Mi abuelo paterno, José Manuel, poeta modernista de ascendencia catalana y apasionado periodista de oficio, poseía una máquina de escribir marca Underwood, que usaba todos los días.
Tecleaba afanosamente con
la goma de un lápiz invertido que sujetaba entre los dedos índice y medio, ya
que tenía su mano derecha engarrotada por la artritis y sin ninguna movilidad.
Dejó un testimonio escrito, en el que afirma que yo, con solo seis
meses de edad y desde mi corral, lo contemplaba mientras él escribía y, de
cuando en cuando, hacía intentos por apoderarme de sus lápices y revistas
colocados sobre la mesita de doble ala donde tenía la máquina, lo que le
convenció de que mi destino sería la literatura, como en efecto se ha cumplido.
Las máquinas de escribir
siempre me han fascinado, y de haber tenido condiciones de espacio en mi casa,
las habría coleccionado.
Siempre me pregunté cuándo
llegó la primera a Cuba y cómo era su apariencia.
Se sabe que, en 1814, el
ingeniero inglés Henry Mills describió un aparato de su invención, como una
máquina que permitía imprimir letras separadas y progresivamente, igual que en
la escritura manual. Pero fue el francés Progrin quien, en 1833, patentó la
primera máquina de escribir.
En 1845, en la oficina de
la propiedad industrial, el americano Charles Turber registró una máquina con
los tipos móviles, que se accionaba sobre un rodillo de papel. En 1867, presentaron Samuel Soulé, Charles
Glidden y Christopher Sholes una máquina que, según la propaganda, escribía
mucho más rápido que la mano. Sholes se asoció con el empresario James
Densmore, quien quedó entusiasmado, al ver una carta escrita con el prototipo y
ofreció a Sholes ayuda financiera para continuar perfeccionando su proyecto.
Durante años, realizaron
numerosos retoques y mejoras hasta que, finalmente, en 1873, creyendo ya tener
el prototipo terminado, vendieron los derechos a la firma Remington, que
entonces fabricaba máquinas de coser y armas.
El modelo fue lanzado
oficialmente al mercado en junio 1868. “Las primeras máquinas tenían el
astronómico precio de $ 125 USD, o sea, unos $11.000 USD en la actualidad, si
tomamos en cuenta el metal circulante (oro), y otros $3.300 por los índices de
inflación”.
Era muy diferente de los
modelos que hemos conocido y usado con posterioridad. Por ejemplo, el retroceso
del carro tenía que hacerse con un pedal, como las máquinas de coser, y solo
existían los tipos en letras mayúsculas.
Hay cierta discrepancia
sobre si la máquina de escribir llegó a Cuba en 1868 o 10 años después, pero lo
cierto es que el primer documento escrito a máquina y que se conserva en el
país está fechado en 1887 y es un informe de la oficina del Dr. Antonio
González de Mendoza, consejero de la Administración Municipal de La Habana, guardado
en el Archivo Nacional de Cuba.
Se estima que este documento
fue escrito con una máquina modelo Remington
Nº2, en la cual ya se han aplicado las primeras modificaciones que
permitieron el uso de las mayúsculas y las minúsculas.
Sin embargo, algunos investigadores aseguran que la máquina llegó a Cuba en las primeras décadas del siglo XIX. He buscado alguna noticia de que fuera usada entre los altos líderes del Ejército Libertador, pero no he encontrado nada. Incluso, las imágenes de Martí en su oficina de exiliado, lo muestran usando tintero, papel y pluma.
A diferencia del ordenador de mesa, su descendiente más lejano, en el
que hay que trabajar sentado ante una mesa que le sirve de soporte la máquina
de escribir, tiene un simpático y no menos curioso historial de libertades en
su forma de ser usada.
He aquí unas cuantas
referencias que dan testimonio de que no fue fácil para quienes utilizaban el
nuevo ingenio abandonar la escritura a mano, porque aseguraban que la comunicación
entre la mano y el pensamiento era mucho más humana y viva: Alejo Carpentier,
que escribía a máquina, estaba convencido de que “(…) en el curso de la
escritura tropezamos con párrafos de una dificultad especial, que sólo logramos
resolver escribiéndolos a mano”.
Jean Daniel, director del
Nouvel Observateur, escribía a mano sus notas editoriales, con una caligrafía
perfecta, cosa rarísima en una redacción de prensa.
El filósofo francés Jean
Paul Sartre escribía todas las tardes sus obras en el café Flore de París y lo
hacía sobre un cuaderno escolar y con su estilográfica.
Hemingway usaba dos
sistemas para escribir sus monumentales novelas y artículos. En su casa Finca
Vigía, en La Habana, se había hecho construir un facistol especial, en el que escribía
de pie con lápices de escuela, y también en una máquina de escribir portátil y
bastante deplorable. Me parece recordar haber leído, en la biografía de Fuetes,
que se trataba de una Victoria. La máquina sigue aún en Finca Vigía, así que
los visitantes pueden comprobarlo. Lo que quiero señalar es que alternaba los
dos sistemas, a mano y a máquina. A una pregunta de un periodista sobre su
forma de escribir, contestó: “Las cosas importantes se hacen de pie”.
El escritor Carlos
Fuentes escribía solo con sus dedos índices, mientras que Eduardo Zalamea,
redactor del Espectador, de Bogotá, lo hacía con todos los dedos y podía hablar
de otra cosa, sin perder el hilo conductor.
Yo comencé escribiendo a mano, con bolígrafos en las libretas de hojas
rayadas que se usaban en las escuelas. Estaba en secundaria, y mis amiguitas y
yo estábamos poseídas por Corín Tellado y yo, también, por Vargas Vila y las
numerosas lecturas de la biblioteca de mi abuelo, pero lo cierto es que él me
enseñó a usar su máquina desde que aprendí a escribir, antes aún de mi entrada
al prescolar, pues aprendí en mi casa las primeras letras.
Entiendo de qué hablan
los escritores cuando se refieren a la secreta magia de la comunicación entre
cerebro y mano; yo también la he sentido y estoy segura de que, al menos a mí, me
cambia el estilo cuando lo hago.
Chely Lima dijo, en una
ocasión, que yo escribo en una especie de trance, y la verdad es que las voces
que me dictan al oído sus historias susurran de un modo diferente al que usan
cuando escribo en la computadora, pero… ya he abandonado definitivamente la pluma
y el papel.
He convenido, con mis voces
interiores, que la computadora puede soportar perfectamente los tonos oscuros y
trágicos de sus confidencias, y ellas han accedido.
Sin embargo, a la vista de los primeros modelos de las máquinas de escribir, con sus diseños primorosos que las asemejan a cajas de música, a veces siento el deseo de ser una dama art nouveau que escribe en una de esas linduras una carta de amor para un amante lejano. (Gina Picart Baluja)