Para quienes caminaban aquella mañana por la Plaza de Armas, en el corazón de La Habana Vieja, la sorpresa de ver a un individuo acostado en cruz sobre la calle, desafiando las palas mecánicas, aún no ha podido borrarse de sus mentes.
"¡Sobre mi cadáver!",
gritaba el hombre, decidido a no permitir que pavimentaran la calle de madera
que hombres de otras épocas legaron a la ciudad. Ya habrá comprendido el lector
que ese hombre era Eusebio Leal.
Especialistas aseveran que ese incidente ocurrió en un tiempo que califican como la etapa heroica, en que se sembró la idea de la restauración. Hubo una relación tirante y de desconfianza entre la organización administrativa —digamos así— de la cultura, y la cultura misma, y Eusebio, por otra parte, por haber pertenecido a la Juventud de Acción Católica, no gozaba de la simpatía de "los factores"(dirigentes de organizaciones políticas o de masas).
Se había roto, frente al Palacio de los Capitanes Generales, un pedazo de calle, junto al cañón de la esquina del Palacio del Segundo Cabo. Era una breve prospección arqueológica.
Por esos mismos días, una rastra cargada de azúcar se había hundido en uno de los espigones del puerto, y cuando excavaron para buscar la causa, se encontró bajo el pavimento un sedimento de adoquines de madera. Para reparar el espigón, se sacaron cientos y cientos de esas piezas, que fueron recogidas por Eusebio Leal y sus colaboradores —que entonces no eran muchos— y trasladadas en carretillas para la Plaza de Armas, pero ya sin tiempo para reparar la oquedad en la calle antes de que tuviera lugar la programada visita de una dignataria extranjera.
Las autoridades de la cultura plantearon al gobierno de la ciudad que era indispensable cerrar el hueco, porque no querían prestarse a recibir a tan distinguida visitante con la calle rota, toda vez que la sede de la administración cultural radicaba entonces en el Segundo Cabo. Eusebio propuso poner carteles, y así lo hizo, con el texto "excavaciones arqueológicas". Pero la presión seguía siendo tan fuerte que el gobierno decidió enviar equipos pesados para que, sin demora, pavimentaran la calle y cerraran el hueco.
Esa mañana, cuando los equipos llegaron, Eusebio se acostó en la calle rota. El barrio, de inmediato, se movilizó a su favor, porque había persuadido a la vecinería de la importancia de preservar el patrimonio. Así resultó imposible pavimentar la calle de madera. Diría Eusebio:
Entonces esa calle es un monumento anticipado a la perseverancia, al valor para enfrentar una situación adversa, y su resultado es que hoy esos árboles muertos que sirvieron para pavimentarla se convirtieron en un bosque de árboles vivos.
Imagen que nos enaltece
Quiso el escribidor evocar ese pasaje de la vida y el quehacer del hombre de quien celebramos en estos días —hablo en presente— su 81 cumpleaños. Ilustra, como pocos, el tesón, la fe y la confianza en sí mismo de aquel que, con un nivel de escolaridad de quinto grado, pero con el empuje de sus veintitantos años, se propuso restaurar el Palacio de los Capitanes Generales y rescatar la Oficina del Historiador, y que desde muy temprano comenzó a ver la ciudad como un símbolo de la resistencia de Cuba.
"Yo no he hecho más que continuar, modestamente, lo que Emilio Roig y otros precursores hicieron antes del triunfo de la Revolución", dijo, y se dedicó entonces al cuidado no solo de la ciudad colonial, sino de la ciudad republicana —el edificio Bacardí, la Lonja del Comercio, la Casa de las Tejas Verdes, el Casino Español, ¡el Capitolio!— y la ciudad de la Revolución, con sus escuelas de arte.
Al recuperar el Centro Histórico, trajo de vuelta una imagen del pasado que nos enaltece como nación para irradiarla al resto de la ciudad, el país y el mundo.
Su concepción fue la de una ciudad habitada, pues lo animó la convicción de que no era posible restaurar un conjunto monumental habitado si se saca a su población.
