La Habana, urbe del alma (+ fotos)

Cuando se cumplen 503 años de la fundación de La Habana, capital de la República de Cuba, conviene rescatar del olvido ciertos datos que el habanero de hoy podría desconocer.

Por ejemplo, ¿cuántos naturales de la ciudad saben que Baracoa, Bayamo, Sancti-Spíritus, Puerto Príncipe y Santiago de Cuba tuvieron rango de ciudad principal mucho antes que La Habana? Pues sí, no siempre fuimos tan importantes.

¿Y cuántos habaneros saben que antes de estar donde se encuentra ahora, La Habana tuvo tres asentamientos, uno de estos en la boca del río Almendares, y otro donde se encuentra hoy el poblado de Batabanó?

¿Se conoce que el territorio de asiento de nuestra capital fue, antes de la llegada de los españoles, tierra de siboneyes? Nunca pensamos nosotros, los habaneros, en que los primeros pobladores de la ciudad fueron nuestros indios.

Muchos habaneros han oído hablar del cacique Habaguanex, en parte por la corporación del mismo nombre perteneciente a la Oficina del Historiador de la Ciudad.

Habaguanex fue el primer jefe aborigen cubano con quien tropezaron los españoles que venían explorando la isla desde la región central, y fue posiblemente de su nombre que nació el de nuestra capital, aunque hoy se cree que el vocablo era más bien un topónimo, pero hubo otros jefes en la zona, como los caciques Yaguacayex y Aguaibatoa, y otros aún de los cuales la historia no guardó memoria.

Se sabe que existieron porque uno de los conquistadores, de nombre García Mejía, logró sobrevivir a un naufragio en la costa habanera en compañía de dos mujeres de su raza, y recorrió varios pueblos hasta llegar al del cacique Habaguanex.

Guanabacoa fue quizás la comunidad aborigen más importante de la costa norte, lo que se deduce del hecho de su preponderancia en tiempos más avanzados de la colonia, y el haber sido el punto seleccionado por los gobernadores y el Cabildo para concentrar allí a toda la población indígena dispersa por el campo habanero.

Cuando la posición geográfica de Cuba convirtió a La Habana en el puerto más importante para la travesía de la Flota de Indias en sus viajes de ida y vuelta entre dos mundos, el poblado de Guanabacoa fue el encargado de proveer de casabe a las tripulaciones, y fueron los indios guanabacoenses los productores de una alfarería que comercializaban con las naves, además de proveer con ella a las clases media y baja de la población capitalina. También hubo asentamientos aborígenes importantes en otros puntos de la costa norte, como Guanabo, hoy célebre playa y centro de recreo.

El puerto de Carenas, el primero que tuvo la ciudad, fue hallado por Sebastián Ocampo durante un trance difícil en el que se vio obligado a buscar refugio para reparar sus naves, y quedó sorprendido de la cantidad de pez que encontró en el lugar, utilísimo para el calafateado de las embarcaciones. ¿Cuántos habaneros habrán escuchado alguna vez hablar de esa pez? Carenas era un puerto grande y de buenas condiciones, además de estar cercano a los residuarios bituminosos que luego serían fundamentales para el desempeño de los célebres astilleros de La Habana.

Los primeros colonos españoles asentados en La Habana —y que con justicia podrían reclamar para sí el título de primeros habaneros— provenían de la zona oriental del país y de Trinidad. Vivieron en la naciente villa alrededor de 10 años explotando sus primitivas haciendas, pero el descubrimiento de los virreinatos y la noticia de su abundancia aurífera arrancó de cuajo a los primeros aventureros de nuestras costas para llevarlos en una marea imparable hacia las nuevas tierras, y La Habana permaneció prácticamente despoblada de europeos casi durante tres décadas.

La ciudad comienza siendo un caserío a partir del extremo interior del canal de entrada al puerto. En 1544 tiene solo 40 vecinos, “aunque abundan los transeúntes y hay un centenar de indios y otros tantos negros esclavos”, apunta el historiador Julio Le Riverend Brusone.

