La evolución es tan necesaria en narrativa como en cualquier otra esfera de la vida, pero ¿podría justificarse una experimentación total y constante que llegue incluso, en ocasiones, a afectar la comunicación autor-lector solo por esa necesidad evolutiva?
Cuando las formas ya han dado de sí todo lo que se
requería de ellas, tienen que dar paso a formas nuevas. Esa es una
ley del universo que se refleja en todas las cosas, y la literatura no es una
excepción.
Además, todo lo que un artista —y un escritor lo es—
haga inducido por los requerimientos de su sensibilidad creadora es
absolutamente válido. Pero evolución y experimentación no son sinónimos, y
tampoco lo son búsqueda y experimentación en el sentido que se le está dando a
esa palabra en este discurso.
Hay personas que tienen tendencia a dejarse esclavizar
por las modas, y algunos escritores creen que es chic “experimentar”,
convirtiendo sus textos en algo semejante al sinsentido de un idiota, y creen
que si no lo hacen no serán juzgados suficientemente posmodernos; es un estado
de opinión contagioso, una especie de virus que ataca más a los escritores que
se mueven en grupos, talleres literarios, asociaciones, etc…
En cuanto a si la experimentación lesiona la
comunicación con los lectores, diría que el artista busca en primera instancia
expresarse, y toda comunicación es un proceso bipolar que consta siempre de un
emisor y un receptor a quien va destinado el mensaje.
Incluso, cuando un escritor guarda sus textos y no los
hace públicos, en el momento de crearlos está trasmitiendo su pensamiento y sus
sentimientos a un receptor potencial que puede incluso ser un doble de sí
mismo, su alter ego y hasta su propia sombra, hablando en términos junguianos,
pero siempre creamos para un otro.
Cuando un escritor quiere “experimentar” y comienza a
oscurecer sus textos deliberadamente, empieza a desvirtuarse en él la
naturaleza primigenia del acto de creación.
El individuo que encripta su discurso para que nadie
pueda descifrarlo se está moviendo en niveles que ya no pertenecen a la esencia
comunicadora del arte, sino más bien a la locura o al espionaje, lo que no
significa que el escritor tenga que amarrarse a los niveles más elementales de
la intelección, que tenga que escribir con chatura canónica para que su texto
pueda ser comprendido por todos los habitantes del planeta.
Uno escribe en consonancia con su nivel cultural y su
capacidad intelectual, habla de lo que le interesa como individuo y lo hace a
su modo, y generalmente teniendo en cuenta a determinado tipo de público;
cuando uno escribe tiene en mente lo que considera su lector ideal.
Confundir experimentación con oscuridad deliberada e
indescifrabilidad es error propio de principiantes y diletantes, o de gente
con un ego muy exaltado que convierte sus textos en una especie de cota para
retar al lector a que intente igualársele, o para crearse una leyenda de
entidad superior que habla en un idioma superior destinado a seres superiores.
O cosa de dementes.
La verdad es que cuesta trabajo imaginar a un escritor
que se esconde debajo de su mesa y comienza a escribir en un lenguaje cifrado.
Conviene recordar, una y otra vez, que cada texto
demanda su propio tratamiento formal. A veces, a un autor se le ocurre una
historia que, para alcanzar un máximo de eficacia, no podría estar narrada con
una estructura clásica, cronológica, y secuencial, sino te exige un tratamiento
menos convencional.
Esto es algo que el escritor sabe de un modo mitad
intuitivo y mitad por destreza en su oficio. Pero es de vital importancia
señalar que, ya sea experimental o convencional, el trabajo de un artista, si
es honesto, merece respeto, rige para el creador un principio de libertad
individual que no debe ser violado.
Si alguien quiere escribir textos oscuros porque desea
experimentar o cree que lo está haciendo, es su problema. Si el libro no me
gusta, no lo leo, y caso cerrado.
Tampoco hay que caer en el otro extremo de la circunferencia
y obedecer a las masas acomodaticias de lectores que quieren que los escritores
les contemos eternamente el cuento de la buena pipa.
Mucha gente se queja de no entender a Lezama, pero
muchos lo disfrutan a plenitud. No debemos decir abajo lo que sube, sino
que suba lo de abajo.
La impostación, la artificiosidad y las moderías no
tienen nada que ver con el auténtico proceso de creación. Son fraudes. Pero el
que los fabrica tiene todo su derecho de hacerlo. Toca al lector discernir
entre lo bueno y lo malo, y si no puede, es un mal lector. (Gina Picart.
Foto: Habana Radio)
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