Para Chely Lima agito el pañuelo exacto de la despedida (+ fotos)


La muerte siempre es motivo para escribir sobre alguien que ha sido muy importante en nuestras vidas. Pero la muerte de Chely Lima (hace pocos días) me resulta un suceso muy difícil de gestionar.

Me ha llevado tiempo reponerme, porque Chely y Alberto nunca fueron para mí dos simples personas. Esa escala era menor tratándose de ellos. Desde el primer día que los conocí y hasta siempre fueron, son y seguirán siendo gigantes, hasta que yo también me extinga.

He contado en alguna ocasión que los conocí gracias a Erik, un amiguito de mi hermana. Ellos se habían mudado a la calle Tres Palacios, en el reparto La Asunción, al edificio de aquel muchachito. Llevaban una vida sencilla, no alternaban con casi nadie, aunque eran amables y muy educados con quien los abordara. Recibían sus visitas y nada más se sabía de ellos, salvo que Alberto, con sus jeans y sus camisetas, iba disciplinadamente cada día a buscar el pan de la libreta al mercado del reparto y hacía los mandados.

Erik me llevó la primera vez y me presentó como a una escritora, algo divertido si se quiere, porque hasta ese momento lo que yo había escrito no eran más que farfulleos tímidos. Tenía algunos cuentecitos de ciencia ficción, había ido al taller Oscar Hurtado varias veces y compraba todo lo que se publicaba del género en aquel tiempo, que fue su época dorada en Cuba. Ya había leído a Oscar Hurtado en las galeradas de su libro Los papeles de Valencia el Mudo, que fueron hechas en la imprenta donde yo trabajaba como correctora y, por suerte o por destino, me habían tocado a mí, y la Onoloria y El viaje, de Miguel Collazo, y Los mundos que amo, de Daína Chaviano. Y por supuesto, Bradbury. Mi entonces muy pequeña hija y yo, desde la ventana de nuestro cuarto, cazábamos cada noche la posible presencia de un OVNI sobre la Loma del Burro.Vivíamos el furor de la naciente escuela de ciencia ficción cubana.

Hurtado y Collazo, los fundadores de la escuela cubana de ciencia ficción, ya habían muerto.
Daína, Alberto, Chely y Antonio Orlando fueron los continuadores. Fueron, también, los
creadores de las aventuras Shiralad, sobre una novela inédita de Chely que nunca se publicó.
En aquella época llegaron a mi vida.

Erik me insistió para que llevara conmigo en aquella primera visita algunos cuentecitos con los que yo quería armar un libro.El apartamento era muy pequeño y casi sin muebles, pero tan preciosamente decorado que me deslumbró. Había mucha artesanía, objetos antiguos muy curiosos (Chely llegó a encontrarse un viejo costurero en la basura de alguien, lo recogió y lo restauró hasta que  lo transformó en una reliquia hermosa). También había dibujos e ilustraciones colgados en las paredes, en un estilo muy raro que no me era familiar (yo había pasado cuatro años en San Alejandro y visto casi todos los libros en la biblioteca de la escuela). También había un raro olor, muy rico, un sahumerio. Era un incienso de sándalo. En la salita, justo en medio, tenían dos pequeñas mesas pegadas, cada una con su máquina de escribir, de espaldas una a la otra, de manera que cuando se sentaban a trabajar, ellos podían levantar la vista de sus teclas y mirarse, consultarse algo, sonreírse… en la única habitación, la cama era un colchón muy amplio colocado a ras de suelo. Unos pocos asientos, ni armarios, cómodas o escaparates. Y, creo recordar, un gato.

Mi estancia fue brevísima, Alberto me atendió, porque Chely estaba haciendo algo. Alberto me indicó que le dejara mis escritos, se los leería y me daría su opinión. Eran exquisitos en su trato, pero distantes y reservados, y me fui convencida de que jamás los volvería a ver. Pero me equivoqué. Poco después Erik vino a decirme que los escritores querían verme. Corrí, ¿volé? No sé. Llegué toda sofocada. Alberto tenía mi file sobre su mesa de trabajo y me lo devolvió: “Aquí hay un libro. Ármalo bien. Va a haber un concurso de ciencia ficción y los jurados van a ser dos amigos nuestros, Daína y Antonio Orlando Rodríguez. Manda el libro”. También me dio su opinión sobre cómo debía colocar los cuentos, cómo debían ser en todo libro el primer cuento, el del medio y el último. Esa fue la primera lección que recibí de él, y aquel libro, La poza del ángel, obtuvo el premio David de ciencia ficción de 1990.

