. Fueron, como Fina dijo
en más de una oportunidad, una gran familia, pero no solo una gran familia,
sino un grupo que creó entre sus miembros vasos comunicantes de afectos y
sentimientos muy fuertes, muy sinceros, al extremo de que se movían juntos, se
reunían juntos, tertuliaban juntos, e incluso cada domingo viajaban a Bauta
para almorzar con uno de los miembros, el sacerdote Ángel Gaztelu, cuya
parroquia se encontraba en esa comunidad. Como si todos estuvieran conectados a
una infinita, invisible y enigmática fuente de nutrición espiritual, y no
pudieran sino respirar el mismo oxígeno a riesgo de no ser. Cuando uno lee esas
historias siente que un elemento raro e innombrable sirvió como adhesivo entre
aquellos jóvenes. Algunos estudiosos de Orígenes han mencionado la religión
como causa probable, pues todos eran católicos fervientes, pero yo no lo creo.
Hubo mucho más: un desinterés, una hermandad, una solidaridad, un gozo de cada
uno en las glorias de los demás, una ausencia total de mezquindades y miserias
humanas… Una misma calidad de la sustancia que los conformaba, unida a una
incuestionable pureza de intención. ¿Que fueron hijos de una misma circunstancia
histórica: el complejo panorama político republicano? ¿Y qué panorama político
de cualquier época y país no ha sido
complejo? Otros muchos intelectuales de la isla lo fueron también, pero no
fueron origenistas, y aunque algunos colaboraron con los proyectos editoriales
de Lezama, como el mismo René Portocarrero, nunca llegaron a integrar el
corazón del grupo. Como dice un hermoso y muy profundo versículo bíblico: “Andaban
entre nosotros, pero no eran de los nuestros”.
Es posible que a los
grupos y “generaciones” que han venido
después les hayan faltado en primer lugar el talento, y en segundo, la humildad
y la autenticidad de los origenistas. Tal vez por esas carencias solo han
pasado a los libros de crítica literaria y las antologías, pero está por ver si
pasarán a la Historia con mayúscula.
Los lazos de amistad dentro del grupo eran tan poderosos que sobrevivieron
a los enormes y turbulentos cambios que removieron los cimientos de Cuba en
1959. Como puede leerse en “Julián Orbón, la música inocente”, mi entrevista a
Cintio sobre el gran compositor sinfónico hispano-cubano, esos lazos se
mantuvieron incluso cuando el exilio comenzó a separar a los miembros. La
relación entre Cintio, Fina y Julián nunca terminó y sobrevivió, incluso, a la
muerte de este último, porque siguió viviendo entre los memoriosos, como
también ocurrió con la desaparición física del doctor Agustín Pí, apodado “el
miembro silencioso de Orígenes”. Esas muertes provocaron en los vivos duelos
tales que jamás fueron superados, y una ausencia tan llena de dolor que
renovaba la pena cada día. Recuerdo que Cintio, en conversación al margen aquella
tarde de mi entrevista, me confesó que le seguía doliendo que Carpentier
hubiera excluido a Orbón de su tratado La
música en Cuba. Aún después de tantos años, seguía sintiendo la ofensa como
una llama que no dejaba de quemarle la mejilla.
No quiero extenderme en este trabajo sobre las anécdotas que Cintio y Fina
contaron acerca de la vida interna de los origenistas, que funcionaban como una
falange macedonia, porque escribiré sobre eso en otros trabajos. Solo diré que durante
la larga vida de Eliseo, atacado por muy penosas crisis de intensa depresión,
siempre tuvo a su lado a Cintio y Fina sosteniéndolo, queriéndolo tanto como él
los quiso.