Hoy puede resultar muy raro al oído de los habaneros que en el comienzo la zona donde hoy se levantan la Catedral y la Plaza de Armas fue una ciénaga insalubre. Sin embargo, una vez drenado el terreno y hechas las primeras construcciones de carácter civil y militar, la inicial expansión poblacional se produjo precisamente en torno a la Plaza de Armas. Las primeras casas al parecer fueron levantadas a lo largo de una línea que podría identificarse con la calle de los Oficios, y su alineación era caprichosa y no respondía a ningún orden.



La ciudad tuvo en La Chorrera su primera frontera con la llanura de Pinar del Río, y entre los caminos que iban del centro hasta ese límite, había uno que pasaba por un lugar conocido como el monte vedado, que las autoridades mandaban constantemente a cerrar por temor a los piratas. Este monte vedado corresponde al extremo norte de la zona residencial de El Vedado actual. Las calles de Belascoaín y Lagunas eran pantanos que llegaban hasta Galiano y San Miguel. Partiendo de la Plaza de Armas hacia el este, la ciudad se corrió sin solución de continuidad hasta la Calle Cuba actual en su confluencia con la calle Luz.

 

Desde los primeros tiempos, se abrió un camino que luego sería la calle Muralla, hacia la campiña inmediata. Esta zona quedaba entre el camino que conducía a La Chorrera y lo que es hoy Luyanó, que entonces se decía Uyanó. Estos eran territorios flanqueados por manglares, tierras cenagosas y lagunas donde se asentaban haciendas y huertas que abastecían la villa, y que llegaban más o menos a la altura de la calle Infanta. Su producción principal consistía en coles, rábanos, maíz, piña, naranja, guayaba, guanábana, jagua, jobo, uvas y catibía. De estas huertas dependía la fabricación del pan de casabe indígena consumido por los españoles a falta de la harina a que estaban acostumbrados en el Viejo Mundo. Pronto fueron introducidos los sembrados de caña. También el tabaco proliferó con rapidez, pues siendo La Habana una ciudad portuaria que cobró importancia muy pronto, el hábito de fumar creció con ella.

 

En el camino hacia Luyanó se encontraba nada menos que el Humilladero de la iglesia de Paula, punto del Vía Crucis y otras procesiones sacras; la ruta pasaba por pantanos profundos y cenagales y llegaba a Guanabacoa, tal y como vimos los habaneros años atrás en la telenovela Las huérfanas de la Obrapía.

 

Como en la tradición fundacional de toda ciudad que se respete, hubo en La Habana inicial dos familias poderosas que disputaban entre sí por el poder, los Rojas y los Recio. Los Rojas tuvieron su primera hacienda en el curso medio e inferior del río La Chorrera o Almendares, posiblemente cerca del punto hoy denominado Puentes Grandes, según afirma Brusone.

La familia Rojas era tan poderosa y mandamás que además de ocupar todos los años posiciones en el Cabildo, era propietaria del armamento con que se defendía la ciudad, y en una ocasión Juan de Rojas, en medio de una pugna con las otras autoridades de la villa, llegó a retirar la artillería de la fortaleza alegando que el gobernador no se había ganado su confianza. Sus oponentes, la familia Recio, tenían un patrimonio compuesto por catorce haciendas de ganado, cuarenta y siete esclavos y otros bienes, que para la época significaban una fortuna más que sólida. Uno de los miembros de este clan dio su nombre a una célebre calle habanera, la calle de Antón Recio.

Estas y otras grandes familias eran quienes gobernaban la ciudad, incluso por encima de las autoridades, metiéndose en todo con sin igual desparpajo y disputando con los gobernadores y el resto del Cabildo. Violaban sin cesar las disposiciones reales y provocaban el caos y la corrupción. Eran una auténtica oligarquía latifundista desacatadora, violenta y levantisca, que llegó al extremo de pretender expulsar de la villa a los negros libres por considerarlos un elemento peligroso para la paz de la incipiente urbe.