A partir de entonces los visité con frecuencia. Cada visita era más larga y menos fría. Alberto y yo conversábamos mucho de cosas tantas que hacer una lista de ellas hoy sería ya difícil, pero la magia era uno de nuestros temas más gustados. Chely se sumaba cuando no estaba haciendo algo en la casa, cocinando, arreglando o reparando alguno de sus hallazgos increíbles. Los dos eran brujos consumados. Alberto había creado un oráculo, un tablero de adivinación cuya estructura dependía del Zodíaco, pero todos los espacios se llenaban con citas extraídas al azar de los libros inaugurales de todas las civilizaciones, y las piezas para trabajar en él eran ruedecillas dentadas de relojería. Alberto lo había nombrado Casandra, y muy pronto descubrí que sus vaticinios no conocían el error, pero había que poseer cierta sabiduría y poder de interpretación, dones que Alberto tenía sobrados. Casandra me daba un gran miedo, pero aun así le pregunté si yo también podía tener uno. Alberto me dijo que dependía de Casandra si quería parir para mí. Obtuve mi propio tablero, pero lo perdí años más tarde, porque revelé el secreto a unas personas que no eran dignas de tenerlo. Casandra se les desintegró en las manos.

Desde mis primeras visitas Alberto me reveló la naturaleza de la relación que los unía. Se amaban, pero habían decidido que fuera abierta en todo sentido. Si le sorprendió mi ausencia de reacción nunca lo supe. Creo que nunca coincidí con nadie en aquella casa, pero tampoco me habría ni sorprendido ni importado. Ellos llamaban a los sábados su noche de cine, veían muchas películas para analizar y aprender dramaturgia. Pero yo sabía que debía retirarme siempre a las seis de la tarde, porque no pasarían la noche solos. A veces los encontraba trabajando al mismo tiempo, tecleando como locos. Un día, aprovechando que se habían levantado a hacer café en la cocina, me asomé a la página que Alberto estaba escribiendo y vi una estructura extraña: dos columnas, diálogos, y la palabra PAUSA en altas y entre paréntesis se repetía a menudo. El lenguaje era hermoso, poético y antiguo, quedé en suspenso mientras leía. Literalmente me fui del aire, hasta que  la mano de Alberto se posó sobre la hoja y yo me sentí como quien ha cometido una penosa indiscreción: acababa de atisbar en un capítulo de Shiralad. De alguna manera ellos se dieron cuenta de que no se trataba de un curioseo morboso, porque comenzaron a darme lecciones sobre el guión de televisión.

Nunca conocí en persona a Antonio Orlando y Sergio Andricaín. A Daína ya la conocía del Oscar Hurtado y la había visitado en su casa. Los tres eran como seres de otro mundo, cada uno con su particular belleza, que era mucha en los tres, y aquel aire como ensimismado, lejano, cual si estuvieran llevando una doble vida: una aquí en la Tierra, y otra en los mundos que amaban.

Cuando se mudaron creí que los había perdido para siempre, pero pronto los visitaba de nuevo en aquella rara casita de Lawton, creo recordar que se encontraba en la ancha calzada de Dolores. Había un largo pasillo lateral, y al final una especie de jardincito al que se bajaba por un par de peldaños de cemento. En un costado de aquel mínimo bosque de plantas magníficas y flores otros dos peldaños conducían a una puerta. Era el nuevo apartamento, algo más amplio. El costurero invicto se encontraba en la sala, a un costado de la puerta, y todo era tan perfecto o más que en la casita de antes. Pasé con ellos largas veladas. Nunca olvidaré una escena en particular: era el atardecer y yo ya me iba. Ellos salieron a despedirme. Me detuve para hablar algo aún, Alberto se sentó en los peldaños y Chely, de pie a su espalda, le puso sus manos sobre los hombros. Sonreían bañados dulcemente por aquella luz naranja que caía sobre las plantas, y de repente se me antojaron un cuadro. “Yo quisiera algún día tener un amor como el de ustedes”, les dije, probablemente entre dos suspiros. Se sonrieron más, como quien sonríe a un niño pequeño que mira a sus mayores intentando comprender, y Chely me contestó: “No creas que ha sido fácil. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí”.

Nunca tuve un amor como el de ellos, porque lo que tuvieron, lo que sentían uno por el otro era un sentimiento perfecto y total. Para ellos no existían los géneros ni los roles, sino dos cuerpos que envolvían  una única alma, porque cuando pienso en ellos nunca lo hago como dos personas separadas, sino como una frase que alguien usó alguna vez para definir a los germanos: “Un animal bicéfalo, con una cabeza piensa y con la otra ejecuta”. No eran dos, sino aquel hombre ideal descrito por Platón en su diálogo El Banquete, donde el filósofo:

mostraba las enseñanzas de Aristófanes, quien explicaba cómo al principio la raza humana era casi perfecta: «Todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción». Estos seres podían ser de tres clases: uno, compuesto de hombre y hombre; otro, de mujer y mujer; y un tercero, de hombre y mujer, llamado ‘andrógino’. Cuenta Aristófanes que «los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo y combatir con los dioses«.

