Estaba a punto de cumplir 16 años cuando el 23 de enero de 1869 el adolescente José Martí publicara el poema dramático Abdala en la primera y única edición del periódico La Patria Libre, fundado por él junto a su amigo Fermín Valdés Domínguez, lograda en la imprenta y librería El Iris, situada en la habanera calle Obispo.
Esta obra de teatro, iniciática en múltiples vertientes, es una suerte
de revelación del camino que tomaría el ideario patriótico de un joven cubano
que ya había demostrado su posición anticolonialista y libertaria en 1868 al
escribir el soneto 10 de Octubre, a raíz del alzamiento protagonizado por
Carlos Manuel de Céspedes en el ingenio Demajagua.
Ni el periódico La Patria Libre
ni El Diablo Cojuelo, creado igualmente por Martí el 19 de enero de ese año,
lograron sobrevivir a la primera tirada, por la represión de la metrópoli.
El nombre del protagonista, un
héroe nacido en la lejana Nubia, sirve de título al poema y constituye un
apelativo que marcó por siempre a los cubanos, que reverencian la memoria del
Héroe Nacional del país. Una eficaz vacuna contra la COVID-19 lo tiene como
estandarte sagrado, y al mismo tiempo homenaje.
Con esta obra también se inicia
la creación literaria martiana de alto vuelo. Solo había publicado antes el
mentado poema, corto, un claro manifiesto independentista y otro llamado A
Micaela, del que se sabe muy poco.
Algunos críticos opinan que Abdala es una suerte de poema lírico, y no
tanto una obra de teatro, que sirve de vehículo a la descarga emocional
necesitada por una inteligencia en bullente formación, abrumada por
sentimientos encontrados, pero con muy definidos presupuestos políticos. Esto
último, nada común en alguien de esa edad.
A muchos ha llamado la atención
que Pepe Martí -así lo conocían en aquel tiempo sus amigos y familia- eligiera
a un joven negro como figura principal de su pieza literaria, gesto sin
parangón en aquellos tiempos de colonialismo y férrea esclavitud de personas
procedentes de África, continente donde estaba enclavado el reino de Nubia, al
sur del Sahara, en tierras de lo que es hoy Sudán.
Y es de asombro que ese criollo
de origen europeo transfiera el encendido amor por su propia Patria, una isla
caribeña oprimida, a un héroe negro, a todas luces de ficción, a quien no
vacila en dotar de muchas virtudes, entre ellas el amor filial a su
progenitora, su pericia militar, su coraje, voluntad a toda prueba, sin
importarle que en aquella época el color de la piel lo señalara como el típico
antihéroe de los opresores.
No da margen a dudas. Asume su
compromiso con la causa de la independencia y su creencia en la igualdad de
todos los seres humanos.
Expone por primera vez en una obra literaria el valor de principios
como el amor a la Patria y a la libertad, en la vida de un hombre. En el ímpetu
juvenil y la lucha de Abdala todo el mundo reconoce ciertas virtudes que se
fueron acrisolando en él bajo la influencia de su notable maestro Rafael María
de Mendive, patriota intachable y preclaro.
Aparecen los desgarramientos
entre los reclamos del incondicional amor materno y su responsabilidad ante los
sufrimientos de la gran madre que ve en Cuba, su Patria. Muchos cubanos
recuerdan con ternura sus declaraciones a la mamá, definiendo su sentido del
deber.
Un día antes de su publicación,
cuando ya estaba hecho el poema, sucedió algo en la vida del jovencito que
corrobora la metáfora poética. Ante la violencia desatada el 22 de enero en La
Habana por los cruentos sucesos del Teatro Villanueva, Doña Leonor Pérez, su
madre, había salido sola como una leona a protegerlo y reclamar por su vida.
Esto había sucedido y ocurriría
repetidamente con su progenitora y nada diferente él podía responderle que no
fuera la respuesta de Abdala.
Aquel patriotismo y antirracismo de 1869 se convertirían con la madurez
y paso de los años en su formidable pensamiento político y revolucionario.
El poema épico Abdala también
anuncia con claridad meridiana la coherencia de la evolución del joven, quien
más adelante sería condenado a prisión por calificar de apóstata a un compañero
de estudios enrolado en el sanguinario Cuerpo de Voluntarios de La Habana, y
desterrado a España en 1871. Desde allí denuncia valientemente las
monstruosidades del presidio político en Cuba.
Todo ello antesala de un
peregrinar largo y abnegado por América Latina y Estados Unidos, donde
desarrolló una labor literaria, periodística y hasta diplomática, también
precursora y brillante. E hizo más, la gran obra de consagración patriótica:
organizar la última campaña libertaria cubana del siglo XIX, iniciada el 24 de
febrero de 1895.
Por eso, nunca debemos perder de vista al adolescente creador de Abdala, como
quien se detiene a observar la germinación y crecimiento de una semilla que se
convirtió en el árbol maravilloso y frondoso.
O sea, el hombre que él era al
caer en combate. Conforme las llamadas entelequias de la filosofía antigua
griega, era alguien que llevaba dentro de sí los mecanismos de su propio
crecimiento humano, en interacción con el mundo y la naturaleza.
Remitiéndonos nuevamente al poema
no hay uno solo de los enunciados que fuera abandonado por Martí en el resto de
su vida. Desde las acciones en el cumplimiento del deber político hasta en las
manifestaciones de amor filial, de suma importancia para él, a pesar de
distancias e incomprensiones.
En mayo de 1894, el Martí maduro
que preparaba la Guerra Necesaria le escribió a doña Leonor Pérez: “Pero mientras haya obra qué hacer, un
hombre entero no tiene derecho a reposar. Preste cada hombre, sin que nadie lo
regañe, el servicio que lleve en sí”.
Abdala pierde la vida en la
batalla al final del poema, pero expiró lleno de felicidad, según sus últimas
palabras. Por esas extrañas coincidencias del azar, Martí murió en combate en
Dos Ríos. Había llegado a Cuba en una expedición junto a Máximo Gómez, a
principios de abril de 1895, poco después del comienzo de la campaña organizada
por él.
Lo primero que exclamó en su Cuba adorada fue: “¡Dicha grande!” Y por todo el recorrido en la santa tierra natal que lo llevaría a su fatídico destino, no se cansó de expresar su enorme alegría ante el contacto con la naturaleza y sus compatriotas, a pesar de que se sentía comprometido por deberes difíciles, enormes y hasta ese momento no declarados. Como Abdala, también murió ungido por la satisfacción de darse por entero a su Patria. (Marta Gómez Ferrals, ACN)