Tratando de entender el “fenómeno Casal”

Tratando de entender el “fenómeno Casal”

Para entender el fenómeno Casal y cómo tan exótica planta pudo nacer en el invernadero de esta Cuba tropicalísima, hay que abrir el entendimiento, en primer lugar, a su procedencia social.

El poeta, nacido el 7 de noviembre de 1863, era hijo de un hacendado vasco, quien, aunque arruinado, pudo arreglárselas para hacer que su hijo estudiara en el aristocrático Colegio de Belén, dirigido por la Orden de los Jesuitas, considerada el profesorado más prestigioso de la Iglesia Católica.

Son conocidos el refinamiento, la distinción, la cultura y la elegancia que caracterizaron a parte de este sector de la sociedad habanera.

La muerte de su progenitora, ocurrida en sus primeros años o tal vez al darle a luz, como él da a entender en su poema A mi madre, lo marcó con una soledad interior desgarradora que suele hallarse con frecuencia en cuadros neuróticos de huérfanos.

El poema trata de la desolación no solo del infante, sino del hombre ante tan temprana pérdida, a la que, al parecer, acompañó siempre una sensación de culpa.

Toca, en segundo lugar, mencionar la muy endeble salud del poeta, y aunque una amiga muy cercana refiere que sus síntomas comenzaron un año antes de su muerte, sus colegas de La Habana Elegante, sus amigos y todas las personas que lo conocieron lo vieron siempre como un joven sumamente enfermo, que caminaba despacio y respiraba con dificultad.

El propio Casal, en carta a Rubén Darío, describe su enfermedad como “un mal oscuro, desconocido por los médicos, sin curación”; en otra carta al mismo, se pinta como “atacado de crueles dolores, no sé si reumáticos o nerviosos… en fin, todos los síntomas de una gran anemia que me amenaza devorar”.

Sufría también de vahídos, parálisis parciales de brazos y piernas, pérdidas de visión, accesos de tos acompañados de escalofríos y fiebre de hasta 41 grados...

No intento descifrar a estas alturas el verdadero mal que lo mató a los 30 años, porque nunca lo sabremos, ya que no existían entonces los Rayos X en Cuba ni se le hizo autopsia al cuerpo, pero la sintomatología presenta puntos comunes con la que padeció Martí.

Probablemente, Casal fue atacado por varios males, no solo tisis, no solo tumores pulmonares, como opinó su médico, sino también alguna enfermedad autoinmune semejante a la esclerosis múltiple o la sarcoidosis, o reumatológica como el lupus, que culminó en la rotura de un aneurisma con una doble hemoptisis final por la boca y por “el curso”, “como la rotura de un caño”, según refieren los impactados testigos de aquella cena trágica en la casa de la familia Malpica, donde en instantes el poeta perdió la vida de modo tan macabro.

De cualquier forma, padeció mucho y desde muy joven, al punto de que refiere haber recibido dos veces los Santos Sacramentos y haber creído que no sobreviviría a aquellas crisis.

En tercer lugar, habría que hablar de la supuesta homosexualidad de Casal, de la que nunca habló explícitamente con sus amigos, ni siquiera con los de mayor confianza, y digo supuesta porque se le achaca una aventura sexual con una criada de la pensión donde vivía en el Paseo del Prado, sin olvidar sus enamoramientos románticos y su afanosa idealización de la cubana María Kay, quien le inspiró su poema Kakemono, y su arrebatado fervor por el retrato de Juana Samary, actriz francesa muerta en la juventud y a quien nunca conoció. Y desde luego, su extraña relación con la joven poeta Juana Borrero, cuya naturaleza todavía continúa en la sombra. ¿Homosexual en la Cuba decimonónica?: tarea bien ardua.

La orfandad, la enfermedad y una homosexualidad que el poeta habría mantenido oculta y tal vez lo sumía en alguna lucha interior de no aceptación, hacían un coctel cuyo resultado no podía ser otro que una personalidad melancólica, de fondo muy sombrío, con tendencia a la hipocondría y a la depresión crónicas: su neurosis, como él llamaba a su perpetuo estado de su ánimo, unido todo ello, quién sabe si como causa o como efecto, a una sensibilidad muy mórbida en constante rejuego de retroalimentación con los modelos culturales y artísticos a los que se adscribió.

La desaparición de la fortuna familiar, debida a una trampa infame en que su padre se vio involucrado, impidió que terminara sus estudios de Leyes en la Universidad de La Habana.

Para poder mantenerse, tuvo que aceptar un empleo como escribano de Hacienda que mantuvo hasta su muerte, junto con su quehacer periodístico en varias publicaciones capitalinas, en especial la muy célebre Habana Elegante.

Vivía, como dije antes, en un cuarto de una pensión humilde, con muy escasos muebles.

¿Cómo hubiera podido ser Casal en espíritu y en personalidad un cubano raigal como, por ejemplo, Enrique José Varona, el intelectual más respetado de su época y quien, por cierto, hizo valer muy bien su acreditación en este sentido cuando decidió erigirse en el principal detractor de Casal, a quien no solo no comprendió por razones generacionales, sino a quien, tengo la impresión, despreciaba.

Y un último elemento que nunca debe quedar al margen, cuando se trata de comprender a Casal: lejos de ser apático con respecto a su tierra natal, un apolítico, la isla y su destino le importaban mucho.

Recordemos que no solo fue parte de la generación de La Acera del Louvre, sino también el sarcasmo que desplegó en sus crónicas periodísticas contra la aristocracia cubana y los gobernadores españoles, que le valió la expulsión de uno de los medios de prensa donde colaboraba.

