Castillo de La Real Fuerza, hacia el blindaje defensivo de La Habana (+ fotos)


Desde que la Corona espñola supo que en 1553 las obras de la Fuerza Vieja aún presentaban serias dificultades para la defensa de San Cristóbal de La Habana, ordenó construir una segunda fortaleza capaz de enfrentar con éxito los ataques de corsarios y piratas, que continuaban acosando a la villa.

Sin embargo, la construcción del Castillo de la Real Fuerza no comenzó hasta el 1ro. de diciembre de 1558, tres años después del devastador ataque del corsario francés Jacques de Sores.

El nuevo enclave distaba 300 metros de donde había estado su antecesora, y se encontraba dentro de los límites de la primitiva plaza de la villa, frente al canal de entrada de la bahía, donde se alzaban las casas del Cabildo, del Gobernador y de los principales vecinos, entre ellos la familia fundadora de los Rojas, quienes, como ya habían hecho antes para la construcción de La Fuerza Vieja, volvieron a donar su residencia para la defensa de la villa, más necesaria ahora que nunca.

Para 1561 ya San Cristóbal de La Habana se había convertido oficialmente en el punto central de encuentro de la Flota de Indias, hoy llamada por los historiadores Carrera de Indias, red de comunicaciones navales conformada por navíos mercantes y otros de carácter militar que custodiaban a los primeros durante su travesía de España al Nuevo Mundo y de regreso a la Metrópoli, cargados con las riquezas extraídas de las colonias de la Corona.

La imponente Flota de Indias en altamar bajo cielos de tormenta


En San Cristóbal de La Habana, las naves se abastecían de productos necesarios para continuar la travesía. Las flotas llevaban a bordo unas dos mil 250 personas, entre gentes de mar y guerra, y su importancia era tal que se convirtieron en el principal objetivo de la piratería internacional, en especial de los corsarios franceses, ingleses y holandeses, cuyas naves estaban perfectamente equipadas para el ataque, gracias al respaldo de sus países. El doctor Eusebio Leal (1942-2020), "eterno historiador de la Ciudad de La Habana", describió así los tesoros que transportaba la Flota entre dos mundos:

El oro y la plata fundidos y labrados; el palo del tinte obtenido en las costas de Campeche y Honduras, la lana de Alpaca y los tejidos deslumbrantes del mundo andino; las esmeraldas que siglos después acrecentarían la fama de las minas de Colombia; las plumas de aves, entonces inimaginadas, aplicadas en incomparables bordados en dalmáticas y mitras para los pontífices y príncipes de la Iglesia, ejemplo de lo cual es la mitra de San Carlos Borromeo, tesoro de la capital de Milán, obras de artistas de México que quedarían para siempre en los tesoros de las basílicas y catedrales europeas; las maderas, que como el ébano negro, la caoba ropa y el violáceo palisandro, permitirían creaciones enteramente nuevas en el mobiliario occidental. Los cueros de Cuba, que tenían como destino final los talleres de Córdoba, la ciudad que había dado nombre y fama al califato árabe en la España musulmana. Pieles repujadas e iluminadas guardan hasta hoy, recubriendo las arcas y las fundas de las armas, su remoto origen en la isla del Caribe. Otras especies y frutos como el maíz, la papa, el camote, la mandioca, el cacao… conquistaban o adquirían para sí la condición de rarezas entre los comestibles novedosos mientras el tabaco inundaba con su humo azul los más legítimos salones del Viejo Mundo. […] De esta forma, entre marzo y agosto de cada año, anclaban los galeones, y volcaba  sobre la ciudad a miles de marinos y pasajeros, para los cuales debían prepararse hostales y tabernas, y a quienes se les ofrecía además, las posibilidades de participar en las últimas contrataciones a que la convergencia de tantas y tan diversas mercaderías daba lugar. No ha de omitirse que, de entre ellas, resultaban de interés excepcional las del Lejano Oriente, que tomaban tierra en las playas de Acapulco luego de costear la Baja California, y tenían como punto de partida la ciudad de Manila, en Filipinas, desde la cual, a partir de 1565, se expandían las porcelanas de China, los bordados en seda, las perlas y perfumes, los marfiles, las lacas y las piedras duras, los cuales una vez en tierra firme eran llevados del Pacífico al Caribe, y desde el puerto de Veracruz eran embarcados con destino a La Habana, donde escalaban para luego continuar hacia la ciudad de Sevilla. […] La Habana se había convertido en la escala más importante de las Indias, lugar de paso ayer, base de aprovisionamiento, ruta de aventuras y descubrimientos portentosos, la ciudad se transforma aceleradamente en la más próspera urbe de entre aquellas que preside la audiencia primada de Santo Domingo.[1]

