Fina García Marruz ha muerto, y sería pecado de lesa
indiferencia dejar pasar su cruce al otro lado del espejo sin algo que decir.
Pero después del excelente texto publicado por Cubadebate,
decir algo se me antoja una tarea para mí tan ardua como si se me invitara a
escalar una montaña.
Muchas veces la vi mientras frecuenté la vida pública, siempre
al lado de su esposo, su novio de adolescencia, su amor. Yo la percibía como un
velo sutil que flotaba en el viento con finísima trama, para no interferir ni
por un instante el brillo de las luces que siempre rodeaban a Cintio Vitier. Ella y yo nunca
hablamos, y a pesar de las tres ocasiones en que él me invitó a visitarlos, no
lo hice. Yo sabía que podía comunicarme fluidamente con Cintio, pero con ella
me parecía imposible.
Como
varias de las más grandes y auténticas poetas cubanas, fue una mujer hecha de
recogimiento y silencio, me recordaba a Dulce María Loynaz,
siempre huidiza, penumbrosa, lejana. A mi propia Maestra, Beatriz Maggi…
Mujeres como esas semejan una fragancia tenue que queda cual estela cuando
ellas pasan, pero se disipa al más mínimo roce. Acercárseles requiere una
osadía del espíritu que, lo confieso, me falta. Tengo, además -impresión
instintiva, supongo-, la tendencia a presentir secretos en esos espacios
inmateriales defendidos con el distanciamiento del mundo por coraza, como
torres sagradas que guardan doncellas y levan sus puentes para impedir la
entrada del dragón. Y para cierta clase
de almas la sospecha de un secreto cierra el paso con más eficacia que una
muralla.
Siempre ha llamado mi atención el hecho de que las poetas más
relevantes de Cuba fueran mujeres de tan profunda y contenida femineidad y por
voluntad propia alejadas del mundo, todas menos La Avellaneda, quien escogió
para su paso por la vida los grandes escenarios del triunfo y los laureles. A
Dulce la impusó en la sociedad letrada de Hispanoamérica la indetenible
determinación de su esposo Pablo Álvarez de Cañas. Juana Borrero dejó una obra
escasa y, tal vez, sin su enigmático vínculo con Julián del Casal, no gozaría
hoy del reconocimiento que, medio velado de olvido, disfruta en Cuba. Pero Fina, tan distante y hermética, fue
una criatura mágica que logró en ámbitos privados y públicos todo lo que se
puede ambicionar por el único hecho de existir, y cuando digo existir entiéndase que
hablo de su total consagración a la esencia visceral de la poesía. Qué
diferentes todas ellas de las generaciones nuevas de mujeres que escriben
versos y, malos o buenos, venden sus imágenes en las redes sociales a todo
bombo y platillo, publican sus fotos sin cesar, anuncian sus premios ellas
mismas, sus viajes, sus logros, se hacen entrevistar por sus amigos y utilizan
sus escritos como una herramienta más de venta de sus nombres en el mercado
donde el opus
nigrum del arte se trasmuta en materia vil, pero pocas veces
en el oro espiritual del alquimista.
No voy a repetir aquí su curriculum extraordinario, sus premios nacionales e internacionales, sus medallas y honores. No voy a repetir que se la considera una de las poetas más importantes de Hispanoamérica, porque ya todo eso se ha dicho de manera suficiente. Yo la admiraba mucho, su manera de ser, su extraordinaria delicadeza, su exquisitez. Fina, que mejor nombre podía tener, aunque también fue una joven de belleza romántica y conmovedora que se incrustó como raíz perenne en otros corazones sensibles de su tiempo, pero ella fue una Reina de Corazones que jugó una sola partida de amor hasta su fin. Su nieto el pintor, escritor y editor José Adrián Vitier, me contó que después de la muerte de Cintio ella continuaba su diálogo con él como si estuviera vivo, y así lo confesó ella misma en cierta ocasión. Es una anécdota de intimidad, lo sé, pero tan plena de sublimidad que no puedo renunciar a ofrecerla.