Según lo que me contaron de su pasado, sí que les había costado mucho a los dos ser ellos mismos y luego, cuando se conocieron en la Isla de la Juventud, defender aquella relación de completud, que pocos entendían salvo algunos poetas, sus amigos, pero todos los aceptaban porque eran un dúo magnético que deslumbraba por su belleza, su inteligencia, su sensibilidad. Pero cuando se salían de su círculo para interactuar en círculos ajenos, tenían que camuflarse y eso les causaba sufrimiento. Solo ahora, al leer las últimas entrevistas que Chely concedió, he logrado comprenderla totalmente cuando afirma que supo muy temprano en su vida que “nunca tendría paz”.

Perdí contacto con ellos cuando se fueron de Cuba. Nunca nos despedimos porque los tres decidimos no hacerlo. Años después supe de la muerte de Alberto, una de las que más me ha conmocionado entre las muertes de todos mis amigos, de los que ya no me queda ninguno en este mundo. Volvimos a reunirnos en la distancia y ella me envió dos de sus obras teatrales. Las puertas del cielo me impresionó tanto que me sembró ese fermento que es como un algo que roe por dentro al escritor y devora su paz, instilándole una agónica, impostergable necesidad de escribir. Esa obra de Chely fue el fermento del que nació mi novela La casa del alibi, y el pilar compositivo y conceptual sobre el que se sostienen mis cuatrocientas páginas. Se lo conté, y le pedí permiso para usar la obra en su totalidad. Fue tan generosa que no solo me lo concedió, sino que accedió a escribir varias partes de la novela, las mejores, superiores a todo lo que escribí yo, porque Chely, ilustradora, pintora, fotógrafa, escenógrafa y una de las más grandes poetas que ha dado Cuba después del 59, como también fue Alberto el mejor de su generación,  maneja la ecfrasis mucho mejor que yo. Su descripción del Berkeley Viejo en California está impregnada de una visualidad tan magnífica y una poesía tan profunda, que una amiga mía residente en Miami desde su infancia, luego de leer la novela tomó su furgoneta y manejó miles de kilómetros en busca de aquel lugar encantado para mudarse a él. Hasta algunas de las fotos que Chely estaba creando en aquel tiempo, y me enviaba puntualmente, estuvieron a punto de convertirse en la imagen de cubierta de la novela. Por alguna razón que nunca llegó a revelarme, rechazó mi solicitud de anunciar la novela como una coescritura nuestra. Nunca me dijo por las claras, pero me había contado que ella seguía en contacto con Alberto y compartía con él todo en su vida, y él la aconsejaba y continuaba guiándola.  Solo me dijo que alguien que sabía lo que nosotras no podíamos saber le había indicado que no aceptara figurar como coautora. Sé que algunas cosas que he escrito aquí bastarán para que algunos sonrían triunfales y nos señalen con el dedo, a ellos y a mí, aullando: “¿Lo ven? ¡Siempre dijimos que eran tres locos!”. No sé si a ellos los lastimó alguna vez aquel cartel. A mí nunca me ha importado.

Cuando supe que Chely se había convertido en trans, no signficó nada para mí. Lamento no poder referirme siempre a ella en masculino, pero mis recuerdos no me ayudan, porque a mi memoria se le impone siempre su figurita como de filigrana, su bellísimo rostro con rasgos ligeramente asiáticos, su oscura cabellera ondulada y rebelde, sus ojos infinitos, la extrema tersura de aquella piel delicadísima de un tono amarfilado y pálido, su expresión de niña cuando sonreía, que no lo hacía mucho, su languidez, tras la que guardaba uno de los espíritus más recios que he conocido. Pero sobre todo recuerdo sus manos, que eran como de hada, con aquel don extraordinario que tenían para convertir cualquier desecho en un objeto bello y codiciable. Alberto era un ejemplar hermoso de masculinidad, y también era recio, aunque tuviera una mirada muy suave a veces, que podía transformarse de repente en la de un lobo que acecha su presa. Moreno, barbado y musculoso aunque delgado, era muy atractivo, con ese toque sutil, como de pantera, propio de los andróginos perfectos. Juntos o separados transpiraban una sensualidad agresiva y delicada a un tiempo.

He leído el epitafio de Daína, pero aunque sé que la muerte de Alberto se llevó consigo una gran parte del alma de Chely y la hundió para siempre en alguna especie de sobrevida, no creo que haya matado “la mujer que había en ella”. Volviendo a la imagen del hombre ideal platónico, creo que perderlo le rompió la esfera perfecta en que había alentado hasta aquella tarde, en Quito, cuando encontró su cuerpo sin vida en medio de la calle. Mientras lo acunaba entre sus brazos no se moría en ella la mujer que nunca hubo, sino se mutilaba de un repentino tajo el andrógino mágico. Aquella muerte prematura y absurda fue, como rezaba uno de los vaticinios de Casandra: “El pañuelo exacto de la despedida”. Quien haya tenido la terrible desgracia de reunir los fragmentos dispersos del alma para continuar la andadura penosa de la sobrevida, sabe de lo que hablo. (Gina Picart. Leer más en...)

Publicar un comentario

Gracias por participar

Artículo Anterior Artículo Siguiente