Las labores de construcción, iniciadas bajo la dirección del ingeniero militar Bartolomé Sánchez, avanzaban con mucha lentitud unas veces por falta de dinero y otras de de mano de obra, sin contar las pequeñas conspiraciones internas entre los diferentes funcionarios coloniales, que entorpecían la buena marcha de los trabajos. En 1562 y tras muchas vicisitudes, el maestro de cantería Francisco Calona sustituyó a Sánchez al frente de las obras y se reanudó la construcción del edificio, aún  en los cimientos. Calona fue víctima de las mismas dificultades e intrigas que había enfrentado su antecesor, y solo veinte años más tarde, en 1582, consiguió terminar la fortaleza.

El castillo de La Real Fuerza fue construido con la dura piedra del litoral habanero, en estilo renacentista con algunos rasgos medievales, y siguiendo las reglas de la arquitectura militar de la época.

Lo separaba de las casas vecinas una explanada rodeada por un ancho foso con puente levadizo que dificultaba el acceso del enemigo, y la cercaban muros de sillería de más de 6 metros de espesor y 10 de altura.

El edificio tiene planta estrellada que contiene un cuartel con cuatro baluartes, orientados en diferentes direcciones para potenciar la efectividad de la artillería consistente en bombardas, culebrinas y cañones de variado diseño y capacidad. En el centro está el patio de maniobras. Las dependencias se comunican por anchas galerías abovedadas.

La cubierta terraplenada se alza sobre las primeras bóvedas de cañón construidas en Cuba. En una esquina  de la edificación se alza la Torre del Homenaje, elemento arquitectónico propio de los castillos medievales, que en esta ocasión servía como albergue del vigía y también como campanario, pues se colocó allí una campana cuyo repique debía avisar a los vecinos la presencia de naves piratas en la cercanía de la villa. También era en esta torre donde se izaba el pendón real durante las festividades.

batería de artillería y casa vivienda del castillo de La Real Fuerza

Sin embargo, un grupo de especialistas en construcciones militares enviado por el Rey para inspeccionar el resultado final informó a Su Majestad que “el patio es muy pequeño,  le faltan escaleras, parecen sus puertas más de ciudad que de fortaleza; carece de agua y tiene la fosa tan alta que si no se baja conforme a la marea no podrá tener agua ni aunque se le eche a mano”, pero también dio seguridad de que armándola debidamente “se podía muy bien defender”.

Se trajeron de México soldados, pólvora, plomo, artillería y municiones para su defensa. Otra anécdota singular tiene como protagonista al Gobernador Carreño, quien después de conspirar ardientemente contra el ingeniero militar y el maestro de cantería a cargo de las obras, dio muestras de un orgullo tan vivaz (y tan español) que hizo colocar una tarja en los muros a la altura donde estos habían sido levantados durante su gobierno. La tarja en cuestión decía: “De aquí para arriba, de Carreño”.

El voluntarioso funcionario de la Corona fue aún más lejos y concentró en la nueva Fuerza a toda la guarnición de la ciudad, y llevado por su exceso de celo encerraba cada noche a la soldadesca entre los muros de la fortaleza guardándose las llaves bajo su almohada.

