Llama la atención el entusiasmo que siempre despierta en los telespectadores cubanos ese clip antológico de El fantasma de la Ópera —donde Sarah Brightman atraviesa un lago subterráneo en una góndola conducida por un enigmático encapuchado, en medio de una suntuosa escenografía gótica sembrada de cruces celtas—, y la vehemencia glorificadora que hierve en Internet entre los fans de la versión cinematográfica de 2004.
El tenor vasco Juan Carlos
Barona, intérprete del Fantasma en la versión española del musical de Andrew
Lloyd Webber y voz del personaje en el doblaje del filme, ha comentado:
En cuanto a la fantasmamanía,
indudablemente el personaje tiene un enorme atractivo. Es un antihéroe y,
aunque de manera inconsciente, el público se pone de parte de ese malo
circunstancial a quien los demás, o la propia injusticia, fuerzan a malearse;
se identifica más con ese transgresor que con el guapo de turno, quien supone el
triunfo del stablishment, del sistema. El Fantasma me interesó desde que lo vi
en Londres en 1996. Es un personaje grande en cuanto a repercusión mediática, y
su perfil vocal y psicológico lo convierte en todo un arquetipo, de esos que
cuesta y gusta interpretar a un artista que se precie.
De modo semejante se han
expresado otros intérpretes (y aspirantes) del celebérrimo personaje creado por
Gastón Leroux, pero cuando se piensa en la película y en la profunda
repercusión que ha causado en millones de espectadores, se llega a sospechar
que su éxito portentoso no se debe únicamente a los anteriores argumentos ni a
su fastuosidad y excelente factura artística o al carisma del elenco, sino —y
sobre todo— a razones mucho menos evidentes de índole antropológica y
extremadamente complejas, que subyacen en el imaginario religioso y cultural de
Occidente.
El
Inframundo parisino y la Ópera Popular de Gastón Leroux
Los mitos de la Tierra Hueca son
tan antiguos como el hombre, y los ámbitos subterráneos naturales fueron su
origen.
La minería del imperio romano
taladró las entrañas del continente hasta transformar el subsuelo de Europa en
una vastísima red de laberintos, pero mucho antes ya se construían túneles y
cámaras bajo tierra para usarlas como viviendas y tumbas, almacenes, hipogeos
para culto y prácticas de iniciación, cárceles, pasajes y acueductos.
Sobre las criptas paganas, edificaron los cristianos, herederos de la
tradición de las catacumbas romanas, sus primeros santuarios. En 800-900,
durante la Baja Edad Media, existía ya en el Viejo Mundo todo un reino
subterráneo con su propio imaginario y su población mítica y humana, tan
nutrida en ocasiones como la del reino de “arriba”.
Los vastos subterráneos de París
datan en su mayor parte del período galo. Sobre antiguos túneles de minería,
inundados a veces y formando lagos artificiales, se fue construyendo la ciudad.
Ya Rabelais mencionaba ciertas
criptas en honor de cuyas deidades paganas se realizaban “diablerías” (especie
de carnaval en el que tomaban parte enmascarados y gente disfrazada).
En el siglo XVIII varios derrumbes
dejaron al descubierto una red de túneles abandonados bajo el distrito de
Montparnasse.
Tres millones de restos humanos, rechazados por los repletos
cementerios de la urbe en expansión, comenzaron a acumularse en lo que hoy
constituye uno de los mayores osarios conocidos por la historia.
Era inevitable que estos
escenarios tenebrosos excitaran la imaginación de los franceses y, en especial,
de sus artistas y escritores.
El hampa de estafadores, mendigos, pederastas, prostitutas, seres deformes, falsos tullidos, travestis, ladrones comunes, carteristas, sádicos y asesinos, conocida como La Corte de los Milagros, con su propio Rey y su código de Gobierno, facilitaban a un novelista una riquísima cantera de personajes y escenografías que inspiraron a Víctor Hugo sus novelas Notre Dame de París y Los Miserables; a Eugene Sue, Los misterios de París, y a Gastón Leroux, El fantasma de la ópera, por solo mencionar algunas obras y autores destacados que sucumbieron a la oscura seducción del Inframundo. (Gina Picart)