Aunque no han de existir en el mundo muchas necrópolis que presuman de albergar el sueño eterno de un escritor célebre y sus personajes, la nombrada Cristóbal Colón, en La Habana, ostenta ese blasón.
Cirilo Villaverde, consagrado como el primer gran novelista de Cuba y
autor de nuestra novela fundacional, Cecilia Valdés o la Loma del Ángel,
yace en un hermoso panteón de mármol adornado con un obelisco, y no muy lejos,
en una tumba modestísima, tienen su último reposo los restos mortales de quien
fue, quizá, la musa viviente del escritor.
La existencia real
de Cecilia Valdés ha sido, desde la aparición de la novela en Nueva York, una
tesis muy controvertida, pero no salió de la imaginación excitable de algún
lector entusiasta o de los esfuerzos de un crítico literario prolijo e
interesado en la Historia, sino de un fragmento de una carta escrita por el
propio Villaverde a un conocido, donde confiesa que, para crear el personaje,
se inspiró en “una mulata muy linda con quien llevó amores Cándido Rubio”, su condiscípulo
y amigo, en La Habana.
Si la musa, quien
sin duda se paseaba en chancleticas por los adoquines coloniales, triturando
corazones de todas las razas —como Villaverde la describe—, se llamaba o no
Cecilia Valdés, es un enigma difícil de esclarecer después de tanto tiempo,
aunque la tumba que en el cementerio lleva su nombre parece arrojar bastante
luz sobre los hechos.
La lápida que corona la pobre sepultura fecha la
muerte de su ocupante el 21 de mayo de 1893, lo que concuerda con la época en
que se desarrolla la historia de la Cecilia literaria. La novela termina cuando Cecilia, enloquecida por la
muerte de Leonardo, que involuntariamente ha provocado, sufre las secuelas de
su parto y es internada en un asilo para dementes.
Es aún una mujer
muy joven, que no llega a los veinte años. Su destino acaba aquí para el
lector, quien queda obsesionado por esta vida que se hunde en el silencio y el
olvido.
¿Qué fue de
Cecilia Valdés, privada del apoyo de su amante, desconocida por su padre
biológico y ya sin su abuela Chepilla ni su amigo incondicional, el sastre José
Dolores? La demencia borra la identidad. “No te rías de la locura, es peor que
la muerte”, dice un personaje del dramaturgo norteamericano Tenessee Williams.
Pero si la locura
no deja huellas del ser en el mundo, la muerte, paradójicamente, sí lo hace. En los libros de inhumaciones de la
necrópolis Cristóbal Colón consta que en esa fecha se dio sepultura a una mujer
llamada Cecilia Valdés, natural de La Habana e hija de la Real Casa de
Maternidad, tres datos que coinciden con el personaje creado por Villaverde.
Un cuarto dato
casi disipa ya cualquier duda residual: la fallecida era mestiza. Murió a la
temprana edad de 39 años, lo que indica que sobrevivió por más de dos décadas a
su final literario. Horroriza pensar que lo haya hecho en aquel asilo de
dementes, donde, como único consuelo, dice Villaverde, que encontró a su madre
Charo Alarcón.
Una vida infernal
sin ninguna semejanza con la existencia colmada de amor y placeres con que
Cecilia soñaba. En vez del blanqueamiento que tanto anhelaba, se hundió en la
negrura más profunda. Su hija recién nacida tendría su mismo fatum:
crecería sin su madre loca, quién sabe cómo y, para desgracia mayor, cargando
sobre sus hombros el estigma de ser fruto de un incesto.
Pero hay otro
lugar en La Habana donde Cirilo y Cecilia forman un dueto eterno, o al menos lo
será mientras exista la ciudad. Es la iglesia del Santo Ángel Custodio, en la Loma del Ángel, en cuya plazoleta se
alza una escultura en bronce del artista Eric Rebull que recrea la imagen de
Cecilia. A pocos metros, un busto de Cirilo Villaverde, colocado en 1946 en una
hornacina de la fachada del templo, parece contemplarla, sumido en
meditación silenciosa que acompaña una vaga sonrisa.
Una reflexión
sobre este emparejamiento que se mueve entre la ficción y la vida (o la muerte)
real, induce a un escritor a cuestionamientos un tanto metafísicos: ¿Qué lazos
forja la escritura con las creaciones de nuestra imaginación? Y se puede ir aún
más lejos: ¿acaso existen vasos comunicantes entre lo que escribimos los
escritores y la manera en que se moldea la realidad? ¿Influye la materia
literaria sobre la marcha de la existencia? ¿Somos, en verdad, demiurgos?
Conan Doyle decidió matar a Sherlock Holmes para
librarse del personaje, que lo acosaba, y nunca lo logró. La historia de la literatura abunda en casos de
escritores que terminaron estableciendo una relación morbosa con alguno de sus
personajes o con las historias que crearon para ellos.
La sospecha da miedo, y aunque los escépticos digan que es muy lógico que Villaverde y Cecilia estén enterrados en el cementerio capitalino por ser habaneros y esa era, entonces, la única necrópolis de la ciudad, y en definitiva no existen pruebas fehacientes de que esa muerta sea la musa del escritor, a mí el connubio me sigue impresionando, como todo lo que parece sobrenatural, aunque no lo sea. (Gina Picart)