Siento, en cambio, que este texto debería hablar más sobre Fina, ya que es
su natalicio el que se conmemora. Debo entonces referirme a la intensa labor
que el matrimonio desarrolló en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, donde crearon la sala
José Martí. Contra lo que pensé encontrar mientras investigaba esa etapa de sus
vidas, fue Fina quien impartió las conferencias y las visitas guiadas al
público, mientras Cintio se mantenía en su labor de investigación, y al decir de
quienes les conocieron y trabajaron con ellos en aquel tiempo, ella abandonaba
su habitual timidez y se entregaba con verdadera pasión. Creo que Fina era como
un cofre liso y poco llamativo en su apariencia exterior, y cerrado siempre a
los ajenos, pero cuando se abría mostraba un interior lleno de joyas preciosas
que esparcían intenso resplandor.
Luego crearon ambos el Centro de Estudios Martianos, que Cintio dirigió
durante muchos años. Eran eruditos en la figura de Martí, al que dedicaron
libros enteros tanto Cintio como Fina, estudios invaluables para la comprensión
de la figura más alta y venerable que ha producido esta isla. Recuerdo que
descubrí de un modo totalmente fortuito que se interesaban, además, en otras disciplinas
del conocimiento no relacionadas con la literatura y la cultura cubana. Una
tarde llegué a la Biblioteca Nacional en busca de libros sobre las culturas
celtas precristianas y la importancia en ellas de la sangre y los sacrificios, y
en el tarjetero correspondiente encontré un título que de inmediato me
interesó. Trataba sobre la importancia que atribuían a la sangre los griegos
anteriores al período clásico y al surgimiento de su panteón divino, tal como
hoy le conocemos; tiempos ancestrales de hechicería y magia muy bien plasmados
por Homero en el capítulo de la Ilíada, donde Ulises sacrifica un toro para
atraer con su sangre el alma de su padre difunto. Llené enseguida mi ficha y solicité el volumen. Tardaron bastante en
responderme, pero al fin me anunciaron que no podían entregármelo porque Cintio
y Fina “estaban trabajando con él”, y el libro no se encontraba en el
edificio. Recuerdo aquello porque me
sorprendió muchísimo saber que les interesaban temas tan alejados de la
cubanidad y tan estrechamente ligados a la Antropología.
Mientras buscaba enconadamente anécdotas que permitan a mis lectores
acercarse más a la personalidad de Fina, encontré una muy curiosa, narrada por
su nieto José Adrián. Era una compulsiva escritora de cartas, incluso algunas
las tecleó sin cintas en su máquina y hoy resultan ilegibles. Montones de
cartas, pero… muchas nunca las enviaba. Una de ellas, que llegó a arrojar a la
basura como a tantas otras, la recuperó al día siguiente de la papelera, la
desarrugó, la corrigió y volvió a botarla. Ella y Bella se escribían a diario
misivas interminables, a pesar de que se veían con frecuencia y hablaban por teléfono varias veces al
día.
Era una mujer tan sencilla que dijo muchas veces que su mayor orgullo eran
sus hijos. No su obra ni la de su marido, sino sus hijos, a quienes consideraba
su mejor creación.
Sin embargo, mientras leía para este trabajo su breve ensayo La dicha,[1] llegué
a sospechar que en el fondo, o para ser más exacta, en uno de los fondos de su
personalidad (pues todos tenemos más de uno) se empozaba una tristeza latente
que la ataba al pasado con férreas cadenas, condenándola a revivirlo sin cesar
en la memoria como el tiempo del Paraíso perdido y, tal vez, nunca reencontrado, al
que percibía como una sucesión de instantes fugaces, volátiles como suspiros,
experiencias intransferibles de sabor único imposible de ser compartido. Un
coctel que, me parece, empuja a quien lo bebe directamente a los dominios de la soledad interior más desgarradora:
Y
cuál es la sustancia de la dicha, de la rara dicha, de cuerpo glorioso, a la
que no le pedimos, como a la muerte o a la vida, una justificación, sino que
por su naturaleza parece bastar por sí sola, ser suficiente como un dios? Nunca
le preguntaríamos a ella para qué existe o de dónde ha venido, pues ocupa el
cuerpo mismo del instante con una plenitud tal que arrasa la posibilidad de una
continuación, a la vez que la hace, para pena nuestra, imposible. Puede
residir, como la poesía misma, en cualquier cosa, sin consistir esencialmente
en ella. Por eso, intentar que otro comprenda por qué fuimos tan dichosos un
instante cualquiera, es un intento de una naturaleza semejante al de contar el
argumento de un poema a alguien que no tuviera noticias de su cuerpo mismo. Es
un conocimiento que no puede transmitirse de oídas o que, mejor, no puede ser
objeto de ninguna clase de intercambio. Reclama la persona única y consiste en
su propia aparición, en su intransferible instante. Sin darnos cuenta, quizás
hemos nombrado, uno por uno, los atributos del ángel.
