Laureles y leones en el Prado de La Habana

Laureles y leones en el Prado de La Habana

Prado es una de las calles de La Habana que más nombre ha tenido a lo largo de su historia. Se le llamó Nuevo Prado, Alameda de Extramuros, Alameda de Isabel II, Paseo del Conde de Casa Moré, Paseo del Prado, Paseo de Martí, que es su nombre oficial.

Habitualmente se le ha llamado Paseo del Prado o Prado, a secas, nombre este que obedece al parecido del paseo habanero con el madrileño que corre entre la fuente de Cibeles y la estación ferroviaria de Atocha, en la capital española. El cubano se extiende desde la Plaza de la Fraternidad hasta el Malecón, aunque el Parque Central lo divide en dos secciones bien diferenciadas.

Su construcción se inició en 1772, bajo el mando del capitán general Felipe de Fons de Viela, Marqués de la Torre, a quien se tiene como nuestro primer urbanista. No más se hizo cargo del gobierno prohibió que siguieran edificándose en La Habana casas de paredes de embarrado y techo de guano y se empeñó en dotar a la ciudad de la Casa de Gobierno, un teatro y un paseo, que fue la Alameda de Paula.

Dispuso, además, la construcción de un palacio que es el del Segundo Cabo e inició las obras del Paseo del Prado, mejorado y embellecido luego por sus sucesores, en especial don Luis de las Casas y el Conde de Santa Clara, y que quedaría hermosamente transformado bajo el mando del general Miguel Tacón (1834-38).

Hacia 1841 ese paseo se convierte en el centro de La Habana. La Plaza de Armas, oportunamente, desplazó a la Alameda de Paula como lugar de preferencia de los habaneros, y esa Plaza fue desplazada a su vez por el Prado “por su mayor extensión y amplitud, más adecuadas a la importancia y población que iba adquiriendo la ciudad”.

Eran tantos los quitrines que circulaban por la vía que se hacía necesaria “la atención más rigurosa para no ser atropellado”, dice el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga en su libro Viajes por la Isla de Cuba.

Prosigue: “Cada carruaje se mantiene en su orden, y marqueses y condes, caballeros y plebeyos, con tal de que tengan medios para mantener una volanta propia, figuran en este animado y brillante paseo. ¿A qué van? Van a ver y a que los vean”.

Las señoras saludaban con su abanico y los caballeros con la mano. Contaba el Prado en esa época con aceras y bancos. Cinco bandas de música, situadas estratégicamente, dejaban escuchar sus melodías.

 

Estructura inalterable

La estructura del Prado ha permanecido inalterable a través de los años. Pero su parte central era de tierra, aunque sí lucía árboles frondosos en sus bordes.

Durante la primera ocupación militar norteamericana (1899-1902) se introdujeron algunas mejoras en el Paseo y se sembraron álamos. En tiempos del presidente Alfredo Zayas (1921-1925) se sembraron pinos.

Después de 1925, cuando toma posesión de la presidencia Gerardo Machado, su ministro de Obras Públicas, Carlos Miguel de Céspedes, se empeñó en hacer de La Habana una ciudad moderna. Para ello viene a Cuba J, C. N. Forestier, jefe de jardines, paseos y parques de París, a fin de hacer las recomendaciones pertinentes. La Habana de entonces llegaba hasta el Parque Maceo y la Universidad de La Habana, aunque ya El Vedado crecía y nuevos repartos se asentaban en el oeste de la urbe.

Carlos Miguel construyó el Capitolio de La Habana. La Carretera Central y la Avenida de las Misiones. La Plaza de la Fraternidad Americana. El Hotel Nacional de Cuba y el aeropuerto de Rancho Boyeros, que, en sus comienzos, se llamó General Machado. Y entre otras obras remodeló el Paseo del Prado.

Se trabajó allí con una celeridad extraordinaria. Al punto que viejos habaneros recordaban que una noche se fueron a la cama con la imagen de los pinos del Prado, y al día siguiente habían desaparecido para dejar su espacio a los laureles que, traídos de la finca La Coronela, se sembraron ya crecidos.

El paseo central se pavimentó entonces con un bello piso de terrazo. Se dotó el lugar con bancos de piedra y mármol. Las farolas artísticas suministraron una iluminación excelente. Y se colocaron copas y ménsulas en profusión. Se emplazaron, asimismo, los célebres leones, ocho en total. Tomaron como muestra la pieza original que Carlos Miguel había adquirido en Londres, en 1920. Se reprodujeron y fundieron en bronce en los grandes talleres de Gaubeca y Ucelay, en Regla.

El Paseo, tal como lo conocemos hoy, quedó inaugurado el 10 de octubre de 1928. Un poco después, el 1 de enero del año siguiente, se emplazaban los ocho leones sobre sus pedestales. En contra de lo que suponen no pocas personas, ninguno de ellos fue robado jamás. Siempre fueron ocho. (Redacción digital, con información de Cubadebate)

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