Este grupo de jefes y líderes naturales, de posición económica elevada, tenía acceso a los tejidos más caros para confeccionar su vestuario. Fernández de Oviedo dejó constancia de que en Indias una camisa, un pañizuelo y un par de guantes adobados valían más que toda la hacienda de un labrador en España. La sociedad habanera nació ostentosa, y la clase media —y hasta algunos pobres— trataban desesperadamente de imitar el vestuario de los ricos. ¿Cómo lo conseguían…? En la zona ambigua que separaba la villa de la campiña el blanco adaptó su vestido al clima, haciéndolo muy simple desde los primeros tiempos. Dice Bernal Díaz que a él le dieron a su llegada “vestidos según en la isla se usaban”, probablemente confeccionados con un tejido indio al que se le llamaba paño de la tierra. Los negros y los indios apenas si cubrían sus partes pudendas y deambulaban por las calles prácticamente desnudos.

 

En la naciente ciudad no era difícil conseguir dinero a través del comercio legal e ilegal. Entre los primeros colonos y los que siguieron llegando venían muchos judíos conversos (se dice que los Rojas tenían ese origen), y es la hebrea raza diestra en los negocios. La presencia de la Flota —además del habitual contrabando con corsarios y piratas— constituía en sí misma una oportunidad magnífica para la compraventa, y los bolsillos se llenaban de monedas, pero muy pronto los habaneros, rodeados de hatos y corrales y de una costa repleta de peces, descubrieron que también la venta de carnes rojas y blancas era una sustanciosa fuente de ingresos. Los vendedores particulares, principalmente gente de los grupos marginales, negros y mulatos libres, indios y blancos pobres, florecieron enseguida en la ciudad; vendían más caro que los tenderos, pero concedían crédito y cobraban lo mismo en dinero que en especie, y trabajaban para sí o por cuenta de un hacendado. Esta actividad se conocía como regatoneo, y quienes la practicaban eran llamados regatones.

Los negros vendían la carne de vaca o de cerdo, y los blancos e indios, pescado. Distribuían la mercancía a domicilio, llevándola en bateas que no pesaban en la carnicería municipal, como establecían las disposiciones del Cabildo, que ellos burlaban con gran disposición. Los soldados de las guarniciones vendían sus raciones de comida y de vino. La Habana, como buen puerto de mar, estaba llena de mesones y tabernas que compraban cualquier producto. Los judíos de la ciudad, en tratos con la marinería, importaban mercancías que luego vendían como buhoneros. La trampa llegó a tales alturas que hasta un alcalde de la fortaleza, de nombre Tomás Bernaldo, tenía en su casa una tienda clandestina en la que vendía “todas las cosas, hasta casabe y pescado”. El habanero, porteño genuino, nació tramposo y negociante.

Este trabajo solo se propone reconstruir someramente el ambiente y las características de la primitiva villa de San Cristóbal de La Habana, y antes de llegar a su fin pretende rendir homenaje a tres habaneros ilustres. Muchos hay en la historia de la capital cubana, pero estos tres revisten, en mi opinión, particular importancia.

El primero de ellos es el padre José Agustín Acosta y Caballero, nacido en La Habana en 1762. Presbítero, intelectual, educador y patriota, fue el maestro de Félix Varela, el hombre que enseñó a pensara los cubanos. No es menos importante para la historia de Cuba la figura de quien lo enseñó a pensar a él. Caballero estudió en el seminario San Carlos y San Ambrosio, donde ya siendo alumno adquirió fama de teólogo profundo y orador elocuentísimo.