Creo una enorme justicia cultural y humana que a principios de este año se
haya hecho realidad el sueño concebido por el Doctor Eusebio Leal, Historiador
de la Ciudad, de crear un espacio para albergar el legado no solo de Cintio y
Fina, sino de Medardo Vitier, padre de Cintio, y de los hijos de la pareja,
Sergio y José María, dos de los músicos más importantes posteriores a 1959, y
que el centro, llamado Casa Vitier García Marruz, esté bajo la dirección de
José Adrián, pintor, escritor, traductor y editor, con quien mi hija tuvo la
oportunidad de trabajar durante un tiempo lamentablemente breve en la revista La isla infinita, concebida en estrecha
complicidad almística por abuelo y nieto, la publicación de cultura universal más
interesantes y singular que ha nacido en la Cuba posrevolucionaria.
El nuevo centro cultural se encuentra en la intersección de las calles O'Relly
y San Ignacio, donde antaño se alzaba la casa Galván-Lobo, la más importante
corredora de azúcar del siglo XIX. Su remodelación fue posible gracias a la
colaboración de la Oficina del Historiador con la Organización
de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura
(Unesco) y la Agencia Suiza para el Desarrollo. Fue el último proyecto de Leal que, tristemente, la muerte le impidió
ver convertido en realidad. Hay varias salas dedicadas a diferentes actividades
culturales, entre ellas un salón de conferencias, una galería para exposiciones
y un taller de serigrafía.
Un detalle impresionante es que en la casa se
conserva el viejo piano de Josefina Badía, “en el que posiblemente se tocó por
primera vez la Guantanamera con los
versos de Martí, gracias al español Julián Orbón, la más inteligente de todas
las personas que conoció mi madre, me lo dijo un día”, ha declarado José María
Vitier.
Fina tiene en su haber una profusa obra de ensayo y
poesía. Fue una de las mayores poetas del idioma español. Sus versos están
recogidos principalmente en tres libros: Las miradas perdidas, Visitaciones,
y Habana del centro, y su obra ensayística incluye, entre muchos otros
trabajos, publicados e inéditos, Temas martianos, Hablar de la
poesía, Quevedo, y La familia de Orígenes.
Recibió muchos premios nacionales e internacionales, cuya enumeración haría este trabajo demasiado extenso, lo mismo que la enumeración de todas las distinciones que le fueron otorgadas. Pero merecen señalamiento muy especial los premios de poesía Federico García Lorca, Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2007 y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2011. Para ella no hubo un Cervantes, omisión imperdonable según estudiosos de su obra.
Tras su muerte, ocurrida en La Habana en 2022, Fina fue velada en el
Centro de Estudios Martianos, en el mismo lugar donde pocos años antes ella había
velado el cadaver de su compañero de vida.
Por personas allegadas a la familia, he sabido
que hasta el final Fina continuó dialogando con un Cintio invisible,
consultándolo, contándole cosas, un amor y una unión que ni la muerte pudo
deshacer.
Sí, no la conocí, no la traté, pero ese detalle, tanto como su poesía, me hacen percibir en ella, con mucha transparencia, una de las espiritualidades femeninas más vigorosas y, al mismo tiempo, más delicadas y profundas de la cultura hispanoamericana. (Gina Picart Baluja. Foto: emisora CMHW)
Centenario de Fina García-Marruz, la poetisa de versos hermosos y trascendentes
FNY