Hace tiempo escribí sobre
una guerra de las campanas en La Habana colonial:
Un
curioso hecho de nuestra historia capitalina ocurrió en 1803, cuando el Obispo
Espada, célere figura religiosa de la Isla, de avanzado pensamiento y conocido
por el bien que con sus sabias disposiciones hizo a nuestra nación, tuvo que
arremeter con un enfático edicto contra la bulla que provocaba en las calles de
esta villa el excesivo, indiscriminado y arbitrario uso de las campanas.
En
dicho documento, fechado el 18 de marzo del mencionado año, el prelado alude a
un edicto anterior promulgado por su antecesor en el cargo, con la intención de
refrenar este vicio campanero de los habaneros, al cual califica de abuso
excesivo, y se queja de que los habitantes de la villa de San Cristóbal
prestaron poca atención a la admonición antes hecha, por lo cual él se siente
ahora en la obligación de volver a regañar a los reacios y desobedientes,
encabezados por los mismísimos sacerdotes y campaneros de las iglesias,
quienes, según se deduce del texto, sacaban del asunto pingües ganancias.
Al
parecer, los siervos de Dios complacían, previo pago en metálico, a todos
aquellos ciudadanos que acudían a solicitar toques de campana por la salud de los
enfermos, por las muertes ocurridas, por los velatorios, nacimientos, bautizos,
bodas, cumpleaños y por mil otras razones de las cuales no estaba exenta la más
pura vanidad personal.
Pero hoy contaré otra
guerra de la misma naturaleza ocurrida mucho antes, en agosto de 1762, cuando
los ingleses tomaron La Habana y, durante un año, fuimos colonia de la Madre
Albión, en lugar de la Madre España.
Era por ese entonces
Obispo de la Diócesis de Cuba don Pedro Morell de Santa Cruz, oriundo de Santo
Domingo, y el máximo jefe de los ocupantes era George Keppel, tercer conde de
Albemarle. Cuando finalmente San Cristóbal cayó en sus manos, no fue en calidad
de rendición incondicional, sino por la firma de Capitulaciones, en las que el
Obispo exigió al invasor inglés que tanto las prácticas religiosas como las
propiedades de la Iglesia fueran respetadas, a lo que Albemarle fingió ceder.
De aquel modo creía el Obispo que impediría que los ingleses se apropiaran,
según costumbre de guerra de la época, de las campanas de la ciudad en calidad
de trofeos.
Poco después, el teniente coronel Samuel Cleveland se presentó ante el
Obispo y le exigió la entrega de todas las campanas de conventos, iglesias,
monasterios e ingenios de la isla. El Obispo fue a reclamar ante Albemarle, nombrado
por la Corona británica Gobernador de Cuba, pero este le respondió que
Cleveland había actuado por orden suya.
La digna y valiente
actitud del Obispo hizo que los cubanos vencidos le vieran como la cabeza de la
resistencia contra los ingleses. El astuto Albemarle trazó un plan para
eliminar a su oponente, y comenzó por solicitar una iglesia para los oficios
divinos de sus tropas. Luego le exigió una relación de todas las iglesias,
conventos, monasterios y cuanta propiedad eclesiástica estuviera bajo su
jurisdicción, además del personal relacionado con cada una, a lo que el no
menos astuto Obispo le respondió en una carta muy protocolar que no podía
complacerle porque él tenía bajo su jurisdicción toda la isla, que estaba aún
bajo dominio de España, mientras el señor conde solo tenía en su poder la villa
de San Cristóbal. Hay que añadir que en aquel tiempo La Florida pertenecía
también a la Capitanía General de Cuba, por lo que tan jugosa presa quedaba
fuera del alcance de los ingleses.
El soberbio Albemarle respondió al prelado con otra carta en la que le
amenazaba con ocupar la iglesia que se le viniera en gana. Morell tuvo que
ceder para evitar que la amenaza fuera consumada por la fuerza, y le dio a
escoger un templo. Albemarle se apoderó del que por entonces era el más
moderno, amplio y hermoso de la capital: el convento de San Francisco de Asís,
con gran ira por los habaneros.
Pero el asunto no terminó
ahí. Albemarle, después de molestar al Obispo de varias maneras, terminó
haciéndole una exigencia draconiana: le recordó que la Iglesia le debía un
presente al general del Ejército conquistador y tasó el monto en 100 mil pesos
como mínimo, ofreciendo sus buenos deseos de mantener la concordia con la alta
jerarquía católica de la Isla. Esta vez, la negativa del Obispo no se debió a
la astucia, sino a la muy real falta de semejantes dineros, que no tenía. Albemarle
le exigió entonces, de nuevo, la relación de propiedades y personal eclesiásticos.
El Obispo se encontró arrinconado, pero encontró una salida: le propuso a
Albemarle que el asunto fuera dilucidado no entre ellos dos, sino entre las Cortes
de Londres y Madrid.