Por eso, de manera rabiosa e intransigente, defendió la tesis de la permanencia de la comunidad en el Centro Histórico. A los que no vacilaron en reprocharle que acometiera la restauración del Capitolio (sede de 1929 a 1958 del Parlamento bicameral) dio una respuesta categórica desde las páginas de este periódico (Juventud Rebelde):
Los edificios no son culpables de lo que ocurre en ellos. Si no, habría que empezar por demolerlo todo, porque seríamos incompatibles con los fantasmas que en cada momento brotan del pasado. Y no se puede luchar permanentemente contra los fantasmas. Hay un momento en que se hace un punto final y se comienza la historia.
Personal
Conocí a Eusebio en los años 70, durante aquellas jornadas de los sábados en la Plaza de la Catedral que juntaba a artesanos, plásticos, periodistas, escritores… y que, entre otras cosas, servían para ver y para que nos vieran. Tenía Eusebio en ellas su espacio. En un momento determinado de la tarde, seguido cada vez por un grupo más numeroso de interesados, hacía un recorrido por el entorno de la Plaza para detenerse ante palacios, templos, fortalezas, y dar cuenta de sus sucedidos… Hoy veo aquello como un antecedente de su programa televisivo Andar La Habana.
Siguió, en su despacho de entonces, en un entresuelo de los Capitanes Generales, una entrevista desafortunada en la que el escribidor, ingenuamente, pretendió bailar en casa del trompo. Nos distanciamos, pero no dejaba, sin embargo, de invitarme a sus conferencias y presentaciones; enviaba invariablemente un propio a mi casa con el aviso, hasta que, de manera casual, coincidimos en Lima, Perú, y la relación retomó su curso.
Vienen a la mente algunos de nuestros encuentros. Recuerdo el día en que, a la salida de la Lonja del Comercio, como cualquier hijo de vecino, nos sentamos a conversar en un quicio, y Eusebio, que era muy goloso, se explayó con Silvia Mayra, mi esposa, en una larga plática sobre comidas.
Sentía debilidad por los dulces en almíbar y evocó, nostálgico, las croquetas de Silvia, su madre, antes de referirse a las fritas, las frituras de bacalao, los bollitos de carita… Por cierto, al escuchar la palabra bollitos, un estudiante de secundaria básica, que seguía la conversación, sonrió con picardía antes de marcharse. "Este pensó de seguro —comentó Eusebio— que estamos hablando de cosas de relajo". Quiso que Silvia Mayra le prepara unas frituras de bacalao. No hubo tiempo ya para eso.
Me honró con su presencia en la presentación de algunos de mis libros y tuvo a su cargo las palabras de elogio en la presentación de Viendo La Habana pasar, título a cuatro manos con el dibujante Evelio Toledo.
Estaba ya enfermo, pero todavía no se vislumbraba el final, que era inexorable. Fue así que me atreví a pedirle las palabras introductorias de mi libro La Habana; la ciudad contada, que aparecería con el sello de la editorial Arte y Literatura. Me dijo que le enviara el manuscrito, las escribió y me las hizo llegar, pero ya no volví a verlo. Fue de las últimas cosas, si no la última, que escribió. Por aquellos días, la TV lo captó a su llegada a las exequias de Rosa Fornés, en el teatro Martí. Vestía severamente de negro, mientras su hijo Javier y Luis Pardo, su amigo y chofer, más que acompañarlo, parecían sostenerlo.
Varias veces cambió de oficina en el transcurso de los últimos años. A aquella del entresuelo siguió la del Palacio de Lombillo, en la Plaza de la Catedral, y a esta, la de la Casa Pedroso, en la Avenida del Puerto. La última la tuvo en la casa que fuera de don Francisco Arango y Parreño, el llamado estadista sin Estado, eminencia gris de la sacarocracia criolla, en la calle Amargura. En su fachada hizo colocar una tarja en la que se lee —escribo de memoria— que lo que fue felicidad para muchos, había sido amargura para él.
Lo dijo muchas veces:
Me veo a mí mismo como una persona que ha contraído una alta responsabilidad… Como alguien que persevera en mantener una obra que solo el tiempo, la historia, enjuiciará en su debido momento. Considero mínima mi labor historiográfica. Mi legado es de palabras y estas se las lleva el viento.
Era categórico cuando afirmaba que, si la vida lo pusiera en la disyuntiva de salvar un edificio, un solo edificio, se decidiría por el Palacio de los Capitanes Generales o, tal vez, el Templete.
Fue siempre un guardián de la memoria este hombre que en estos días celebra su 81 cumpleaños. (Redacción digital. Con información de Ciro Bianchi. Tomado del periódico Juventud Rebelde)
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