El café París, situado en la esquina de las calles Obispo y San Ignacio, de La Habana Vieja, tiene una leyenda que ya está casi por completo olvidada, y cuenta que allá por finales del XIX apareció una dama bella y distinguida, de unos 30 años de edad, y se sentó sola a una mesa.
Tanto los señores serios como los picaflores no tardaron en crearle diversas leyendas a la atrevida: que si esperaba a un hombre en una cita de dudosa moral, que si espiaba a un marido infiel…, en fin, pero ella, aún en su reserva de modales, despertaba el deseo de muchos. No faltó algún decidido o irrefrenable chismoso que se acercara a la mujer, pero ella lo ahuyentó con una sonrisa protocolar y fría. Y siguió volviendo, siempre sola y casi al caer la noche, sin que nunca nadie adivinara el motivo que la llevaba allí.
No tardó en proponer algún gracioso o malintencionado una apuesta para ver quién lograba la atención de la señora, y durante varios días una copa puesta en el mostrador para recoger los dineros fue llenándose hasta rebosar, pero sin resultado. Ni los más apuestos lograban nada de la hermosa.
Así quedó descrito lo que ocurrió después:
Alrededor de un mes después, entró en escena “el inglés”. Nadie sabía su nombre, le llamaban así porque era un caballero vestido como un verdadero “dandy” londinense, tan bien parecido como atlético, y con las maneras de un lord inglés, quien solía pasar por el café al regreso de uno de sus muchos viajes.
Nada más llegar y ver a la dama, le impusieron de la historia y la apuesta. El inglés sonrió enigmáticamente, pero no se acercó a ella esa tarde. Sin embargo, días después regresó con un libro bajo el brazo, tomó asiento en una mesa al lado de la dama, pidió un “bull” (cerveza fuerte con azúcar que sí, se tomaba en aquellos tiempos) y abrió su libro, sin dedicar a la mujer ni una mirada.
Al poco rato, uno de los lechuguinos no resistió más la curiosidad y se acercó para preguntar qué leía con tanto interés. El “inglés” le respondió lacónicamente: “Cartas de Amor.” – ¿Cartas de amor? Pero eso es lectura para damiselas – dijo el lechuguino.
-No lo creas. Algunas de estas cartas pueden enseñar a cualquier hombre cómo amar de verdad a una mujer. Escucha esto:
“La próxima vez que te vea te cubriré con amor, con caricias, con éxtasis. Te atiborraré con todas las alegrías del espíritu y la carne hasta hacerte desmayar. Quiero que te sientas maravillada, y que te confieses a ti misma que ni siquiera habías soñado con ser transportada de esa manera. Cuando seas vieja, quiero que recuerdes esas pocas horas, quiero que tiembles de alegría cuando pienses en ellas.”
Entonces, y ante el asombro de los presentes, la dama misteriosa habló en voz alta, dirigiéndose al “inglés”: “Es de Gustave Flaubert.” El caballero dedicó a su interlocutor una sonrisa triunfal, y luego se volvió a la dama con gesto caballeresco y su mejor acento británico: “En efecto, bella señora. ¿Lo ha leído usted?” – Es mi poeta favorito- fue la respuesta.
Y se produjo el milagro: El “inglés” se levantó de su mesa, y con un breve “me permite” tomó asiento junto a la dama, extendiéndole el libro. “Creo que disfrutará hojearlo.” Ella, con una sonrisa nada fría esta vez, lo aceptó, y a partir de ahí la conversación continúo en tonos bajos y con alguna que otra sonrisa cómplice, ante la estupefacción de los parroquianos.
Cayendo la noche, el caballero extrajo su reloj del chaleco y anunció su intención de marcharse. La dama dijo que también tenía que irse, y el “inglés”, galantemente, se hizo cargo de la cuenta de ambos; después salieron a la calle Obispo conversando amigablemente.
Al día siguiente, el dueño del café estaba encantado, más temprano que nunca comenzaron a acudir los parroquianos en número cada vez más crecido, evidentemente con la idea de ver al inglés, que debería acudir a cobrar el “bote”. Pero no regresó, ni ese día, ni el siguiente, ni tampoco la dama. En verdad, a ella nunca más la vieron, ni en el café ni en ninguna otra parte.
Para no alargar demasiado la historia, la dama nunca regresó, y el inglés no quiso dar ninguna explicación sobre lo que había ocurrido entre los dos aquella tarde ya lejana, hasta que un día los parroquianos lograron que se pasara de tragos, y por fin confesó que no había ocurrido nada, porque la bella dama, la elegante dama, la hermosa mujer, culta y refinada, era, en realidad… un hombre. Después de semejante confesión, también el supuesto inglés desapareció del mapa.
Si usted va por la calle del Obispo, no deje de mirar en la dirección del café París, y si no le agrada lo que ve, trasládese con su imaginación a lo que fue.
Yo lo he hecho, y no me arrepiento, pero de algo sí que me arrepiento amargamente: no haber preguntado su nombre a aquella maravillosa orquesta de jazz. Nunca la pude volver a encontrar, y tuve que conformarme con inmortalizarla en uno de mis relatos, JazzCuba, donde narré, con todos sus pormenores, la historia de aquella tarde mágica. (Gina Picart Baluja. Foto: Stock)
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