Hace muchos años, cuando era una joven estudiante de la Escuela Nacional de Artes Visuales San Alejandro y comenzaba a visitar el Museo Nacional de Bellas Artes, uno de los cuadros que llamaron mi atención fue la pintura de una dama lánguidamente recostada en una gran butaca de mimbre de estilo colonial, y de fondo, el mar.
La escena estaba en un interior y, entre la habitación y el océano azul, se abría un jardín separado de este por una valla de madera encrucetada, todo invadido por la luz naranja y oro del atardecer.
Aquella mujer vestía un traje vaporoso que algunos insisten todavía en creer la tradicional bata cubana, pero si se observa bien, se ve que en realidad es un traje de dos piezas compuesto por blusa de mangas largas y falda que cubre más allá de los tobillos.
¿Olán, encaje, muselina…? Eran los tejidos que más usaban nuestras damas en la época en que estaba fechado el cuadro, pero al menos a mí nunca me ha sido posible definirlo.
La estancia interior en la que se encuentra la dama tampoco parece exactamente una habitación, está demasiado vacía y la adorna una areca. Esta planta fue muy utilizada en la ornamentación de interiores durante el art nouveau de la segunda mitad del XIX. No era usual en la concepción arquitectónica de entonces que una habitación interior, sobre todo de una señora, se abriera al afuera con tan poca intimidad. Decidí que se trataba más de un lobby o del final de un corredor. Todavía lo pienso.
Nótese que la pose de la dama es relajada, con una pierna delicadamente cruzada sobre la otra y los brazos descansando cómodamente sobre los brazos de la butaca. Tiene la cabeza medio ladeada sobre su hombro. Su mirada se dirige al mar, pero no parece estar contemplándolo, porque es una mirada perdida, como de quien se encuentra sumido en alguna reflexión, un recuerdo, una evocación…
Con el tiempo, he visto que algunos especialistas aventuran que la dama se encuentra nada menos que en el corredor o salón que da a la salida trasera de la archifamosa Casa del Alemán, el chalet que todavía se mantiene en pie en la propiedad de la que fue la mansión de la familia Loynaz del Castillo en la calle Línea y 14, de El Vedado habanero, donde la poetisa y escritora Dulce María Loynaz y sus hermanos Flor, Enrique y Carlos Manuel pasaron su juventud, y que Dulce abandonó para mudarse a la casa de la calle 19, con su segundo esposo, el cronista social Pablo Álvarez de Cañas.
Casa del Alemán. Foto: blog Hija del Aire. |
Ese mismo chalet que, en efecto, perteneció a un ciudadano germano y que, complaciendo el ruego de Dulce, su abuela materna, María Regla Muñoz, compró junto con el terreno que le rodeaba para evitar que fuera talado un flamboyán cuyas flores rojas tapizaban la habitación de la nieta hacedora de versos.
También se ha especulado que la dama del cuadro era una antepasada de la escritora, su abuela o su madre tal vez. Pero algo de ello es inexacto y algo resulta incierto.
No sé si la Casa del Alemán perteneció siempre a ese hombre, pero sí se sabe que no fue construida como una casa de vivienda. Primero fue un hotel. Uno de los varios hoteles llamados “de baños” que se alzaban en la costa norte de La Habana, en el tramo que va desde el centro de la ciudad hasta el final de El Vedado, y a los que acudía una multitud de personas para tomar baños de mar que, en la época, eran casi siempre prescritos por los médicos como curas de salud muy eficaces.
Uno de esos hoteles fue el célebre Trotcha, que comenzó como una casa de baños de madera y terminó siendo el más moderno de Cuba, con todas las comodidades que nos llegaban de los Estados Unidos, incluida la presencia de baños en las habitaciones en vez del baño colectivo en cada piso, como era costumbre en las edificaciones españolas.
Pero volvamos a la Casa del Alemán. No conozco cómo se le llamaba cuando era un hotelito, pero que fuera esa su función explica perfectamente por qué la estancia donde descansa la dama está desnuda de otros muebles: es, en efecto, una especie de saloncito al final de un corredor por el que los huéspedes salían a la playa. Pero no se piense que los baños se tomaban como ahora, cada cual con su trusa, su bolso de playa y a pisar la arena para después zambullirse. No. Toda la costa estaba sembrada de casetas de madera donde los bañistas podían cambiarse o sentarse a compartir un refrigerio.
