Es muy difícil imaginar que esa Habana colonial idílica que aparece en los grabados y libros de
historia, en los cuadros de época y en las novelas; esa Habana de quitrines y
volantas, de damiselas de piel olivácea, grandes ojos morunos y mejillas
tersas; esa Habana de caballeros con pantalones ajustados y altas botas
charoladas, que besaban manos, quitándose el guante de seda y hacían
reverencias exquisitas antes de invitar a una damita a una contradanza en el Palacio de los Capitanes Generales… Esa
Habana colonial que parece en la distancia como un cuento de hadas, tenía un
lado más oscuro que lo oscuro, un vacío temible en la simulación alegre y
elegante que supo construir: el mercado
de esclavos.
La Habana, puerta de entrada al comercio transatlántico, fue
durante siglos un emporio clave en la trata de esclavos.
Desde el siglo XVI hasta el XIX, miles de africanos fueron
traídos en condiciones infrahumanas y vendidos en mercados destinados a
abastecer las crecientes demandas de mano de obra para los ingenios azucareros,
las haciendas y el servicio doméstico de la élite colonial.
Los primeros registros de tráfico esclavista en la ciudad
datan de la temprana colonización, cuando la
Corona española autorizó la importación de africanos esclavizados para
suplir la falta de indígenas, diezmados por la explotación y las enfermedades.
A medida que el comercio de azúcar y tabaco prosperaba en el
siglo XVIII, La Habana se consolidó como uno de los mercados esclavistas más
activos del Caribe, con subastas públicas que se llevaban a cabo en plazas,
muelles y casas comerciales.
Quiero dejar en claro algo que no se ha dicho con la debida
transparencia. Los españoles no entraban al África profunda a cazar africanos.
Estos eran víctimas de guerras tribales, prisioneros vendidos por reyezuelos
propios o ajenos a los tratantes árabes, quienes los redirigían a las factorías
de la costa, por lo general manejadas por portugueses, y allí acudían los
barcos negreros a cargar su mercancía humana.
Los capitanes de esos barcos podían ser españoles, en especial cooperativas de catalanes que se asociaban
siempre para hacer negocios, pero también holandeses,
que llevaban la carga para sus colonias del Caribe; franceses que abastecían Haití; ingleses que llevaban esclavos para Jamaica, Guadalupe, Martinica y
otras islas del Caribe anglófono, y no olvidemos a los negreros portugueses, quienes desembarcaban su
carga en tierras del Brasil con rumbo a las fazendas azucareras de aquellas
tierras.
![]() |
Ilustración: tomada del diario Granma. |
Entre los puntos más destacados de venta en La Habana estaban el Muelle de Luz y la Plaza de San Francisco de Asís, donde los esclavizados eran desembarcados y exhibidos como mercancía.
Se les examinaba minuciosamente en busca de signos de fuerza
y salud, como revisarles las encías y los ojos, palpar los senos de las
esclavas en edad fértil para calcular si podían ser amas de cría, e incluso
introducir un dedo sucio en la vagina para averiguar si la mujer (o la niña)
era virgen, lo que elevaba considerablemente su precio.
A los hombres se les palpaban los músculos para comprobar su dureza, un indicador de su capacidad de trabajo, y se les revisaba el tamaño y grosor del miembro viril para tener una idea aproximada de si serían buenos sementales, capaces de incrementar los criolleros de los ingenios. Los más gallardos eran comprados para caleseros de las casas pudientes, y era el mejor de los destinos posibles para aquellos desgraciados.
Mientras el vendedor ejecutaba esta especie de ritual de ventas, los compradores negociaban precios con comerciantes y traficantes. Para muchos africanos, este momento era el cierre de un ciclo de sufrimiento iniciado con el “pasaje medio”, el brutal viaje transatlántico que los transportaba desde África en condiciones de hacinamiento, hambre y violencia.
Pero, en realidad, era solo el comienzo de una explotación
que solo terminaba con la muerte, la mutilación o el suicidio, pues los
esclavos, sometidos a condiciones de trabajo muy duras, dormían poco y, hacinados
en barracones, adquirían graves enfermedades de la piel o plagas contagiosas y
letales, como la disentería y la viruela, sin mencionar que muchos morían por
los castigos a que les sometían los mayorales, no los amos, para quienes cada
esclavo costaba una fortuna que no querían perder.
Otros sufrían mutilaciones
de sus manos y brazos en los trapiches y quedaban como “guardieros”
eximidos de trabajar. Algunos, abrumados por la falta de sueño, cayeron en los
tándems hirvientes, fueron molidos con las cañas y su sangre fue guarapo y
azúcar sin que nadie lo supiera.
Las mujeres tenían todos estos sufrimientos más uno
adicional: la violación, que podía ocurrir en la infancia, la adolescencia o la
juventud, según deseo del amo. Luego de perder la virginidad, ya podían ser usadas en secreto también por los mayorales.
Algunas dormían con el amo solo una noche, otras hasta que se suicidaban. A
muchas les quitaron sus hijos pardos y jamás los volvieron a ver. Unas pocas
vivieron como señoras, entre las que sobresalió Úrsula Lambert, dueña del
cafetal Angerona. Todas podían ser azotadas en cualquier momento hasta morir o
perder la piel de la espalda.
El mercado esclavista de La Habana no solo sostenía la economía colonial, sino que
también influía en la estructura social de la isla.
La esclavitud se convirtió en el pilar sobre el que se
construyó la riqueza de los grandes hacendados y comerciantes criollos,
generando una sociedad profundamente estratificada.
La legalidad del comercio estaba respaldada por regulaciones
que imponían impuestos y tarifas a la importación de esclavos, mientras la
Iglesia intentaba suavizar su impacto mediante doctrinas cristianas que, paradójicamente, justificaban la servidumbre.
Pese a la dureza del sistema esclavista, la resistencia fue
una constante. Los esclavos recurrieron a diversas formas de oposición: desde
la desobediencia cotidiana hasta fugas
organizadas hacia los palenques de cimarrones.
En las montañas y bosques cubanos, estos grupos de esclavos
fugitivos construyeron comunidades autónomas, desafiando la autoridad colonial
y convirtiéndose en símbolos de libertad.
El proceso de abolición en Cuba fue complejo y tardío.
Mientras en otras regiones de América la esclavitud desaparecía gradualmente,
en la isla persistió hasta 1886, en
gran parte debido a la dependencia económica de la producción azucarera. No
obstante, para entonces el sistema mostraba signos de desgaste por las
presiones abolicionistas y los movimientos de resistencia dentro y fuera del
territorio cubano.
Hoy, el estudio de los mercados esclavistas de La Habana es
clave para comprender el impacto de la trata en la estructura social cubana.
La historia de la esclavitud sigue presente en la memoria de sus descendientes, en las expresiones
culturales y en la composición demográfica del país.
Entender el pasado con rigor y sensibilidad es fundamental para reconocer la dimensión humana de un sistema que marcó la historia de Cuba y sus habitantes. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: Ecured)
ARTÍCULO RELACIONADO
Desembarco clandestino de esclavos en La Habana colonial
FNY