Para el niño Nicolás Chong, con amor, donde
quiera que esté.
A quienes hoy peinamos
canas y, además, nacimos en la capital de Cuba nos quedan en la memoria algunas
imágenes lejanas de lo que fue el Barrio Chino de La Habana.
Hubo cosas que no llegué
a ver por ser demasiado pequeña, como los tan cautelosamente mencionados
fumaderos de opio, de los que no puedo dar testimonio alguno, pero sí recuerdo
las farmacias y las tienditas, abarrotadas de sustancias extrañas para los
habaneros y también de objetos preciosos que se vendían a precios muy baratos,
pues los chinos nunca fueron estafadores ni especuladores, se limitaban a vivir
de su duro trabajo.
Con esto quiero decir que
nunca llegué a conocer las
interioridades de sus vidas ni de sus viviendas, pero lo que estaba a la vista
era todo llamativo, exótico, con olores desconcertantes y muy, muy apacible.
Su comida sí que la
disfruté hasta la saciedad, porque tenían lo que entonces se llamaban fondas,
donde se podía comer una “completa” por solo una moneda de 20 centavos, y era
un plato con un gran bistec, arroz con frijolitos o también congrí, plátanos
fritos o frituras de maíz, y al final un café. No recuerdo si la completa
incluía también una sopa deliciosa. Las maripositas chinas, los rollitos de
primavera, los helados de frutas riquísimos y unos dulces que, aunque he
olvidado sus nombres, jamás olvido su sabor; así eran de exquisitos. A puñados
comí todo aquello…
Los chinos vendían en sus
puestecitos ambulantes tortillas con frijolitos de soja, croquetas, frutas… Y
sus pequeños comercios siempre estaban muy limpios.
Si la señora de una
familia llevaba la ropa sucia a un tren de lavado chino, se la devolvían en solo
unas horas impoluta y perfectamente planchada y doblada, con olor a alcanfor y,
de vez en cuando, un olvidado granito de añil.
Pero, como fui nacida y
criada en la ciudad, nunca supe que los chinos emigrados a Cuba con contratos
que los esclavizaban tuvieron una vida más dura, si se quiere, que los negros,
porque los esclavos costaban mucho dinero a sus amos, y como no todos los
hacendados eran psicópatas maltratadores, trataban de que la “mercancía” durara
el mayor tiempo posible y en estado de trabajar.
Pero los chinos no le
importaban a nadie, no valían nada, se podían remplazar muy fácilmente y se les
daba mucha menos comida que a los negros. Tenían, además de la desnutrición que
ya traían de su tierra, muy mala salud, eran endebles, enfermizos y morían
pronto cuando se les destinaba a las más duras faenas.
Para rematar, pocas
mujeres venían entre ellos, y los varones, míseros y considerados por los
cubanos como la hez de la sociedad, difícilmente encontraban pareja y vivían en
grupos en accesorias penumbrosas y minúsculas, hacinados, sin apenas oxígeno, y
en un casi completo aislamiento social.
La población nativa les atribuía todos los vicios reales e imaginarios
y padecían un verdadero repudio, cuando no el acoso más virulento.
Sin embargo, además de lo
que contaban los libros sobre los culíes chinos, ellos también fueron explotados
en un trabajo del que se ha hablado poco: el de carboneros.
La mejor información que
he encontrado al respecto aparece en textos del escritor cubano Ramón Meza (La
Habana, 28 de enero de 1861-5 de diciembre de 1911), doctor en Derecho por la
Universidad de La Habana, crítico literario y destacado profesor y periodista,
colaborador de La Habana Elegante y otras publicaciones habaneras.
Meza describió sus vidas
miserables en su novela Carmela, y la extraña suerte que
corrían en la mayor de las Antillas, pero también les dedicó algunas de sus
brillantes crónicas.
El carbonero fue
publicada en La Habana Elegante, y cuenta cómo aquellos hombres faenaban en las
colinas de hulla, de unos 10 metros de altura, que rodeaban el puerto:
[…] tristes,
macilentos, silenciosos, bajan y suben grandes grupos de asiáticos repartiendo,
escarbando la masa negra, en tanto que las vagonetas, traídas y llevadas, en
sus aéreos rieles, por las poleas de las cabrias de vapor, vuelcan sobre ellos
con estrépito su carga, envolviéndolos en espesas y oscuras nubes. […] es de
ver el doble cordón formado por medio centenar de asiáticos para transportar la
hulla, en cestos y en grandes pedruscos, desde las lanchas hasta las
insaciables bocas de las carboneras del vapor. [1]
Aquello parece extraño baile de espectros en pleno día. […] … un cesto se
entrega y al punto se recibe otro cesto. Así hora tras hora, dos y tres días.
Los pobres asiáticos, míseras armazones de huesos, nervio y piel, saturados de
tizne, cubiertos por sobreros de las más variadas formas, entre las que se
destaca la gorra de corte alemán que usa hoy el ejército, parecen enfermos de
rara epilepsia. Se diría que viven, que espiran, que se alimentan con la hulla,
o que han sido cincelados de algún gran pedrusco de aquella masa negra. Algunos
hay que han pasado del color amarillo de marfil viejo, propio de la raza, al
negro, al negro opaco. Hasta la abundante melena de pelo lacio que asoma bajo la
gorra militar ha perdido su lustre. El rojo de los labios húmedos y los ojos
oblicuos, como par de microscópicos novilunios en oscurísimo cielo, es lo único
librado del tizne general.
