El programa se llamaba Boleros en la tarde y yo era su oyente fijo. Estábamos en 1965; además de estudiante, me desempeñaba como maestro nocturno de lo que llamaron Seguimiento, una acción concebida para que los recién alfabetizados terminaran la enseñanza primaria.
Me pagaban 25 pesos al mes y con ellos cubría parte de mis viajes al cercano Camajuaní para mis estudios, pues en el batey del Central Carmita no existían centros de enseñanza media y en mi casa entraba un solo salario mensual, de 128.64 pesos. Yo demandaba dos diarios, de manera que, con los 25 de mi labor magisterial, financiaba doce días y medio mientras los otros siete y medio restantes salían del bolsillo del gallego Ramón Mazaira Quintela, mi padrastro.
Los boleros me cautivaban y Leopoldo Ulloa era una especie de modelo poético, con José Tejedor y Luis Oviedo como divulgadores de mi número favorito. “En el balcón aquel” la luna se asomó y el rostro de mi condiscípula más bella, la de los bucles rubios y los ojos de caramelo, iluminó la escena ideal de un futuro que nunca se hizo presente. Ella creció —y yo también— y no sé si su destino (¡ayúdame, Carlos Drumond de Andrade!) fue terminar casada con J. Pinto Fernandes, que no tenía vela en ese entierro.
Barbarito Diez, Tito Gómez, por supuesto que el Benny, Roberto Sánchez, Lino Borges, Roberto Faz, Vicentico Valdés, Blanca Rosa Gil, Rolando Laserie, Ñico Membiela, Panchito Riset y muchos otros estimulaban mi adrenalina en las azulosas tardes del batey. En aquellas jornadas bendecidas por el tiempo sin magnitud estática, viajaba a los 50 y me convertía en uno de mis tíos maternos, ratones de victrola que no le escatimaban níqueles al aparato mientras las cervezas salían de detrás del mostrador de formica del bar Cinema de Zulueta para regresar, ya desangradas, a sus huacales. Yo, con 17 cumplidos, los acompañaba, aunque me mantenían a raya en eso del alcohol.
Eran los años inaugurales de la Revolución. El ataque por Playa Girón, la lucha contra bandidos, la Crisis de Octubre y los atentados terroristas eran titulares casi diarios. La guerra en Vietnam subía de tono y en Cuba despedimos al Che. Se hablaba también, con fuerza, de la cercana zafra de los diez millones y, para todos nosotros, ir como voluntarios a cortar caña los domingos clasificaba dentro de lo más normal: por las mañanas la caña y por las tardes el juego de pelota, o de voleibol, pues por aquellos días ese deporte se empezó a practicar en los bateyes azucareros.
Los de mi generación empezábamos a descubrir la vida revolucionaria, con sus reafirmaciones y confrontaciones. De inicios del lustro data el inmortal “Patria o muerte. Venceremos”. Puede que no entendiéramos muy bien aún por qué aquellos milicianos marchaban el día entero, ni la proliferación de discursos, ni por qué debíamos cumplir el servicio militar obligatorio, pero como habíamos vivido los últimos años de capitalismo en Cuba, con los crímenes de la dictadura de Batista frescos en la memoria, la tendencia natural de nuestra incipiente formación política y humanista nos ponía de parte del nuevo mundo que nos prometía el recién instaurado poder revolucionario, aunque ello implicara más militarización de la que nuestro espíritu, genéticamente civil y dado a la poesía, prefiriera.
La banda sonora de la época, aún con los boleros como principal exponente, se había enriquecido con himnos revolucionarios y también —cómo no— con las pulsaciones del rock, no tan bien visto, pero tampoco prohibido a rajatabla, como se viene repitiendo de manera equivocada.