Aunque la fortaleza tenía un serio defecto estratégico en su ubicación geográfica, pues se encontraba situada muy adentro del canal de entrada de la bahía de La Habana y no cumplía con el objetivo para el que fue construida, y  a pesar de los desmanes y ciertos latrocinios cometidos por los Gobernadores de turno, el Rey estaba satisfecho y mandó grabar sobre el portón el escudo con las armas de la casa real de España (la suya),  obra que ha quedado como la talla en piedra más antigua y mejor de la isla en su época. Por si fuera poco, ordenó que los navíos que llegaran o salieran del puerto saludaran a la nueva fortaleza con salvas de artillería.

Los siguientes Gobernadores hicieron construir una segunda planta con una casa de vivienda de “75 pies de cumplido y 16 de ancho”, con un terrado encima y cuatro ventanas por lado que podían servir como troneras, contra la opinión de sus oficiales, quienes alegaban que en caso de ataque resultaría muy difícil defenderla. Hacia 1630 se agregó un piso a la torre sobre el ángulo del baluarte suroeste.

Ese mismo año fue nombrado  Gobernador General de la Isla de Cuba el Almirante de Galeones Juan de Bitrián y Viamonte, quien deseó dotar a La Habana de una veleta como la que corona la torre-campanario de La Giralda en la catedral de Sevilla, con el fin de que los navegantes pudieran reconocer desde el puerto la dirección de los vientos, para lo cual contrató al canario Gerónimo Martín Pinzón, maestro fundidor, quien esculpió la figura de una mujer en pose airosa y  llena de gracia, y se dice que retrató en ella los rasgos delicados de Inés de Bobadilla como tributo a la fidelidad de la dama por su esposo Hernando de Soto.

La figulina sostiene en su brazo derecho una rama de palma y en el izquierdo porta la cruz de Calatrava, insignia de la Orden de Calatrava de la que Bitrián era Caballero. La figura tiene una altura de 1.05 metros y consumió 81 libras de cobre,  cuatro libras de plomo,  tres de oro, tres arrobas y dos libras de cera de Campeche, tres libras de hilo de hierro,  cuatro cañones de mosquete y la leña y el carbón necesarios para fundir los metales. Su costo total fue de 350 pesos y quedó terminada en 1632.

Es la primera estatua que se fundió en Cuba. El artista le esculpió en el pecho un medallón con la siguiente inscripción en latín: Ihieronimus martin /s pinzo  arteex. ac  fvsoream  scvpsit, que en español significa: “Gerónimo Martín Pinzón artífice y fundidor la esculpió”. Fue colocada en lo alto de la Torre del Homenaje. Por su destino de orientadora del rumbo de las embarcaciones nuestra Giraldilla es considerada como el primer instrumento meteorológico construido en Cuba.

Además de residencia de los capitanes generales y gobernadores de Cuba, la Real Fuerza de La Habana sirvió para guardar el oro, la plata y otras mercancías de valor que llegaban a San Cristóbal en tránsito hacia España.

Gracias a la solidez de sus muros, el castillo resistió el bombardeo de la artillería inglesa durante la toma de La Habana en 1762, y tras heroicos combates, solo la falta de pólvora forzó a los defensores a rendirse.

Cuando La Habana fue devuelta a España a cambio de la Florida, la fortaleza, debido a su limitado poder defensivo causado por su defectuosa ubicación, fue destinada a cuartel. 

Durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878) librada por los cubanos contra el colonialismo, se convirtió en sede del Cuerpo de Voluntarios de La Habana. En 1899, el Gobierno interventor ordenó trasladar al Castillo el Archivo Nacional, donde estuvo hasta 1906. A partir de entonces, fue utilizado como Cuartel de la Guardia Rural, y desde 1909 lo ocupó la jefatura de ese cuerpo. El Estado Mayor del Ejército también estuvo instalado en el edificio hasta 1934 y, al siguiente año, se instaló allí el Batallón Número Uno de Artillería del Regimiento Siete, Máximo Gómez. De 1938 a 1957, la fortaleza albergó la Biblioteca Nacional.

Después de 1959, la planta alta del Castillo dio cabida a la Comisión Nacional de Monumentos y luego al Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (Cencrem), mientras en la planta baja se ubicó el Museo de Armas.

