La moda como resistencia y símbolo en la Habana (1850–1930)

EPOCA COLONIAL


En la Habana, donde la opresión colonial se vivía incluso en el cuerpo, la moda fue una forma de resistencia silenciosa. 

Entre 1850 y 1930, las mujeres habaneras —negras, mulatas, blancas, pobres, burguesas— usaron el vestido como escudo, como lenguaje, como afirmación de identidad.

Durante la Guerra de los Diez Años, La Habana estuvo aherrojada por España. No participó activamente en la gesta, pero sus mujeres tejieron gestos de rebeldía en la tela. El uso del mantón de Manila, por ejemplo, se convirtió en símbolo de elegancia criolla, pero también de afirmación cultural frente al modelo europeo.

Las habaneras lo llevaban con orgullo, bordado con flores tropicales, como si dijeran: “Aquí estamos, y somos distintas”.

El abanico, más que accesorio, fue lenguaje. En los salones y paseos, las mujeres lo usaban para comunicar sin hablar: abrirlo lentamente significaba interés; cerrarlo con fuerza, rechazo. 

Era un código secreto en una ciudad donde hablar podía costar caro. Mucho más si su lenguaje no resultaba ser de amor y seducción.

Las negras libres y las mulatas, muchas de ellas costureras, modistas o lavanderas, crearon estilos propios. Mezclaban telas de desecho con encajes reciclados, y lograban atuendos que desafiaban la lógica de clase. Su presencia en el Paseo del Prado era una declaración: “No somos invisibles”. 

Los libros de Historia de Cuba cuentan cómo las criollas que se encontraban presentes en el teatro Villanueva la noche del 22 de enero de 1869, durante la representación de la obra independentista Perro huevero, llevaban en los escotes de sus lujosos o humildes trajes, o prendida del cabello como moños de adorno la escarapelas tricolor que simbolizaba la bandera de los independentistas cubanos.

Esa fue una de las razones que alegaron los tristemente célebres Voluntarios para justificar la masacre que cometieron aquella infausta jornada. Entre los asistentes también se encontraban los jóvenes José Martí y Fermín Valdés Domínguez.

¿Quién no recuerda aquella escena del filme Martí, el ojo del canario, del cineasta Fernando Pérez, donde la gran actriz Brocelianda Hernández, en el papel de Leonor Pérez, busca desesperada por las calles a su hijo rebelde en medio de aquella balacera que dejó unos cuantos cuerpos yaciendo sobre las calles adoquinadas?

Y hablando de escotes, ¿en cuántos pechos de las criollas hermosas de todas las razas viajaron escondidos notas y esquelas, mensajes, planos, noticias de la guerra? 

Nunca lo sabremos, pero sin duda era el único lugar donde las autoridades españolas lo pensarían unas cuántas veces antes de meter la nariz, sobre todo si se trataba de damas de familias criollas o españolas poderosas y respetadas.

Las habaneras de la colonia no pudieron irse a la manigua debido al estricto control militar que cercaba la capital, pero libraron su propia guerra.

Durante la República, la moda se volvió más política. Las sufragistas habaneras adoptaron el blanco como color de lucha. Las maestras usaban trajes sobrios pero elegantes, afirmando su lugar en la esfera pública. Las artistas, como María Teresa Vera, vestían con mezcla de masculino y femenino, desafiando los cánones.

La moda también fue duelo. Las viudas usaban negro riguroso, pero algunas lo combinaban con detalles de encaje o joyas heredadas, como forma de mantener viva la memoria. El vestido era altar.

En La Habana, la moda no fue frivolidad. Fue resistencia, símbolo, y narrativa corporal. Cada prendedor, cada tela, cada costura hablaba de una ciudad que, aunque silenciada por el poder, nunca dejó de expresarse. 

Por Gina Picart 

SST

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