Extrañas muertes de gobernadores coloniales en La Habana

Palacio de los Capitanes Generales, en La Habana

La muerte no ha de ser nunca motivo de mofa ni holgorio. Pero… un texto Ciro Bianchi Ross, publicado en su libro La Habana de Heminway y otras historias, me ha recordado que este historiador posee una vis cómica tal vez involuntaria, pero muy eficaz, capaz de aflorar hasta cuando su tema es fúnebre.

Se trata de la crónica Muerte en Palacio, donde el autor cuenta cómo la parca visitó a ciertos capitanes generales españoles en Cuba.

Aunque cubanos y españoles están unidos por lazos entrañables, y la consigna “Sin odio”, que promulgó Martí para cuando Cuba ganara la guerra contra España se cumplió, los gobernadores generales de la gran Antilla nunca fueron figuras carismáticas a las cuales los criollos profesaran un dulce afecto, sino todo lo contrario.

Si bien algunos fueron excelentes funcionarios que no hicieron daño a quien no lo mereciera ni cometieron injusticias, e incluso mostraron gran empeño en sanear el país, se les cargaban por plantilla las culpas de todo lo malo que ocurría, hasta de los ciclones.

Cuenta Ciro que tuvimos 128 gobernadores en este verde caimán, y casi todos murieron lejos de nuestras costas, y solo nueve exhalaron el alma en La Habana. Entre ellos estuvo Diego Antonio de Manrique, quien ocupó el cargo únicamente por 13 días, y “murió fulminado por el vómito” mientras inspeccionaba las obras en construcción de La Cabaña. Lo mató la fiebre amarilla.

Ciro afirma que Diego Velázquez murió de envidia. Siento confesar que “me he muerto yo de risa”, como cinco veces, leyendo esta afirmación.

Velázquez estaba asociado con su secretario Hernán Cortés, y le envió a México pensando que obtendría de ello gran beneficio por ser Cortés un militar muy experimentado y de coraje y ambición sin límites. Pero, como Cortés apenas pisó tierra azteca, empezó a actuar sin contar con su protector, este le envió a Pánfilo de Narváez con soldados bajo su mando para detenerlo, pero Cortés apresó a Narváez y continuó con entusiasmo sus salvajes aventuras.

Desesperado, mandó Velázquez recado a un tal Olid, lugarteniente de Cortés, incitándole a ya se sabe qué, pero esta empresa también fracasó, y cuando Cortés fundó la ciudad de Veracruz y quedó al frente de su Ayuntamiento, de modo que solo debía responder de sus actos ante el Rey -lo que le sacaba totalmente del alcance de Velázquez-, este no pudo soportarlo y se retiró a Santiago de Cuba, donde falleció poco después. Verdad que sé: la envidia lo consumió.

Francisco de Carreño y Manuel de Salamanca y Negrete murieron, supuestamente, por ingestión de tósigo, o lo que es lo mismo, envenenados. Con venenos sofisticados en el caso de que sus asesinos fueran blancos y adinerados. Si fueron esclavos vengativos, entonces habrían muerto “embilongados”.

Francisco de Carreño, sobre cuya muerte hay datos, dice la Historia que fue hombre de armas tomar. Entró en la carrera militar con solo 17 años, y su larga y brillante ejecutoria le valió merecer tan altos puestos como la gobernación de Panamá, donde luchó sin tregua contra corsarios y piratas.

Cuando llegó a Cuba en 1577, de inmediato se dio cuenta de la tremenda malversación llevada a cabo por su predecesor en el cargo, y del arquitecto Francisco Colona, en las obras constructivas que se llevaban a cabo en el castillo de La Fuerza Vieja.

Al antecesor lo mandó entre cadenas para España, pero cometió el error de apiadarse del arquitecto, quien era pobre y padre de seis hijos, y además endeudado hasta el pelo.

Al verse descubierto, Colona ofreció devolver dos mil ducados a las arcas de la Corona y construir a su costa el aljibe de la Fuerza Vieja. Bajo grandes muestras de arrepentimiento y gratitud el arquitecto ocultó un odio mortal hacia el perdonador, y se vengó dos años después durante la celebración del cumpleaños de Carreño: le obsequió un plato de exquisito manjar blanco que solo era puro en su apariencia. Pero esta muerte, causada por un hombre blanco ilustrado, también se le puede achacar a un bilongo. Seguro, porque los bilongos eran entonces muy baratos.

Manuel Salamanca y Negrete ya estaba enfermo cuando hizo su entrada en el habanero Palacio de los Capitanes Generales.

Su actuación desde el inicio fue muy polémica porque no estaba dispuesto a permitir ni turbulencias ni turbideces, y en más de una ocasión parece que se enfrentó hasta con los poderosísimos Voluntarios, quienes se creían por encima de cualquier autoridad.

Murió en 1890. Su hijo sostuvo que lo habían envenenado y exigió la autopsia del cuerpo, pero se encontraba en Puerto Rico y no llegó a tiempo para impedir la inhumación, por lo que el finado se fue a la tumba con sus vísceras intactas y no existe prueba alguna de envenenamiento.

Como en la obra teatral Fuenteovejuna, de Lope de Vega, aquí cabría preguntar: “¿Quién mató al Comendador?”. Pero… aunque no fue el pueblo, corrió el rumor de que sí fue alguien del pueblo: nada menos que el temible bandolero Manuel García, El Rey de los Campos de Cuba, porque desde su llegada a la isla este Gobernador declaró una guerra sin cuartel al bandolerismo, una de las tres lacras que, según la Corona, volvían ingobernable a la colonia.

El historiador Manuel Fariña afirma, por el contrario, que no hubo crimen, sino muerte natural por fiebres malignas que agravaron de súbito la ya comprometida salud de Salamanca, quien, además, trabajaba con exceso y, según sus allegados y subordinados “no dormía”, atendiendo los problemas de la isla.

Los cubanos le habían recibido con grandes muestras de júbilo, y hasta Julián del Casal, el periodista más mordaz que ha tenido La Habana después de Fray Candil, reconoció que fue un reformador y un hombre probo.

En sus Memorias, el general del Ejército Libertador Enrique Collazo, escribió: “El General Salamanca removió el cieno de la administración encausando a varios jefes de Voluntarios y altos funcionarios de la Junta de Deudas, paralizando con esto los fraudes escandalosos”.

Lo cierto es que agotado y sintiéndose muy mal, Salamanca, a 10 meses de estar en Palacio, decide tomarse un descanso en una finca-balneario propiedad de Patricio Sánchez, senador del Reino.

Durante la cena de esa primera noche, Salamanca se sintió mal y fue trasladado de inmediato a La Habana, donde falleció sin diagnóstico.

Casal llamó la atención sobre el hecho de que, aunque el occiso ostentaba el más alto cargo político en la isla y existían serias sospechas sobre Sánchez como autor intelectual del crimen, nunca se abrió una investigación.

¿Fue el Palacio de los Capitanes Generales de La Habana una pequeña sucursal de la corte papal de los Borgia, donde los cardenales rebeldes morían invariablemente de “fiebres malignas”? Quizá.

Pero en sus salones también se bailó locamente, se disfrutaron manjares exquisitos y brillaron a la luz de los candelabros las más delicadas joyas y las más excelsas bellezas criollas y españolas de La Habana colonial. En todo están presentes el cielo y el infierno, dijo alguien. No le faltaba razón. (Gina Picart Baluja)

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