La condición de colonia esclavizada le dolía y lo exasperaba, al punto de empatizar tanto con Antonio Maceo que, luego de un encuentro entre ambos[1], llega a pensar en irse a la manigua. Su sensibilidad patológica, orientada hacia el exotismo cultural y la sombra de una muerte que, al parecer, ansiaba, unidas a su sentimiento de frustración por la situación de Cuba y la decadencia de la sociedad, lo sumen en el fastidio y el hastío, y le hacen escribir en agosto de 1891, en carta a su amiga y confidente Magdalena Peñarredonda[2]:

A pesar de que estoy colocado en La Discusión, gano lo suficiente para cubrir mis necesidades y gozo de simpatías generales, nunca he estado más aburrido, más desencantado y más descontento que ahora. Estoy como una persona que se encontrara de visita en una casa de gentes insoportables y no pudiera salir a la calle porque estaba cayendo una tempestad de agua, viento, vapor y truenos. Estoy de Cuba hasta por encima de las cejas. Ya no veo nada. Y más que de Cuba, de sus habitantes. Solo he encontrado, en estos tiempos, una persona que me ha sido simpática. ¿Quién se figura usted que es? Maceo. Ya sabrá usted que vino a La Habana por algunos meses. Pues bien: nadie me ha agradado tanto como él. Es un hombre bello, de complexión robusta, dotado de una inteligencia clarísima y de un gran corazón. Tiene una voluntad de hierro, y un entusiasmo épico por la causa de la independencia de Cuba. Este, su único ideal. Aunque yo soy enemigo acérrimo de la guerra, me he convencido, al oírlo hablar, de que es necesaria e inevitable. Creo que dentro de un año estaremos en la manigua. Hay mucha desesperación y, como usted sabe, esa es la que puede llevarnos a pelear.

Sin embargo, vea el lector su poema Nostalgias y observe detenidamente los versos del final:

Nostalgias

I
Suspiro por las regiones
donde vuelan los alciones
sobre el mar,
y el soplo helado del viento
parece en su movimiento
sollozar;

donde la nieve que baja
del firmamento, amortaja
el verdor
de los campos olorosos
y de los ríos caudalosos
el rumor;

donde ostenta siempre el cielo,
color gris;
es más hermosa la luna
y cada estrella más que una
flor de lis
II
Otras veces sólo ansío
bogar en firme navío
a existir
en algún país remoto,
sin pensar en el ignoto
porvenir.

Ver otro cielo, otro monto,
otra playa, otro horizonte,
otro mar,
otros pueblos, otras gentes
de maneras diferentes
de pensar.

¡Ah!, si yo un día pudiera,
con qué júbilo partiera
para Argel,
donde tiene la hermosura
el color y la frescura
de un clavel.

Después fuera en caravana
por la llanura africana
bajo el sol
que, con sus vivos destellos,
pone un tinte a los camellos
tornasol.

Y cuando el día expirara
mi árabe tienda plantara
en mitad
de la llanura ardorosa
inundada de radiosa
claridad.

Cambiando de rumbo luego,
dejara el país del fuego
para ir
hasta el imperio florido
en que el opio da el olvido
del vivir.

Vegetara allí contento
de alto bambú corpulento
junto al pie,
o aspirando en rica estancia
la embriagadora fragancia
que da el té.

De la luna al claro brillo
iría al Río Amarillo
a esperar
la hora en que, el botón roto,
comienza la flor del loto
a brillar.

O mi vista deslumbrara
tanta maravilla rara
que el buril
de artista, ignorado y pobre
graba en sándalo o en cobre
o en marfil.

Cuando tornara el hastío
en el espíritu mío
a reinar,
cruzando el inmenso piélago
fuera a taitiano archipiélago
a encallar.

A aquél en mi vieja historia
asegura a mi memoria
que se ve,
el lago en que un hada peina
los cabellos de la reina
Pomaré.

Así errabundo viviera
sintiendo toda quimera
rauda huir,
y hasta olvidando la hora
incierta y aterradora
de morir.

III
Mas no parto. Si partiera,
al instante yo quisiera
regresar.

¡Ah! ¿Cuándo querrá el destino
que yo pueda en mi camino
reposar?

 

(Gina Picart Baluja)



[1] “Antonio Maceo llegó a La Habana el 5 de febrero de 1890 y el 20 de julio del mismo año partió por mar desde el Surgidero de Batabanó con destino a Santiago de Cuba. Se desconocen las veces que coincidió con Casal en esos cinco meses. Deben haberse visto y conversado en el café El Louvre, en el restaurante Metropolitan, contiguo al hotel Inglaterra, y en las tertulias que la revista El Fígaro sostenía en su sede de la librería de Obispo, en las que eran habituales los jóvenes escritores y periodistas del momento y a las que, aseguraba José Luciano Franco, también concurría Maceo.” Tomado de la crónica de Ciro Bianchi Casal pensó en la manigua

[2] En días de la Guerra Grande fue, en la región occidental de la Isla, representante de la Junta Revolucionaria de Nueva York y en la del 95 delegada del Partido Revolucionario Cubano. La llamaron «la delegada» y también «la generala». Fue en la contienda correo y agente de las tropas mambisas. En 1898, víctima de una delación, las autoridades españolas la confinaron en la Casa de Recogidas, donde permaneció hasta el fin de la guerra. Ya en la paz se le confirió el grado de comandante del Ejército Libertador. Falleció en 1937 a los 91 años de edad. Esa es la mujer a la que Casal confesó su admiración por Antonio Maceo y su convencimiento: «dentro de un año estaremos en la manigua». (Ciro Bianchi, Op. Cit.)

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