Al respecto me permito una digresión: se ha convertido en una verdad goebbeliana la mentira de que en Cuba estaban prohibidos los Beatles y el rock. Yo recuerdo a la perfección haber oído por la radio cubana, a inicios de los 60 (aunque se trataba de éxitos de los 50), a Bill Halley y sus Cometas (“Rock around the clock”), Ricky Nelson (“Poor little fool”), Elvis Presley (“That’s all right”), Neil Sedaka (“Oh, Carol!”), más otras de grupos angloparlantes. Y que más o menos por 1966 llegaron, para ocupar buenos lugares en la lista de éxitos del programa Nocturno —y en Sorpresa musical, con Chucho Herrera y su “reloj grande y redondo” hablándole—además de Yesterday, A hard day’s night y And I love her, otras de grupos como Four Seasons, The Dave Clark’s Five, The Mamas and the Papas, The Rolling Stones, The Beach Boys, The 5th Dimension…
Sí existía una fuerte oposición oficial a que imitáramos aquellos modelos para expresar nuestra rebeldía juvenil, pero aquella música fue reconocida y difundida, aunque inútilmente algunos trataran de enfrentarla, desde plataformas públicas, con otras compuestas en nuestro país, como el Pilón, el Pa’cá y el Mozambique, ritmos que al paso de los años —ya lejos de la absurda competencia con el rock— validaron su fuerza como buenos exponentes de nuestra tradición musical.
Lo que más me interesa destacar en este aleatorio recuento es la manera tan natural en que muchos jóvenes de mi generación fuimos asimilando e incorporando nuestro comportamiento (a veces contra tendencias familiares) a las tareas de una época donde los cambios radicales eran pauta sostenida y sentíamos que el mundo se transformaba (o se transformaría) con nosotros.
El cuestionamiento ansioso e iconoclasta que percibo en quienes, jóvenes hoy, se declaran ya en condiciones de plantar reclamos de elevado tono disidente, me conduce de inmediato a la comparación, no ya con las atrocidades del capitalismo precedente, sino con la vida que como jóvenes enfrentamos otros, sobre todo pensando en el futuro que no era más que ese presente de ellos, de muchas más plenitudes que el nuestro. Cada día son mayores las libertades, posibilidades de superación, posesión de objetos suntuarios, menos exigencias y más posibilidades de actuar en sintonía con el mundo.
Que las épocas cambian, y la gente con ellas, constituye también una verdad relativa. La identidad se construye más con lo que permanece que con lo que cambia, y la sabiduría de una nación está en identificar qué es lo que merece permanencia y qué debe cambiar. Los principios de soberanía, desarrollo, justicia social no los inventó la Revolución, que si bien cambió todo lo que debía ser cambiado —y a veces más, que el riesgo es parte de la travesía— en distintos momentos, aceptó y se propuso consolidar el legado de quienes desde siglos anteriores comenzaron a fundir con sangre los cimientos políticos de la nación.
Algo que falla a quienes hoy exigen cambios en Cuba es que equivocan de a medio el proceso a transformar. Si se concretara el cambio que ahora mismo proponen los de la nueva hornada de inconformes, consistente en entronizar el caos en el desempeño institucional para conducir con ello a las estructuras del Estado hasta la ingobernabilidad, toda la equidad y justicia construidas frente a la hostilidad del “buen vecino”, desparecerían en el abismo neoliberal que ansioso nos espera.
Lo que a algunos les parece anticuado, por tener como médula central principios de soberanía y por su apego a un lenguaje que, a lo largo de seis décadas insiste en su reafirmación, representa el ideal de sociedad más avanzado que se ha concebido en este mundo de clases sociales en conflicto. Pudiéramos alegar que más antiguos que esos principios son la Declaración de los Derechos Humanos, o la constitución de los Estados Unidos de Norteamérica, y siguen operando como si los hubieran escrito ayer. Es cierto que esta última también ha tenido enmiendas, como cierto es que la nuestra también las ha tenido. Lo que no ha cambiado, ni cambiará es la decisión de construir —desde la inteligencia y la paz— un país a la altura de lo que merecemos los seres humanos que decidimos echar nuestra suerte con la mayoría de los habitantes de esta isla.
Ya no existe aquel programa de boleros que en mi infancia me cautivó, pero el bolero permanece. Ya existen en Cuba grupos de rock, se usan melenas, ropas rasgadas, pulsos, tatuajes y todos los atributos que prefieren los jóvenes de muchas latitudes. Lo que llegó en los 60 sigue operando para toda la sociedad, que pule sus mecanismos para hacer que todo sea más patrimonio de todos, sin que importen raza, credo, sexo o preferencia. En el balcón aquel, donde en mi adolescencia esperaba a la luna, todavía contemplo con optimismo las tardes, aunque sean grises, y la muchacha de los bucles rubios y los ojos de caramelo sea ya, como, yo una anciana o viuda de José Pinto Fernandes, que seguirá sin vela en este entierro. (Tomado de La Jiribilla)