Algunas de estas casetas tenían alegres toldos rayados de vivos colores que resguardaban del sol a quienes no deseaban broncearse, pero sí exponerse a las brisas salitrosas con el salutífero olor a yodo, como tan bien puede verse en el filme italiano Muerte en Venecia.
Los empleados del hotel podían alcanzar en bandejas lujosas los refrescos y las golosinas apetecidas por los bañistas, llevar recados, una nota disimulada que algún enamorado caballero intentaba hacer llegar al objeto de sus pensamientos…
Tampoco la playa era mar abierto, porque no era cosa de que se lanzaran entre las olas juntos y revueltos señores y señoras, damitas y jovenzuelos.
Pocetas que vencen el paso del tiempo. Foto: tomada de Internet. |
La playa tenía pocetas construidas en los arrecifes, allí donde la morfología de la costa lo permitía, o de lo contrario, espacios separados por cuerdas, que cada familia podía reservar para su uso, sin que su privacidad y disfrute fueran invadidos por extraños. Y desde luego, las playas eran privadas o públicas, porque no era cosa de que los burgueses y aristócratas que acudían a remojarse compartieran el agua con el sudor de la gente pobre o de menor rango social.
Hay una crónica del periodista Ciro Bianchi, que le fue inspirada por el libro Crónicas, que recoge las piezas de este género también cultivado por Dulce María Loynaz, y que son, en verdad, muy hermosas, pero sobre todo de gran valor histórico por lo que hay en ellas de riquísimo testimonio.
El Vedado, en un periódico de la época. Foto: tomada de Internet. |
En estas breves páginas, Ciro describe muy bien los baños que, desde el siglo XIX, ya hacían de El Vedado una zona de recreo muy solicitada por los habaneros:
Los orígenes de El Vedado como barrio residencial hay que buscarlos en 1858. En un comienzo la venta de terrenos fue lenta en la barriada y hacia 1870 existían allí solo unas veinte viviendas. Fue la cercanía del mar una de las razones que dio relevancia a la zona. En la línea de la costa, desde G hasta Seis, se establecieron a partir de 1864 varios balnearios.
La calle E fue conocida popularmente con el nombre de Baños –calle Baños- porque llevaba a las pocetas del balneario El Progreso, muy pintado de rojo y blanco, el preferido de la elite que empezaba a ambientarse en El Vedado. Otro de esos establecimientos, Las Playas, se situaba al final de la calle D, mientras que el área que ocupaban los baños de El Encanto, tradicionalmente pintados de verde, no se recomendaba para niños por estar situada en un recodo de la costa en el que el mar era muy profundo. Se hallaban, al final de la calle Paseo, los baños de Carneado […]
POCETAS DE AHOGADO
La gente se bañaba entonces en lo que se llamaban pocetas de ahogado, que aprovechaban la disposición de las rocas o se cavaban artificialmente en ellas. Las había pequeñas, con locales reservados para la familia, y otras muy amplias, que utilizaban, por separado, hombres y mujeres.
El dueño de El Progreso hizo un negocio redondo: sobre la gran nave que cubría sus pocetas construyó catorce apartamentos dotados de sala-comedor, dos habitaciones y servicios, que alquilaba por cien pesos mensuales, y en Tercera entre B y C, edificó pequeñas casas de madera destinadas también al alquiler durante la temporada veraniega, sin contar que el derecho al baño de mar costaba cincuenta centavos.
No eran los mencionados los únicos baños ni estos se ubicaban únicamente en El Vedado. Se hallaban aquí también los baños de El Océano. Los había asimismo en Cojímar, y en la muy habanera calle de San Lázaro eran famosos y muy frecuentados los de San Rafael o de Romaguera, frente a la calle Crespo, el de Los Soldados, en Blanco, y los de La Madama, muy pequeños y sucios, frente a Gervasio. Sobresalían, entre ellos, los baños de los Campos Eliseo, frente a la calle Cárcel. Todos fueron desapareciendo a medida que el Malecón avanzaba hacia el oeste.
