Una de las más mediáticas familias de fortuna que han prestigiado con su presencia la capital de Cuba no era habanera, sino villaclareña.
Hablo de los Abreu, figuras muy relevantes
en su época y en la historia nacional, en especial la patricia Marta Abreu, una
de las más impresionantes personalidades femeninas de la colonia y los primeros
años de la República.
La otra Abreu célebre es su hermana menor, Rosalía, más conocida como la
propietaria de “la “finca de los monos”, uno de los lugares más misteriosos y
exóticos de San Cristóbal de La Habana.
Rosa, la hermana mayor, se casó con un
célebre médico francés y vivió la mayor parte de su vida en París.
Fueron damas multimillonarias, que contribuyeron
-con sus innumerables bienes- a un gran número de obras sociales en su ciudad
natal y en la capital del país, y digo obras sociales porque, tratándose
de ellas, no les haría justicia hablar de obras de caridad, ya que las
hermanas Abreu no daban un poco de su enorme patrimonio, sino que se empeñaban
de modo mucho más profundo en el compromiso de eticidad que José Martí llamó el
mejoramiento humano.
Desempeñaron, además, un papel de primera
importancia en el financiamiento de las guerras cubanas por independizarse de
España, vía que aportó al sustento financiero de proyectos anticolonialistas de
Antonio Maceo.
En el chateau de Marta, en París, se reunían cubanos que conspiraban
por la libertad de su país, y allí se recaudaban grandes sumas de dinero para
la causa.
Según puede deducirse de la prensa de la
época y de escritos de historiadores franceses, Marta y otros cubanos habrían
apoyado, con unos mil francos, la eliminación de Antonio Cánovas del Castillo,
fatídico presidente del Consejo de Ministros de la Corona española, autor de
aquella frase: “Para la guerra de Cuba, hasta el último hombre y hasta la
última peseta”, y protector de Valeriano Weyler, creador de la horrenda política
de Reconcentración
que diezmó la población de Cuba con hambre, hacinamiento forzoso y
enfermedades.
Cánovas fue ultimado en el balneario vasco
de Santa Águeda por el anarquista italiano Angiolillo. Sobre la participación
de Marta Abreu y Emeterio Betances, delegado del Partido Revolucionario Cubano
en París, en el ajusticiamiento de político español, no se han encontrado
evidencias documentales, pero el homicidio obligó a Weyler a abandonar Cuba.
El Generalísimo Máximo Gómez, en reconocimiento al apoyo de Marta a la
causa de la independencia de Cuba, propuso que se le concediera el rango que
solo él ostentaba, o sea, el de Generalísima.
Por último, Lilita Abreu, hija de Rosalía,
fue amante del poeta y diplomático francés Saint-John Perse, autor de Anabasis,
uno de los poemas más impactantes de la literatura gala, de quien se dice,
y existen testimonios, que la amó hasta el fin de sus días y asistió al
entierro de ella, pese a que su relación había terminado años antes.
También los hombres de esta familia dieron mucho que hablar. El abogado
Luis Estévez se casó con Marta Abreu casi a escondidas y contra la voluntad de
los padres de la joven, a quienes ella desafió por amor. Fue el primer vicepresidente
de la República de Cuba, puesto al que renunció por no comulgar con las
intenciones de reelección del presidente Tomás Estrada Palma.
El hijo de Marta y Luis, Pedrito, químico
de profesión, no hubiera pasado a las páginas de la historia nacional de no
haber sido uno de los protagonistas del triángulo amoroso que conformó junto
con su esposa Catalina Lasa del Río, considerada una de las tres damas más
bellas de la sociedad de entonces, y el hacendado matancero —y también
millonario— Juan de Pedro Baró, que terminó en la anulación papal del
matrimonio de Pedrito y Catalina, aún hoy confundida por muchos con el primer
divorcio ocurrido en Cuba.
Pero la persona de interés para mi
historia es, en esta ocasión, Rosalía
Abreu, una de las mujeres peor comprendidas y más vilipendiadas de nuestro
pasado republicano.
Las hermanas Abreu eran hijas de don Pedro
Nolasco, hijo de Manuel González Abreu, Conde de los Remedios, quien llegó a
tierra cubana procedente de Islas Canarias a principios del siglo XIX. Pedro
Nolasco fue, entre sus muchos hermanos, quien amasó la fortuna mayor de la
familia durante el siglo XIX. Eligió como esposa a la santaclareña Rosalía
Justiniana Arencibia Plana, también de familia distinguida y acomodada, quien
fue la madre de Rosa, Marta y Rosalía.
Don Pedro era propietario de los ingenios Santa
Catalina, San Francisco, Las Mercedes y el Dos Hermanas, con
sus correspondientes dotaciones de esclavos; también poseía otras propiedades
en inmuebles alquilados, muchas fincas y solares, haciendas ganaderas y
negocios en Cienfuegos y La Habana.
Durante la Guerra de los Diez Años, desempeñó una carrera política y llegó
a ser alcalde de la villa. Colaboró monetariamente con las autoridades
españolas, pero también con los insurrectos, y cuando, en medio de los dos
bandos su situación se volvió insostenible, emigró a La Habana con su esposa e
hijas.
Ya en la capital, Pedro Nolasco fijó
residencia en un lujoso inmueble de Prado y Trocadero, y también, según
costumbre de la alta sociedad de la época, adquirió una finca de recreo en
Palatino, llamada Las Delicias, y un
panteón en la necrópolis Cristóbal Colón.
A su muerte, legó 20 mil pesos para la construcción de una escuela destinada a los niños pobres. El resto de su fortuna lo dividió en dos mitades: una para su esposa, y la otra, a partes iguales, entre sus tres hijas, cada una de las cuales, de acuerdo con las disposiciones testamentarias del patriarca, heredó un millón 643 mil 895 pesos, más numerosas propiedades. Como Rosa y Marta ya estaban casadas, don Pedro nombró a un hermano suyo tutor de Rosalía, la hija menor. (Gina Picart)