Si bien es verdad que el Palacio de los Capitanes Generales de la Isla de Cuba, en La Habana, fue escenario de crímenes y supresiones misteriosas de algunos gobernadores españoles, en intrigas dignas de la mejor novela policial, también lo es que resultó marco de no pocas divertidas situaciones ocurridas en la vida privada de sus más altos y encopetados ocupantes, las cuales ponen de manifiesto cierta faceta rastacuera y vulgar de la nobleza española, a la cual pertenecieron casi todos estos funcionarios y sus esposas.
La Historia no tiene que ser siempre seria, grave y
compuesta. Es posible que en ocasiones nos resulte, además, muy divertida. Y
eso es bueno.
Don Leopoldo O'Donnell y Jorís, nacido en 1809 en
la isla de Santa Cruz de Tenerife, archipiélago de Canarias, fue un noble,
militar y político español que ostentaba un título de Grande de España, lo que significa que estaba
emparentado con alguna línea de la realeza española. También poseía el título
de Conde de Tetuán, aunque en su
caso no hay relación alguna con la plaga del boniato de igual nombre. Era, además,
I conde de Lucena y I vizconde de Aliaga.
Estamos en presencia de un individuo poderosísimo, respaldado por su condición
de alto aristócrata en una de las más importantes monarquías imperiales de su época.
Google se encarga de suministrarnos aún más
datos interesantes sobre tan linajudo personaje: su familia era de origen
irlandés, y descendía de Calvagh O'Donnell, jefe del clan de los O'Donnell y chieftain
de Tyrconnell
a mediados del siglo XVI, y era de
gran tradición militar. Su padre llegó a ser comandante general de Canarias (1808-1809). O'Donnell continuó esta
tradición, ingresando en el regimiento de infantería imperial Alejandro, con el
grado de subteniente. Ya dentro de filas, su ascenso fue vertiginoso: en medio
de las Guerras Carlistas, tomó partido por el bando contrario al de su familia,
es decir, se unió al bando de la reina Isabel, lo que le valió obtener sucesivamente
el rango de coronel, de donde paso a brigadier y finalmente a mariscal de campo.
Más tarde, fue nombrado capitán general de Aragón,
Valencia
y Murcia,
y tras vencer al carlista general
Cabrera en la batalla de Lucena del
Cid, se le concedió el título de conde de Lucena y fue ascendido a teniente
general.
No me voy a extender
más en su deslumbrante prontuario, pues a lo largo de esos años sus posiciones políticas
oscilaron bastante. Solo diré que en 1844 fue nombrado capitán general de la
isla de Cuba, cargo que ocupó hasta 1848. Fue
responsable de la masacre que siguió al descubrimiento de la Conspiración
de La Escalera, en la que miles de esclavos y negros libres fueron confinados
en calabozos, torturados y ejecutados en lo que se conoció como el “año del
látigo”, aunque muchos de ellos eran inocentes y solo se confesaron culpables, luego
de ser víctimas de torturas atroces.
Doy todos estos
datos sobre el hombre para que se comprenda que no era un manso ni un lobo disfrazado con piel de oveja, sino un
depredador duro y cruel, cuya mano nunca vaciló ni ante el derramamiento de
sangre. Arrebataba vidas como si cosechara fruta en los manzanos de sus
jardines privados.
Sin duda, creyó que
su mandato en la siempre fiel Cuba tendría la duración requerida para tal cargo
y quizá sería renovado, como se deduce de su posicionamiento en la isla: al
parecer no le resultó muy de su agrado habitar en el Palacio de los Capitanes Generales, como dictaba la tradición,
porque se instaló en la casona de verano de la Quinta de los Molinos, en compañía
de su esposa, tan linajuda como él, pues era una duquesa.
O’Donnell gustaba
tanto de la Quinta con su clima benéfico, sus hermosos jardines y todas sus
bellezas naturales, que llevó a cabo en ella obras de mejoramiento por valor de
más de 20 mil pesos oro. Seguramente pensaba
vivir allí por mucho, mucho tiempo.
Pero ocurrió que los
vaivenes de la vida cambian el destino de los hombres cuando estos menos lo
esperan, y las mismas autoridades que lo habían nombrado gobernador de Cuba, un
buen día y aparentemente sin razones de peso decidieron sustituirlo por don
Federico Roncally, Conde de Alcoy, quien desembarcó en La Habana en 1848,
acompañado por su esposa, la señora duquesa
de Alcoy.
O’Donnell, hombre de
carácter difícil, orgulloso y altanero, no se tomó su destitución con la
elegancia que hubiera podido esperarse de su Grandeza de España. Por el
contrario, se encrespó aún más de lo habitual, y durante la ceremonia
protocolar del recibimiento y traspaso del cargo entre ambos hombres, celebrada
en los salones del Palacio de los Capitanes Generales, apenas intercambió con
el desconcertado Roncally, totalmente inocente de los hechos, unas pocas
palabras, las últimas que cruzarían entre ellos. En cuanto la ceremonia terminó,
O’Donnell se regresó con su mujer a la Quinta
de los Molinos.
La duquesa de Alcoy recorrió
el Palacio, y aquí viene lo picante de esta historia: se encontró con que,
salvo el Salón del Trono y las dos habitaciones principales, el resto del lugar
se encontraba completamente vacío. Ni una cama había allí. Estupefacta, agotada
por el viaje, rodeada de baúles con el equipaje condal sin desempacar y deseosa
de descansar, comenzó a interrogar a la servidumbre, y todos respondían lo
mismo: los muebles, utensilios y todo cuanto servía para habilitar la vida
había sido transportado velozmente a la Quinta de los Molinos por orden del
Gobernador saliente. ¿Fue una idea de la desagradable señora duquesa esposa de O’Donnell,
o se le ocurrió a este como último recurso para
humillar al recién llegado? Nunca lo sabremos, pero tengo la impresión de
que los dos formaban uno de esos matrimonios perversos que intercambian ideas y
siempre actúan más como un equipo de gánsteres que como una pareja normal.
Desesperado por el
cansancio y acosado por las lamentaciones de su esposa, Roncally se vio obligado
a acudir al próspero catalán Pancho Martí, rogándole que le prestase ayuda para
no tener que pasar la noche en las incomodas sillas del Salón del Trono. Martí,
hombre acaudalado y de infinitos recursos e ingenio, se las arregló para calmar
a la duquesa y en pocas horas amuebló una habitación para los desairados cónyuges
y, al día siguiente, todo el inmueble contaba ya no solo con lo necesario, sino
con todos los lujos acordes con la posición del nuevo capitán general.
Foto: red social X. |
Poco después, el
matrimonio O’Donnell regresó a España, donde el conde continuó su carrera
política y llegó a intervenir en los acontecimientos más destacados de la Madre
Patria, hasta que murió en Biarritz en
1867.
Sus restos mortales peregrinaron
desde la basílica de Atocha, en Madrid, hasta que fueron trasladados a la iglesia de Santa Bárbara, en la misma ciudad, donde reposan en un mausoleo de
estilo neorrenacentista labrado en mármol de Carrara por el escultor Jerónimo Suñol.
Después de todo,
aunque grosero, déspota y maleducado, era un Grande de España, ¿o no? ¿Y los
muebles del Palacio…? Pues como dice el chino del cuento, “Qui lo sa”. (Gina
Picart Baluja. Foto: red social X)
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