Se dice que la narrativa del siglo XXI comienza en los años 80 o 90 del XX. Pero no se puede emitir una opinión, sin antes observar cómo han ocurrido las cosas en el pasado.
El siglo XX no comenzó a adquirir su propia fisonomía
literaria hasta los años 20.
Joyce y Proust, padres de la novela moderna, estaban
escribiendo en esa época sus grandes obras.
Joyce, nacido en 1882 y muerto en 1941, escribió Ulises, su obra de madurez, de 1918 a
1922.
Proust vivió de 1871 a 1922, año en que terminó el
último tomo de En busca del tiempo
perdido, y, si observamos a otros grandes novelistas europeos de entonces,
nos daremos cuenta de que no habían comenzado a escribir en los años 80 y 90 del
siglo XIX.
Es verdad que en todas las manifestaciones del
pensamiento humano existen los precursores —Leonardo da Vinci es un paradigma
muy ilustrativo de esa anticipación—, pero no se debe confundir los albores de
una corriente de pensamiento y sus precursores con esa misma corriente ya
madura y perfectamente caracterizada. Son fases diferentes de un mismo
fenómeno.
Ahora, si se piensa en términos cronológicos,
entonces por aritmética simple, se impone que quienes comienzan a escribir en
el primer cuarto de un siglo a los 20 o 30 años de edad, nacieron en los
finales del siglo anterior.
Ubiquémonos en el presente: la posmodernidad se inició
en la segunda mitad del siglo XX, aproximadamente en la década de los 60 hacia
los 70 de esa centuria, cuando se hizo evidente la invalidez de las utopías
para salvar al mundo; pero, por ejemplo, la novela El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, que es anterior a esa
data, podría ser considerada una clara precursora de la posmodernidad, puesto
que analiza, tal vez como ninguna otra obra literaria lo haya hecho, la muerte
de la utopía revolucionaria.
Sin embargo, por el hecho de que Alejo haya escrito
esa novela no podemos decir que la posmodernidad empezó cuando la escribía. No
creo que exista una ley reguladora que establezca fijos de repetición para el
fin y el comienzo de los movimientos literarios.
No se debe olvidar que los cambios artísticos
guardan relación con los cambios históricos, económicos y sociales, y suelen
reflejarlos, y nosotros no sabemos qué pasará en la historia, la sociedad y la
economía de este siglo que apenas comienza.
No se puede pensar en el arte, obviando sus vínculos
con lo demás. Por todo lo anterior, a mí no me parece que la literatura del
siglo XXI haya comenzado en los últimos 20 años del siglo XX. Al menos no en
Cuba.
Debemos ser objetivos y no dejarnos llevar por
entusiasmos ni pasiones: estamos en la segunda década del XXI, en un país que
hasta hoy carece de amplio acceso a muchas tecnologías de la información que
resultan clave para el desarrollo de la cultura en el mundo actual, y en estas
condiciones resulta aventurado ponerse a profetizar cuál es o cuál va a ser la
literatura del siglo XXI, cuándo comenzó y quiénes la representan o van a
representarla en el futuro mediato.
Los escritores que ahora tenemos 50, 60, 70 años estemos
en condiciones tal vez de seguir escribiendo otros 20, más o menos hasta 2030,
por lo que no podríamos cubrir los restantes 70 años del siglo XXI, así que los
escritores cubanos representativos de este siglo podrían estar ahora en el
círculo infantil, mascando biberones.
Existe una cierta tendencia de la crítica a analizar o
estudiar las nuevas promociones de escritores de narrativa de ficción y a su
obra, desde el punto de vista temático, llegando a obviar en ocasiones los
recursos técnicos utilizados en su trabajo. Se ve qué se dice, olvidando un poco el cómo lo
hacen.
En Cuba, hay críticos literarios de altísima capacidad
profesional; otros son académicos que pretenden hacer crítica literaria sin
admitir que la condición académica no basta para que alguien pueda desempeñarse
como crítico certero y lúcido; hay periodistas especializados que hacen reseñas
de libros; y abundan los ineptos sin la menor idea de lo que es la crítica
literaria ni cuál es su función, y que emprenden la labor porque les gusta o
porque son amigos elogiando a sus amigos, y enemigos defenestrando a sus
enemigos, o intelectuales oportunistas que, por una parte, esgrimen un silencio
conveniente, y por otra, mucho tambor de hojalata.
La formación de un crítico literario es muy compleja y
requiere mucho tiempo para que el sujeto pueda estar en posesión de la
necesaria cultura, el necesario conocimiento y de una verdadera madurez del
criterio.
Hay demasiados aficionados entusiastas sin conciencia
de sus limitaciones.
Es casi imposible que se pueda hablar con propiedad de
aquello que no se conoce o se conoce insuficientemente, por eso es tan difícil
hablar del cómo se hace la literatura nacional que los cubanos estamos leyendo.
Conste que no estoy contra la crítica impresionista,
que incluso suelo preferir a la académica, cuando se trata de crítica destinada
a medios de difusión masivos. Solo que a la crítica impresionista muchas veces
le falta rigor profesional, mientras a la académica le falta alma, porque no se
puede perder de vista que la obra literaria no es solo un conjunto de gramemas,
fonemas, morfemas, sintagmas y técnicas narrativas. La obra literaria tiene
también planos semióticos y humanos que no pueden quedar fuera de la atención
del crítico.
Resumiendo: hoy se habla más del aspecto temático de las obras que de su aspecto formal porque, para analizar el aspecto formal de la literatura, se requiere una preparación intelectual y profesional que no se consigue debajo de las piedras. Cada cual llega hasta dónde puede. Así de simple. (Gina Picart. Foto: Cubatesoro)