Fina tuvo la suerte de pertenecer al grupo Orígenes, último
momento colectivo de alta cultura en esta isla asfixiada por sus palmas. Los
nombres de sus miembros no han podido ser igualados y no tienen relevo en el
panorama literario nacional a pesar de las décadas transcurridas, en parte, tal
vez, porque fueron, en mi humilde opinión, la última generación culta de las
letras cubanas. Recuerdo que una tarde fui a la Biblioteca Nacional en busca de
un libro titulado Los
cultos de la sangre en la Grecia clásica, y si no era ese el título
literal, era el tema. Entregué mi ficha a la bibliotecaria y me senté a
esperar. No tengo mucha paciencia, así que cuando estimé muy larga la demora me
acerqué al mostrador y reclamé mi pedido. La bibliotecaria revisó unos
documentos y me informó con expresión muy circunspecta que ese libro lo habían
sacado Cintio y Fina como préstamo especial para un estudio que estaban
realizando y lo tendrían por tiempo indefinido. De la cultura de Lezama,
ecuménica, insaciable y enfocada en los más extraños temas, no necesito decir
nada porque es bien conocida. El Doctor Agustín Pi, quien fuera mi compañero de
trabajo en el periódico Granma, era tan culto que para todo se le llamaba y se
le pedía su juicio, y su dictamen era estrictamente respetado. De Eliseo…, qué
decir de Eliseo, parecía el Judío Errante que hubiera visitado todas las
bibliotecas del planeta, y era un apasionado de la cultura celta. Me tienta la
idea de decir que Fina fue la Musa de ese grupo de formación humanista, una
musa púdica, más aun así, telúrica.
La poesía y la vertiente ensayística de Fina y Cintio siempre me
han interesado, pero son sus estudios sobre José Martí los que me acercan a
ellos con ese sentimiento tremendo de la sangre compartida, en este caso la
sangre del espíritu. Encontré, en Cubadebate creo, un texto de Fina sobre
Martí, un texto deslumbrante y que resume como nadie lo había hecho antes ni lo
ha hecho después -salvo, quizá, el cineasta Fernando Pérez con su filme El ojo del canario-,
lo que Martí significa para cada cubano, cómo es sentido dentro del alma
nacional, cómo lo vivimos cada uno de nosotros en el día a día de nuestro
interior, y quiero reproducir un fragmento aquí:
… Acaso por esto, siempre nos parece que los demás nos lo desconocen o fragmentan, porque cada cubano ve en él, un poco, su propio secreto. Y así lo vemos como el hermano mayor perdido, el que tenía más rasgos del padre, y al que todos quisiéramos parecernos porque contiene nuestra imagen intacta a la luz de una fe perdida. Pensamos que si estuviera entre nosotros todo sería distinto, lo cual es a la vez lo más sencillo y lo más misterioso que se pueda decir de alguien. Desconfiados por hábito o malicia, creemos en él a ciegas; enemigos de la rigidez de todo orden, aun del provechoso y útil, nos volvemos a este austero en quien la libertad no fue una cosa distinta del sacrificio; burlones y débiles, buscamos, como a invisible juez, la gravedad de este hombre, poderoso y delicado. Él es el conjurador popular de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza, y olvidadizos por naturaleza, rendimos homenaje diario, profundo o mediocre, a aquel hombrecillo de cuerpo enjuto, de frente luminosa y ojos de una penetrante dulzura, que tiene esta irresistible fuerza: la de conmover.
Para alguien que conoció a Fina tan poco como yo, sería un
imperdonable acto de vanidad la demasía de palabras. Pero me queda una última
reflexión: Hay un tema que toda la vida ha colonizado una parte importante de
mis pensamientos: la máscara humana, la que todos llevamos sabiéndolo, o ajenos
a que ocultamos tras ella no solo nuestros rasgos, sino nuestros sentimientos y
pensamientos más verdaderos y más secretos, ya sea por maldad o por pudor. Hoy
encontré un soneto de Fina que nunca había leído, y me ha revelado un aspecto
de su humanidad que no le sospechaba: la percepción psicológica que hiere como
un puñal y ofrece para sanar un bálsamo de Virtud; la Virtus que fue tan cara a
la concepción del héroe grecolatino; la Virtud en cuya utilidad Martí
creía con toda la pasión y la eticidad que rigieron cada acto de su existencia:
Ama
la superficie casta y triste...
"Sé el que eres"
Píndaro
Ama
la superficie casta y triste.
Lo profundo es lo que se manifiesta.
La playa lila, el traje aquel, la fiesta
pobre y dichosa de lo que ahora existe
Sé
el que eres, que es ser el que tú eras,
al ayer, no al mañana, el tiempo insiste,
sé sabiendo que cuando nada seas
de ti se ha de quedar lo que quisiste.
No
mira Dios al que tú sabes que eres
-la luz es ilusión, también locura-
sino la imagen tuya que prefieres,
que
lo que amas torna valedera,
y puesto que es así, sólo procura
que tu máscara sea verdadera.
Junto a su amado Cintio. |
(Gina Picart. Fotos de Prensa Latina, Twitter y ACN)