Allí obtuvo por oposiciones la cátedra de Filosofía. En la Universidad de San Jerónimo se graduó como Doctor en Sagrada Teología, y en ese mismo centro llegó a ejercer el Decanato de esa especialidad. A los 29 años se ordenó sacerdote. Fue fundador de la Sociedad Económica de Amigos del País y redactor del primer periódico de la ciudad, el Papel Periódico de La Habana. Entre sus alumnos estuvieron Varela, Saco y José de la Luz y Caballero (su sobrino). Fue un renovador de la Educación en Cuba, autor del primer plan para organizar las Escuelas Elementales del país, e introdujo en la dinámica de estudios el método de la observación, la experimentación y el análisis en el estudio de todo género de fenómeno u objeto. Cultivó la crítica de arte y tradujo al español importantes obras del latín, el francés y el inglés. Concibió y propuso vías para conseguir la autonomía. Al defender los intereses de la oligarquía criolla asumió una franca posición nacionalista, aporte indiscutible a la formación de la nacionalidad cubana. Murió en el seminario de San Carlos en 1835.

He hablado en extenso del padre Caballero porque es una figura hasta cierto punto olvidada por los habaneros, pero no es necesario hacerlo con tanta prolijidad sobre el doctor Eusebio Leal Spengler (1942-2020), el “eterno historiador de la ciudad”, el hombrecito del traje gris que en los comienzos de su carrera se acostó sobre una valiosa calle de adoquines, frente al Palacio del Segundo Cabo, para impedir que los buldóceres destruyeran uno de los más valiosos restos arqueológicos de la ciudad colonial.


Es sabido que antes de 1959 existían planes estatales para proceder a la demolición de los edificios de La Habana Vieja y una parte de Centro Habana, y erigir en su lugar hoteles lucrativos y condominios elegantes de alquileres caros.


Es a Leal a quienes debemos los habaneros, los cubanos y el mundo, que hoy exista esta ciudad Patrimonio de la Humanidad en el corazón del Caribe. Eusebio, con su labor tesonera y cotidiana, rescató para nosotros el entorno de La Habana antigua, y qué mayor tesoro de identidad puede ser más importante para los habaneros que poder mostrar los hermosos palacios coloniales, ahora convertidos en museos, los monumentos, las estatuas, los comercios que recrean el ambiente de antaño, y gritan al caminante: “¡Esto es La Habana!”

Yo, que fui llevada de niña por mi abuelo paterno entre las ruinas de la ciudad antigua, y vi con mis asombrados ojos infantiles las estatuas sin miembros, los patios coloniales atestados de escombros, las lujosas mansiones convertidas en cuarterías y refugio de animales, y las fortalezas trocadas en basurales, saludaré siempre la obra de este habanero que ha sabido rescatar para nosotros la geografía del tiempo y la raíz espiritual de la cultura capitalina.

Y, por último, quiero mencionar al cronista Ciro Bianchi Ross, quien con su estelar trabajo periodístico en forma de crónicas dominicales y de libros, ha hecho tanto por devolver la memoria histórica a La Habana.

Sin el trabajo de Ciro, los habaneros actuales, especialmente los jóvenes, no alcanzarían a recordar casi nada antes del triunfo de la Revolución, y las etapas de la Colonia y la República fueran hoy borrones en la memoria colectiva de la urbe.

Ciro es una especie de custodio, de numen tutelar de los espectros históricos de La Habana, y siempre será mucho más agradable, rápido y de más fácil acceso para las masas recurrir a un trabajo salido de su pluma, ameno, ilustrador y convincente, que abandonar los quehaceres cotidianos para desempolvar libracos en una biblioteca pública, en busca de un dato que Ciro ofrece como manjar sabrosísimo al paladar de los curiosos.

Y con esto termino una salutación que quise fuera breve, pero La Habana es señora que no se deja comprimir en el interior de una botella. La Habana se expande y burbujea como un champaña que alegra el corazón, los ojos y la piel, y se desborda, y sigue creciendo en la imaginación de quienes la habitamos, de sus visitantes, de sus amantes nocturnos y sus depredadores invisibles, también parte de la fauna que le da aliento vital.

La Habana, ciudad antigua, urbe del alma. (Gina Picart. Fotos: Cubarte y Ecured)

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