Un mes después del
incidente de las cartas, Albemarle emitió un Decreto de destierro para el señor
Obispo redactado en estos términos:
…y
por cuanto el señor Obispo, de una manera no muy respetable, siempre se ha
negado a cumplir con la dicha demanda de Su Excelencia, y en una carta no
solamente ha negado absolutamente a entregarle la lista demandada, pero
amenazándole con un modo muy imperioso e ilegítimo, diciéndole que daría las
quejas a la Corte de Gran Bretaña y de España de las irregularidades de la
demanda, como brecha de capitulación… Su Excelencia el conde de Albemarle
consideró que es absolutamente necesario que el señor Obispo sea mudado de esta
isla, y enviarle a La Florida en uno de los navíos de guerra de Su Majestad, a
fin de que la tranquilidad se preserve en esta ciudad.
Al amanecer, los enviados
de Albemarle se presentaron en la casa del prelado, quien se encontraba tomando
su desayuno y, sin darle tiempo ni de vestir sus hábitos, lo sacaron de allí en
la misma silla en que estaba sentado, y lo llevaron a una fragata inglesa que
zarpó esa misma tarde para La Florida.
Pero el Obispo era amado
por el pueblo. Había hecho buenas obras, protegiendo a los desposeídos, había
construido hospitales y se había interesado por extender la educación a las
clases pobres, entre otras muchas conductas en bien de la Isla.
Las diferentes clases
sociales de La Habana sojuzgada reaccionaron cada una a su modo. Cien señoras
de la alta sociedad escribieron una carta a la Corte de Madrid para culpar a
las autoridades de San Cristóbal de la caída de la plaza en manos de los
ingleses por su falta de valor y decisión, lo cual, en realidad, era injusto.
Albemarle, por su parte, en un intento por atraerse a la nobleza y la gente
principal de la ciudad, ofreció un sarao, pero los españoles y criollos
invitados “se la dejaron en la mano”, y al final, como nadie asistió, la
soldadesca terminó comiéndose los manjares preparados para la ocasión.
El pueblo, por su parte,
reaccionó con violencia, emboscando ingleses en las callejuelas oscuras de la
villa y golpeándolos o privándolos de la vida a golpe de navajazos certeros,
pues, si los ingleses no veían en la profunda oscuridad de la noche, los
criollos divisaban a un inglés hasta sin ojos. A tal punto llegaron las
agresiones que Albemarle tuvo que prohibir a su gente desplazarse en coches o a
pie sin compañía, así que, si un militar quería verse con una mulata del barrio
de rumbo o con una señorita descarriada tras las rejas de un ventanal, tenía
que llevar un amigo, no obstante lo cual continuaron los asesinatos, que cambiaron el modus operandi de las navajas al veneno, suministrado por manos aparentemente
amistosas a los soldados ocupantes, por lo que también Albemarle tuvo que prohibirles
a sus hombres ir a beber en las tabernas de la población.
Incluso, hubo venganzas
impulsadas por las diferencias religiosas entre ocupantes y ocupados. No faltó un
solo integrante del Cabildo que no tuviera entre los miembros de su familia
algún fervoroso conspirador. Los notables de La Habana se pusieron en contacto
con el Gobernador y Capitán de Guerra de Santiago de Cuba, don Lorenzo
Madariaga, a quien mantenían informado de todo lo relacionado con los ingleses:
sus barcos de guerra en la bahía, sus armas, la cuantía de las tropas, sus
movimientos, sus hábitos, y se preparaba toda la isla para recuperar la ciudad
tomada, mediante el asalto y degüello multitudinarios en los albergues de los
ingleses y en la casa donde se alojaba Albemarle.
Mientras, Madariaga se
había declarado gobernador de toda Cuba, y los ecos de la guerra se dejaban
escuchar en todas partes.
La situación de los
ingleses era muy comprometida. Habían muerto en acciones de guerra y víctimas
de la fiebre amarilla la mayoría de los efectivos llegados de Inglaterra, y los
pocos soldados que quedaban no estaban en la mejor forma para combatir, porque
el clima de la villa conspiraba contra ellos, y los habaneros se habían
juramentado para no dejar ni un solo “mamey” con vida, como llamaban a los
invasores por sus uniformes de casaca roja.
Albemarle, prudentemente,
decidió regresar a la patria, dejando a su hermano al mando de la villa. Poco
después de su partida, Inglaterra y España firmaron el Tratado de París,
mediante el cual Inglaterra devolvía a España La Habana, a cambio de La
Florida.
Hay cartas cruzadas entre Albemarle y la Corona inglesa, en las cuales este
recomendaba el intercambio por considerar ingobernable a San Cristóbal de La
Habana, desde la señorita más encumbrada hasta el último de los esclavos.
El señor Obispo Morell de Santa Cruz regresó de su destierro y murió en La Habana a finales de 1768, rodeado de las campanas que defendió a tan alto precio. Ellas resonaron por toda la ciudad a manera de despedida, cuando rindió el alma ante su Dios. (Gina Picart Baluja)