"Sobre la cruda desnudez de la realidad/
el manto de la fantasía".
Después de varios años sin salir de nuestra casa por temor a la pandemia de COVID-19, hicimos nuestro primer paseo y, fieles como siempre fuimos a Eusebio Leal (1942-2020), elegimos el centro histórico de La Habana, como hacíamos antes.
Comenzamos por el
Paseo Marítimo, que no habíamos podido conocer. Es un espectáculo impresionante;
nuestra bahía es hermosa, y las construcciones a lo largo del muelle son
ciclópeas, impactantes, responden a la memoria de una ciudad en sus mejores
momentos de auge, riqueza y poder comercial.
Es una pena que la
erosión marítima haya estropeado algunos tablones del Paseo, y lo es también
que, salvo dos o tres pescadores que faenaban para obtener unos pececitos
diminutos, y algún que otro joven que, de espaldas al mar, miraba deprimido
hacia la Alameda de Paula, el lugar estaba muy vacío.
Es un espacio que se podría aprovechar con
fines turísticos, colocar algunos quioscos, algunas mesitas. Es verdad que hay una especie de
restaurante-cafetería-bar de dos plantas, toda encristalada, justo junto al
Paseo, pero no es lo mismo comer o beber un trago mirando el mar a través de un
cristal que hacerlo contemplando el océano casi dentro de sus aguas,
disfrutando de la brisa marina y el olor a sal.
Pienso en un café al
aire libre, como había varios en el centro histórico; un café como los que he
visto en el Paseo del Prado madrileño, en el Barrio Latino de París, en Lisboa
y hasta en la isla de Madeira, y como solía haberlos en La Habana a lo largo
del Paseo del Prado hasta llegar casi al mar, con sus sombrillas de colores y
su alegría…
Sería muy atractivo
para cubanos y extranjeros, porque la vista de nuestra bahía como puerto de
mar, enamora el alma.
Continuamos hasta la
Iglesia Ortodoxa griega, ubicada en los jardines del convento de San Francisco
de Asís, cuya plaza sigue siendo igual de majestuosa. Es un lugar maravilloso,
en sus jardines reina una gran paz, además de contener esculturas muy originales,
como el grupo La mesa del silencio.
La Habana tiene
muchas estatuas espectaculares, pero esa es mi preferida, con sus tres
personajes cada uno sumido en su propia actividad, en su mundo interior, y tan
ajenos unos a los otros. Siempre me ha inspirado un sentimiento peculiar,
misterioso, profundo, y me hace pensar en la soledad.
Otra escultura de gran carácter que hay en esos jardines es
la de Madre Teresa de Calcuta, la monja
albanesa que se dedicó a los enfermos y los pobres en la India. Su cuerpo tan pequeño,
engurruñadita por la carga de sus años, gozó en vida de un prestigio
extraordinario, no solo entre los católicos, sino también en el mundo entero,
por la obra filantrópica que realizaba.
Después de su muerte,
ha devenido figura polémica con muchos detractores, pero me abstengo de
cualquier juicio de valor, porque Madre Teresa y sus labores están muy lejos de
mi conocimiento.
Lo que no pongo en
duda es que cualesquiera fueran sus ideas, su proyección dentro de la Iglesia
Católica y la forma en que entendió la religión a la que se consagró, ella
creía que estaba haciendo lo correcto, fue fiel a sí misma y a su fe, y hasta
su muerte mostró una gran congruencia.
También pudimos ver,
y nos entristeció muchísimo, la lápida que señala el último lugar de reposo de
Eusebio Leal, mármol blanquísimo cubierto de hermosas flores frescas.
Yo lo veneraba, y
saber que yace bajo tierra y nunca volveremos a verlo con su safari gris,
recorriendo las callejuelas a las que dio vida y nuevamente dignificó, es un
sentimiento difícil de soportar.
No había guardianes
en el lugar y, lamentablemente, el sacerdote que siempre atiende el templo, el
padre Nicolás, nuestro amigo desde hace mucho, no se encontraba presente. Nos
sorprendió ver que, a la entrada del templo, en lugar de las vitrinas donde
siempre se ofrecían en módica venta a los visitantes del templo íconos de todos
los tamaños y objetos del culto ortodoxo, hay ahora dos o tres mesas que venden
bisutería nacional, abalorios, y en una de ellas descubrimos, al precio delirante
de un dólar cada una, las mismas velas delgadas, finas, de color hueso subido
que siempre estuvieron disponibles en los oratorios interiores del templo para
que los fieles pudieran tomar una, encenderla y hacer sus peticiones o,
simplemente, orar.
