El hotel Trotcha, por la memoria que ha quedado de él en el imaginario de La Habana, debió ser un lugar no solo bello, sino tamién lleno de glamour, por cuyos salones pasaron las figuras más prominentes de la alta sociedad habanera, pero no era un lugar exclusivo, por lo que, en realidad, constituyó un concurrido punto de reunión de El Vedado.
Buenaventura Trotcha fue un
catalán que en 1850 tocó tierra cubana en Cárdenas, y venía, seguramente,
cargado de sueños, ambiciones y expectativas, como todos los inmigrantes
españoles. No tengo mucha información sobre cómo hizo fortuna, aunque parece
que se dedicó a la construcción y venta de casas, y debió irle muy bien, porque
en 1880 compró terrenos a bajo precio en El Vedado, más allá de las canteras de
San Lázaro. En 1886, ya había construido en sus nuevas posesiones un salón de
recreo para familias adineradas y miembros de las sociedades regionales
españolas.
El edificio era de estilo
ecléctico, mezcla de elementos españoles y neoclásicos con techo de madera a
dos aguas; el paisaje circundante era hermoso, pasaban cerca las insalubres
aguas de La Chorrera, pero Buenaventura instaló un sistema de drenaje que cumplía
su cometido a la perfección y desvió, además, las aguas del canal de Albear
hacia su propiedad, lo que le permitió, con su buen olfato mercantil, rodear el
edificio de agradables y perfumados jardines que se extendían hacia el mar, muy
cerca de los célebres baños de El Vedado. Un catalán nunca teme a los pequeños
obstáculos, y los grandes no existen para él. Qué duda cabe.
El salón, al principio de una
sola planta, fue decorado con gusto por un pintor y escenógrafo. Tenía una sala
de billar, otra de lecturas, un restaurante, algunos espacios complementarios y
mucho confort. Con el tiempo, Buenaventura añadió un entresuelo con soporte de
columnas de hierro y vigas de acero forradas con madera. Se llegaba a esta
incipiente segunda planta por una vistosa escalera de mármol blanco embarandada
de hierro forjado. Allí, Buenaventura ubicó un escenario, una guardarropía y
áreas de apoyo. No solo era un sitio para estar cómodamente cerca del mar, sino
que no tardó en convertirse en un centro de actividades socioculturales, y se
celebraban en él retretas muy concurridas y fiestas en las que descollaba lo
más granado de la sociedad capitalina.
La decoración interior era de
estilo Art Nouveau, con muebles de época, macetones de arecas, pisos
alfombrados y multitud de espejos ricamente enmarcados en los que las damas
podían contemplar su belleza y sus atuendos a la suave luz de las bujías.
Cuenta la escritora Dulce María Loynaz que su madre la llevó al Trotcha para
que viera por primera vez la luz eléctrica.
El osado catalán continuaba
aumentando sus dineros gracias, en muy buena parte, a los dividendos rendidos
por aquel salón que muy pronto se puso de moda entre la cremme habanera. Ya en
1890, el orgulloso propietario construyó sobre el entresuelo dos nuevas plantas
destinadas a habitaciones, con lo que el salón ascendió ese año a la categoría
de hotel, el primero de El Vedado.
Había corredores, como en los más
modernos hoteles europeos y norteamericanos, y una suite para recién casados.
La novedad más atractiva
consistió en que, a diferencia de los hoteles españoles con un incomodísimo e
impropio cuarto de baño por piso, el "Trotcha" cubano tuvo 20 habitaciones con
sus respectivos baños dotados de todas las comodidades que se conocían en la
época. Europeos que se hospedaron allí declararon entusiasmados que no tenía
nada que envidiar a los mejores hoteles de Niza, la Riviera francesa y San
Sebastián, por entonces los balnearios más célebres y frecuentados de Europa.
Mucho se ponderó la impresionante reja de la entrada, cuyo trabajo de forja
deslumbraba a los huéspedes con su esplendor. El joven poeta Julián del Casal,
poco amador de lo cubano y gran admirador de lo europeo, en especial si era
francés, escribió:
Tiene a la entrada una verja de hierro cuyas
hojas permanecen siempre abiertas. Detrás de la verja se encuentra un jardín
encantador, lleno de plantas deliciosas y de arbustos floridos. Los senderos
están cubiertos de arena, a la manera de un parque inglés. En los ángulos del
jardín se han levantado cuatro glorietas espaciosas, bajo cuya sombra pueden
descansar los huéspedes, sentados alrededor de elegantes mesitas, saboreando
sus licores predilectos.
Cuando terminó la llamada Guerra Necesaria (1895-1898), contra el colonialismo español en Cuba, el hotel fue arrendado a Buenaventura por la Comisión de Evacuación del Ejército peninsular, dirigida por los ocupantes militares estadounidenses.
De paso, establecieron allí la sede del primer Gobierno interventor norteamericano, y más
tarde sus lujosas habitaciones concebidas para el descanso y el placer -en las
que se dice que hasta llegó a pasar alguna que otra noche de pasión la bella
dama Catalina Lasa del Río, en compañía de su amante, el hacendado Juan de
Pedro Baró- sirvieron de alojamiento a la primera Administración de Correos de
La Habana y el primer Tribunal Supremo de la Isla.
Tales circunstancias no
harían decaer el ánimo emprendedor de Buenaventura, quien ni corto ni perezoso
se apresuró a construir en 1902 otro bloque de viviendas en los terrenos
aledaños del edificio, al que bautizó como El Edén, dando así una prueba más de
su bendito olfato para influir en la fantasía de sus clientes. Dos años más
tarde agregó otro bloque al que llamó Washington.
Luego, llegaron tiempos menos
esplendorosos para los negocios, las flamantes vacas gordas fueron suplantadas
por el triste rebaño de las vacas flacas, y en la década de 1930 el radiante
hotel Trotcha se convirtió en una casa de huéspedes. Los habaneros, y hasta los
visitantes extranjeros de La Habana preferían permanecer en refugios menos
expuestos a la súbita llegada de los matones del tirano Gerardo Machado.
En la década de los años 20 del siglo anterior, el "Trotcha" comenzó a verse rodeado por casas modernas, edificios imponentes y hoteles más
grandes y lujosos, y llegó para él la decadencia. Cuentan quienes lo vieron
agonizar que fue víctima de la violencia de la naturaleza tropical. Su
arquitectura exterior era frágil y no resistió los embates del tiempo, los
ciclones y las fuertes lluvias del clima extremo de La Habana.
Parte de las ruinas de la edificación. |
Un incendio, en 1986, destruyó lo que quedaba de la edificación, y solo dejó en pie el pórtico con sus columnas. Un día de 2017, el ciclón Irma arrasó con los restos mortales del "Trotcha". (Gina Picart Baluja)