Cuando, como periodista,
fui corresponsal de mi órgano de prensa en Centro Habana, conocí en la
Residencia a muchos ancianos chinos solitarios que llegaron a Cuba casi niños y
aquí iban muriendo de a poco, sin haber aprendido nunca una palabra en español.
El Grupo Promotor que administraba
el barrio había creado allí para ellos un ambiente que les recordaba su patria
natal, y hasta una clínica en la que se les ingresaba de ser necesario y eran
atendidos por un joven cubano especializado en medicina tradicional china.
En la Residencia, tenían
sus habitaciones, sus comidas tradicionales preparadas por cocineros y
cocineras chinos, se editaba en el Barrio un periódico en idioma chino y hasta había
un cine y un templo dedicado a San Fancón, una deidad que ellos veneraban y
creían capaz de predecir el futuro mediante los tallos de milenrama.
Fui invitada por la
Directiva a un cumpleaños colectivo y asistí con la idea de entrevistar a
algunos de aquellos viejos que me parecían dignos y venerables, pero ninguno
accedió a hablar conmigo y ni siquiera se presentó un traductor. Todos eran muy
serios, muy limpiecitos y arreglados, pero no sonreían, solo por momentos,
cuando cuchicheaban entre ellos. No estaban habituados a socializar fuera de su
estrechísimo círculo.
Otro chino conocí en mi
infancia, en la escuela primaria Rodolfo Díaz, de Luyanó. Era mi compañero,
siempre serio, totalmente silencioso y casi inmóvil, muy pálido. Poseía una
inteligencia brillante y un don casi sobrenatural para el dibujo. Podía dibujar
en un segundo cualquiera de los personajes de Disney y hasta retratos nuestros.
Tenía con todos nosotros una paciencia infinita, porque siempre estábamos
encima de él pidiéndole muñequitos, y él, callado, dibujaba y dibujaba sin
negarse nunca. Yo sabía que era muy pobre, pero su uniforme cuidadosamente
remendado siempre estaba pulcro. Nunca jugaba en los recreos y no era obligado,
como nosotros, a hacer educación física en el patio ni a trabajar en el huerto
escolar. Todos lo respetábamos, hasta
los maestros lo trataban con deferencia.
Un día faltó en el aula,
y otro, y otro… Yo sentía cosas por él, pero quién va a pensar en amores cuando
solo se tienen nueve o 10 años, sobre todo si el amado no te dedica ni una mirada
y siempre mantiene los ojos bajos, mientras dibuja para ti.
Me escapé de la escuela y
fui hasta donde su familia tenía un puestecito de frutas. Una señora que
atendía el mostrador dijo ser su madre y que él estaba enfermo. Pedí que me
dejara verlo, y ella me llevó, siempre en silencio, a un cuartico al fondo del
local. Un cuartico oscuro, con solo un jergón en el que yacía mi amigo. Estaba
muy débil y más pálido que de costumbre. No dijo una palabra.
Cuando llegué a mi casa, ya mi abuela sabía, por una maestra, que yo me
había fugado. Le confesé dónde había estado, y ella casi se desmayó. Me dijo,
con cara de horror, que no podía volver allí nunca más, porque todos los chinos
estaban tuberculosos.
Era una creencia popular
basada en algo que en cierta época fue una triste realidad, pues databa de los
tiempos en que los chinos respiraban carbón y se morían vomitando sangre negra
de sus pulmones destrozados, y mi pobre abuela, inocente galleguita, estaba
convencida de que aquello seguía siendo cierto. Pronto los maestros nos dijeron
que nuestro amigo pintor no tenía suficiente sangre. Nunca volvió a la escuela.
Hoy encontré esta crónica
-de Ramón Meza- que yo no conocía, y me acordé de mi amor chino de infancia,
cuya memoria influyó, estoy segura, en que, ya adolescente, fuera yo a
matricular en la Academia de Artes Plásticas San Alejando con la esperanza de
llegar a dibujar algún día como él.
Y decidí escribirle una carta más (esta no es la primera), tal vez con
el deseo de repartir un poco de aquel sentimiento tan inocente y puro entre ese
mundo de espectros solitarios que vaga todavía por las calles estrechas del
Barrio Chino de La Habana, donde, como se lamentaba siempre mi amigo el
escritor Alberto Mesa Comendeiro, enamorado perdido de la cultura china, “ya no
queda ni un chino”.
No es del todo cierto. Quedan entre nosotros chinos de primera y segunda generación. Por paradojas de la vida, mi propia hija es una de ellos. No tiene los rasgos, solo ese color pálido y amarfilado, esa piel delicada como una concha lavada por el mar, y ese hermetismo que delata su sangre, esos ojos que, cuando los miro, me hundo en un abismo, ese rostro que jamás revela un pensamiento, así, como si fuera la hija de Nicolás. (Gina Picart Baluja)
[1] Se refiere a las carboneras de los barcos de vapor de la Compañía Trasatlántica.