Había también una especie de pizarra
exhibidora cubierta de cristal donde se mostraban banderitas cubanas recreadas
de muy diversos modos (sellos de solapa que se llevan sobre el pecho, en
sombreros y bolsos), y otras chucherías que suelen comprar los turistas como suvenires.
Esto nos pareció muy
impropio, por no decir que, en mi caso, ofendió mi sensibilidad, aunque no soy
exactamente una creyente. Dolió.
Hay quien va a los
templos buscando a Dios en alguna de sus manifestaciones, ya sea en una
mezquita, una sinagoga, una iglesia, una logia; hay quien va buscando paz, hay
quien necesita un momento de silencio para conectar con su Yo profundo, y hay
quien acude para estar relativamente a solas y reflexionar.
Pero, cualquiera que
sea el motivo por el que una persona va a un templo, casi seguro que no es por
una razón comercial. No pude evitar recordar el pasaje del Nuevo Testamento
donde Jesús, armado de un látigo, echa a los mercaderes y cambistas del atrio
del templo en Jerusalén.
Finalmente, entramos
a la iglesita, pequeña como una arqueta, reservorio, en verdad, de tesoros
artísticos exóticos que hacen sentir al visitante como si se embarcara en un
viaje al pasado, a países y culturas muy lejanos, pero que, indiscutiblemente,
son la cuna de la civilización occidental. Y allí reencontramos de inmediato
nuestro espíritu de reconexión con lo que es místico, con esa magia del
espíritu, por lo regular ausente en las rutinas cotidianas.
Las iglesias
ortodoxas en todo el mundo han sido siempre famosas por la perfección en el
arte de la pintura de íconos, que heredaron de Bizancio, y seguramente muchos
cubanos recordarán aquella joya de la cinematografía soviética, Andrei Rubliov, biopic del gran monje de La Rus, maestro pintor de iconos. Nuestro
templito ortodoxo no desmerece en ese sentido, y las obras que allí se guardan
son cuidadas con celo por el padre Nicolás.
Aunque crecí en el
seno del catolicismo por proceder de una familia con orígenes españoles, yo prefiero el arte de los íconos eslavos,
porque la pintura religiosa del catolicismo es demasiado trágica y turbulenta
para mi gusto, mientras que los íconos bizantinos reflejan la grandeza, la paz
y la serenidad del que fue el mayor imperio griego de todos los tiempos.
Hay unos íconos en
nuestro templo especialmente hermosos y con una historia conmovedora. Hace
siglos, cuando los griegos chipriotas cayeron bajo el dominio de los turcos
selyúcidas, estos quemaban sus templos, pero en uno de ellos los iconos
conservaron intactos sus rostros y sus manos. Este hecho, interpretado por los
fieles como un milagro, desde entonces se ha visto replicado en un estilo de
iconos que tienen rostros y manos de plata labrada, en memoria de aquellos que
el fuego enemigo no logró consumir. Esta clase de obras son de tal belleza que
solo quienes consiguen contemplarlas de cerca pueden apreciar enteramente su
maravilla.
Tuvimos la
oportunidad de retratar muchos de los tesoros que se guardan en tan pequeño
recinto: el altar principal, de labrado primoroso; un ícono espectacular en el
que antes no nos habíamos fijado, con una imagen que representa a la Teotokos, la Madre de Dios, como llaman
los ortodoxos a la Virgen María, en un marco dorado elaborado como filigrana;
los enormes lampadarios de bronce con sus velas encendidas, que recuerdan coronas
de realeza.
El mobiliario del
templo sigue perfectamente conservado. Fue tallado y labrado, por artesanos
griegos, especialmente para La Habana. La silla del Obispo, que a algunos puede
parecer un trono, con el águila bicéfala que Bizancio, Imperio romano de
Oriente, heredó de la Roma de los Césares.
La puerta principal
parece una obra de arte ejecutada en madera. Nuestro templo ortodoxo griego está
bajo el patrocinio de San Nicolás, obispo griego del siglo IV, patrón de niños,
marineros, pescadores, gente de mar y viajeros, que inspiró la legendaria
figura de Santa Claus, en castellano Papá Noel.
En justicia, el esplendor de la Iglesia
Ortodoxa nacional no debe atribuirse únicamente a los griegos, pues también el
doctor Leal participó en su diseño.
Afuera del templo, en el jardín, hay un gran tazón tallado en alguna clase de piedra, que podría tener un uso bautismal o lustral. Todo allí es exquisito, refinado, perfecto. (Gina Picart Baluja. Foto: red social X)
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