A fines del siglo XIX y comienzos del XX era de buen tono pasear por la calle Baños, una vía alegre que conducía a la glorieta de los baños de El Progreso. Era el paseo de moda, dice la Loynaz y añade: “Al llegar allí las familias forman grupos, y las que no proceden a tomar el saludable baño matutino, se sientan en las cómodas mecedoras de la terraza a conversar y a contemplar el espectáculo del mar que no fatiga nunca, o discurren a lo largo de la ribera donde el paisaje es hermosísimo, sobre todo a la caída de la tarde”. Hay bailes, carreras de cintas y juegos de prenda. Y regatas de balandros. Damas y caballeros vestidos con atuendos especiales para la ocasión, encaminados siempre los de ellas a defender el nacarado cutis de los rigores del sol y los de ellos a darle aire de viejos y consumados lobos de mar. El agua salada y las brisas marinas abren el apetito.
Una buena merienda se asegura en el cercano hotel Trotcha, cuyos jardines adornados con fuentes y grutas artificiales proporcionan frescura y un buen descanso. Más allá, el restaurante Arana –situado en el área que ocupa el restaurante 1830- ofrece un espectacular arroz con pollo en la chorrera, por el lugar donde se elabora, en la desembocadura del río Almendares; arroz con pollo en la chorrera y no a la chorrera, como se dice equivocadamente. En el hotel Chaix –no ha podido el escribidor precisar su ubicación- se disfruta de la música que sale de un fonógrafo de a los de diez centavos la tanda.
La temporada de baños se hacía animadísima con los recibos elegantes que se programaban en algunas casas de la zona. En ellos se dan cita las figuras más conspicuas de la sociedad habanera de entonces, cuyos nombres eran precedidos por el adjetivo consagrador de Enrique Fontanills, maestro de la crónica social. Nombres que hablan hoy de fragancias pretéritas, de un refinamiento fenecido, de una gracia que pasó.
Y aclarada ya la naturaleza de la estancia casi desnuda donde descansa la dama del óleo misterioso, toca establecer su identidad, o para ser más exactos, no precisamente decir quién es, sino quién no es.
No se trata de ninguna antepasada de Dulce María ni de ninguna mujer vinculada a la familia Muñoz Sañudo, la de su madre, propietaria de terrenos en la zona y de un reparto en la parte sur de El Vedado, conocido como el reparto Rebollo, pues este había sido el apellido de la bisabuela asesinada de los hermanos Loynaz en el horrendo crimen que ha pasado a la historia habanera con el nombre de la calle en que fue cometido: el crimen de la calle Inquisidor.
Como expliqué antes, el hotel que fue después conocido como la Casa del Alemán no solo no pertenecía a la familia Muñoz Sañudo en la época en que el cuadro fue pintado, sino que en esas fechas la familia residía en Centro Habana.
El pintor no dejó, hasta donde sé, ninguna pista sobre la identidad de la mujer a la que retrató con tanto detalle, que hace sospechar en él un interés más profundo que el que suele inspirar una simple modelo o alguien que, sin saberlo, posa ante la mirada del artista de manera enteramente casual.
Guillermo Collazo (1850-1896) nació en Santiago de Cuba, y a la temprana edad de 15 años su familia lo envió a los Estados Unidos para ponerlo a salvo de las autoridades coloniales, quienes lo buscaban por estar involucrado a las actividades de la Guerra del 68.
Guillermo Collazo. Foto: Museo Nacional de Bellas Artes. |
En Nueva York, frecuentó a José Martí, a quien conoció en la casa de los Mantilla, e incluso le ayudó a conseguir un empleo como periodista.
Del país norteño, regresó a La Habana en 1883, y en 1888 siguió viaje a París, donde alcanzó cierta notoriedad en la vida artística de esa capital europea.
La siesta fue pintado en 1886, según unas fuentes, aunque otras lo fechan dos años más tarde. Me inclino por la primera fecha.
A Collazo se le considera uno de los pintores cubanos más interesantes del XIX. Cultivó una amplia variedad de géneros, como el retrato, el paisajismo y las escenas.
Fue un dibujante impecable y exquisito en su empleo del color, capaz de conseguir de manera magnífica los tonos naturales de cada hora del día, los matices de las pieles, las atmósferas, en fin, bellísimas y casi mágicas de sus óleos, y la muy difícil luz de Cuba.
En La Habana, resultó un pintor muy reconocido, y Julián del Casal describe en sus Crónicas su lujoso estudio, al que acudían los aficionados a las artes y una escogida clientela.
Me temo que he violado el misterio que rodea a La siesta, y con ello he roto su encanto…(Gina Picart Baluja)