El poder siempre ha dispuesto de las leyes para marcar la diferencia entre las clases sociales. Hay muchos ejemplos de ello en la Historia, pero mencionaré solo unos pocos ocurridos en el llamado Viejo Mundo para pasar, después, al modo cómo se manejaban algunos aspectos de ese poder en la Cuba colonial.
En el sur de Francia, en el país llamado Languedoc, fronterizo con los reinos del norte de
España y en particular con Aragón, de cuya casa real se consideraban vasallos
los señores franceses, se desarrolló, junto con una aristocracia poderosa y
guerrera, una clase burguesa muy importante e influyente.
Tolosa y Narbona fueron las dos ciudades donde esta
clase alcanzó mayor preponderancia y la burguesía tenía que gobernar con ella y
no de espaldas a ella. No era una relación opresiva ni dolorosa para ninguno de
los dos grupos sociales, porque tanto los condes de ambas ciudades y sus
cortesanos como los señores burgueses estaban unidos por una misma religión, el
catarismo, que predicaba la igualdad, el amor y la solidaridad entre los
hombres.
Sin embargo…las damas nobles, cuyos maridos y amantes
—extraordinariamente ricos y propietarios de unas tierras feraces que
proporcionaban a las arcas nobles ríos de oro— complacían todos sus caprichos y
las colmaban de joyas costosísimas, pieles de gran valor y regalos exóticos que
habían traído de sus incursiones en las Cruzadas o de sus relaciones
comerciales nunca interrumpidas con los sarracenos.
Estas propietarias de castillos montañeses, siempre
confinadas en ausencia de sus esposos, mantenían pequeñas cortes llamadas
“cortes de amor”, donde se daban cita los trovadores más célebres del país para
cantar la belleza de sus señoras, se celebraban torneos de caballeros y se
gozaban muchas otras finezas y diversiones. Era un mundo lleno de encanto, pero…las esposas de los ricos burgueses,
sus hijas y hermanas, también poseían capital, también eran bellas y, educadas
por los sacerdotes cátaros, eran refinadas y cultas, y los trovadores
terminaron por reparar en ellas, y los comerciantes judíos llamaron a las
puertas de sus casas de ciudad para ofrecer sus ricos tejidos de Asia, sus
perfumes griegos, sus chapines árabes de seda y pedrería.
Las burguesas se engalanaron, se dejaron ver en
sociedad, sobre todo en los domingos de iglesia, y ahí mismo comenzó la gran
guerra social, porque las damas aristócratas no estaban para nada dispuestas a
compartir escena con las plebeyas enriquecidas ni a dejarse robar sus bellos
trovadores.
Se dictaron leyes muy severas sobre el vestuario, las joyas, los peinados y el calzado. Solo se permitía a los burgueses y sus mujeres llevar tejidos poco refinados, más bien bastos, como la lana y la sarga. Nada de seda, nada de pieles, nada de perlas ni oro, y por supuesto, ninguna dama que no fuera noble podría mantener en su casa una corte de amor. Solo los castillos podían ser escenario para esta clase de culto a la poesía y la belleza. La nobleza del Languedoc también secuestró la cultura. (Gina Picart)