Siempre he creído que, aunque pudieran establecerse mil teorías alrededor de la muerte de Martí, ninguna llegará a gozar de suficiente acreditación histórica mientras siga faltando la pieza que es, en mi humilde opinión, clave imprescindible para conocer la verdad: las páginas del Diario de campaña de Martí donde escribió sus impresiones sobre la reunión privada que sostuviera con Gómez y Maceo en La Mejorana.
Los comentarios de
quienes estuvieron allí aquel día hablan con harta elocuencia de que, en ese
encuentro, sucedieron cosas muy negativas que causaron profunda perturbación en
el ánimo del Apóstol.
Pero aún sin esas páginas, es sabido que existían fuertes
contradicciones entre Gómez, Maceo y Martí; que las relaciones de estos dos
últimos eran tensas y difíciles; que Maceo había cuestionado a Martí en público
y en privado en más de una ocasión, y que la cuestión de la presidencia de Cuba
una vez alcanzada la victoria mambisa sobre España era un tema candente, que
debió devenir puro fuego cuando, luego de su desembarco por Playitas de
Cajobabo, Martí se encontró con que las tropas y los campesinos le llamaban no Delegado,
como él hubiera admitido, sino Presidente.
Es de suponer que los jefes guerreros de alta jerarquía,
quienes no sucumbían a la enorme impresión que hacían el prestigio, la
presencia y el verbo de Martí sobre los hombres de filas, no se sentirían muy a
gusto con aquel calificativo espontáneo que brotaba de los labios del pueblo y
que, automáticamente los excluía del poder.
El Martí de Dos Ríos, quien desobedece la orden de Gómez de
refugiarse en la retaguardia mientras la tropa se lanza al combate —orden que aun
cuando fue dada en medio de la agitación del momento y con el único fin de
protegerlo, no deja de revestir cierto carácter descalificante, que no descalificador—
es, pues, un individuo ya casi mortalmente enfermo, con el alma transida por
múltiples dolores, decepcionado de los hombres y tal vez convencido de que su
misión de antorcha, ahora que ya la guerra necesaria está en marcha, ha
terminado, y su presencia, que creyera tan necesaria antes de pisar tierra
cubana (“Yo evoqué la guerra:
mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar”), intuye ahora (después de La
Mejorana) que, más que hacer bien a la causa de la independencia, podría convertirse
en un elemento de disturbio tras la victoria cubana, llegada la hora de
constituir la nueva nación. El germen de este ánimo donde la prístina luz
parece haberse opacado ante la pena, se encuentra ya esbozado (¿?) en la famosa
carta que Martí escribiera a Federico Hernández y Carvajal desde Montecristi,
el 25 de marzo de 1895, a menos de treinta días de su trágico fin. Carta
contradictoria, complejísima, donde Martí se propuso, tal vez, dejar plasmado
su pensamiento político para las generaciones venideras, pero en la que, por
detrás de esta posible intención testamentaria, se sienten latir dos pulsos al
unísono; dos pulsos que muestran certezas y temblores en justa; dos pulsos
donde la misma fuerza de argumentos se bate desde una y otra orilla del
pensamiento de su autor. Reproduzco un fragmento con el riesgo que —no ignoro—
comporta mutilar un texto:
Para mí la patria, no será nunca triunfo, sino agonía y deber. Ya
arde la sangre. Ahora hay que dar (…) sentido humano y amable, al sacrificio;
hay que hacer viable, e inexpugnable, la guerra; si ella me manda, conforme a
mi deseo único, quedarme, me quedo en ella; si me manda, clavándome el alma,
irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor.
Quien piensa en sí, no ama a la patria; y está el mal de los pueblos, por más
que a veces se lo disimulen sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés
de sus representantes ponen al curso natural de los sucesos. De mí espere la
deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería
pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya
es hora. Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Las
Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya
dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el
equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, y yo, a
rastras, con mi corazón roto.
Y en otra parte de su obra escribió:
“Espanta la tarea de echar a los hombres sobre
los hombres.”
Sí, el Martí de Dos Ríos se me antoja un
hombre acorralado por circunstancias que lo rebasan, pero que aún quiere, con
toda la fuerza que conserva intacta en su alma apasionada, servir a este único corazón de
nuestras repúblicas. Y es aquí donde la tesis de la muerte concebida
como ritual de sacrificio adquiere ominoso sentido: la famosa muerte masónica,
diseñada dentro de un triángulo, dos de cuyos lados son los dos ríos. Quien ya
no sirve para la vida, puede todavía servir a la muerte como víctima
propiciatoria. Quien ya no tiene lugar en la existencia, siempre puede
inmolarse para que la patria encuentre su lugar en el mundo.
El pequeño hombrecito que lanza su caballo en medio del fuego enemigo, deja de ser ante nuestros ojos ciegos un guerrero irreflexivo e inexperto para trasmutarse en el Homagno, el gigante humano que elige su salida de escena, que se entrega a sí mismo como manjar y ofrenda a los celosos dioses del alibi.
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*Todas las citas que aparecen en este trabajo sin autor señalado fueron tomadas de los libros José Martí: clarividencia y muerte, de Julio Ramón Pita, y Enfermedades de José Martí, de Ricardo Hodelín Tablada.
* El subrayado es mío.
(Gina Picart)