Bajo su techo, aguarda al visitante una sorpresa mayor: allí, entre una colección de modelos navales de la época en pequeña escala, reducido a una maqueta de dos metros de eslora, se yergue el buque Santísima Trinidad, el más fabuloso de todos los navíos de la Armada Española y en su época el barco de línea más grande del mundo, con 53 metros de quilla, 60 de eslora, cuatro puentes, más de 140 cañones y casi mil marinos. Le llamaban El Escorial de los Mares, y puede decirse -sin temor a exagerar- que, junto al castillo madrileño del mismo nombre, conforma el binomio insignia de la gloria imperial de la España de Felipe II.

La fortaleza alberga en sus salas, además, valiosas colecciones antiguas, incluida una muestra de objetos aborígenes hallados en sitios arqueológicos cubanos, como restos de hachas de piedra, conchas talladas y una canoa de los nativos antillanos, entre otras piezas.

También se muestran  las réplicas de La Niña, La Pinta y La Santa María, las tres embarcaciones en las que Cristóbal Colón y sus hombres llegaron al “Nuevo Mundo” en busca de otra ruta hacia las Indias.

Asimismo, se exhibe una maqueta del Castillo de la Real Fuerza, ejemplo de la arquitectura renacentista de la época, con su planta cuadrada en perfecta simetría, dividida en nueve partes iguales.

Además, presenta detalles de su construcción y los diferentes momentos históricos por los que ha atravesado. Se exponen muestras de las riquezas extraídas de las colonias y enviadas a España, entre las que pueden ser apreciados hermosos discos comprimidos de oro y plata de diferentes tamaños y calidades, y baúles abiertos y ambientados que permiten comprender el  modo en que eran transportados estos bienes en las naos.

Otra muy interesante muestra es la de hallazgos realizados en los fondos marinos de la plataforma circundante, pecios resultantes del naufragio de naves que realizaban el recorrido desde o hasta la Isla: una amplia colección de monedas, cadenas del Potosí, aretes, sortijas y diversos objetos de oro, plata y piedras preciosas que durante siglos yacieron en el lecho marino y hoy regresan como testigos mudos  de la trágica suerte corrida por aquellas embarcaciones y sus tripulantes.

De todas las fortalezas habaneras que he visitado, es el castillo de La Real Fuerza la que más me ha impresionado desde que era niña. Y no es solo por su belleza y acabado perfectos, sino  también porque es allí donde, además del espíritu bélico que impulsó su construcción, se siente con más realce un ambiente acogedor, como de casa para habitar, sobre todo en la segunda planta, que fue edificada para residencia de los gobernadores generales de Cuba.

Obsérvese la elegante factura de esta casa vivienda y el raudal de luz en el interior de las estancias

Con sus puertas y ventanas de exquisita y refinada marquetería y bellísima vista del océano, su extraordinaria luminosidad y agradable ventilación impregnada del olor salitroso de las brisas que suben de la costa, invita de inmediato a la imaginación a ver, como en un sueño, todo el mobiliario que hubo de tener, pero en mi caso, no sé por qué, lo que siempre visualizo es una larga mesa de comedor con sillas de respaldo labrado, y encima, sobre la oscura madera preciosa, una vajilla en la que sobresalen dos altos candelabros de bronce y cristal.

No sé de dónde he sacado esas visiones, pero pienso que nacen de la magia que impregna el lugar, en el que aún se dejan percibir, como un aroma sutil, los antiguos afectos y el ambiente doméstico que rodeó a quienes la habitaron hace ya tantos siglos. Es, sin duda, una habitación encantada en la que siguen merodeando las sombras del ayer.

El Castillo, devenido centro de cultura, ha acogido exposiciones transitorias de arte cubano contemporáneo y conjuntos internacionales de alto nivel.

La Real Fuerza forma parte del sistema de fortificaciones de la ciudad, declarado en 1982, junto al centro histórico de la urbe, Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. (Gina Picart) _____________________________

[1]  Eusebio Leal, La Habana ciudad antigua

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