Para todo el que haya oído decir que el panorama de la crítica literaria cubana es un océano en calma, sin la más mínima ola, traigo la historia de Emilio Bobadilla, el periodista decimonónico nacido en Matanzas en 1862, pero habanero de trayectoria y corazón.
Como era costumbre en el siglo, los escritores y los
periodistas solían adoptar seudónimos pintorescos, algunos muy aristocráticos,
como el que usaba Julián del Casal,
“conde de Camoers”, y otros tan
preñados de significado que vale la pena analizarlos en profundidad.
Un ejemplo fue el elegido por Bobadilla para hacer su
entrada en el mundo de la letra impresa: Fray
Candil, en alusión a un hecho
ocurrido en la Grecia clásica y que, por su singularidad, ha llegado hasta
nosotros: la ocurrencia del filósofo cínico Diógenes, quien cubría su cuerpo desnudo únicamente con un barril,
en el que introducía parte de su cuerpo dejando fuera brazos y piernas, y con
esa indumentaria salía de mañana por las calles de Atenas llevando un candil
encendido. Cuando los atenienses le preguntaron si no le bastaba la luz del sol
para ver el camino, Diógenes respondió muy serio: “Llevo este candil en pleno
día porque trato de encontrar un hombre honrado”.
Si encima de la mención a Diógenes y su búsqueda, casi
imposible, de la pureza, nos fijamos en el título de fray, hay que admitir que
a Bobadilla le interesaba mucho subrayar que se comprometía con la verdad, sin
concesiones a nada que no fuera la más recta intención.
Mostrar todo su currículum dilataría mucho este trabajo. Solo
diré que fue cultísimo, se doctoró en Leyes
en Madrid, colaboró con las más prestigiosas publicaciones habaneras y de otros
países de Hispanoamérica, fue cónsul
de Cuba en el extranjero bajo el Gobierno de José Miguel Gómez, y se codeó con
lo más alto de la intelectualidad de ambos mundos. Fue amigo de Benito Pérez
Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas Clarín. Azorín y otros muchos
intelectuales de gran valía.
Quienes le conocieron cuentan que tenía un temperamento
bilioso, irascible, intransigente y de una franqueza capaz de pulverizar a su
víctima. Donde quiera que llegaba su ingenio deslumbrante le ganaba muchos
admiradores, pero terminaba peleado con todo el mundo y, en un par de casos,
fue expulsado de dos ciudades importantes de Hispanoamérica.
Hay una anécdota contada y vuelta a contar, que le retrata
de cuerpo entero: Bobadilla era un humorista, pero sobre todo dominaba a
plenitud el arte del choteo, que no es otra cosa que la estrategia pronta y
chispeante para neutralizar con el ridículo al oponente.
Ocurrió que luego de ser amigo del escritor y periodista
español Leopoldo Alas Clarín,
terminó la cosa en duelo. ¿Motivo? Según Bobadilla, se distanciaron porque él
se negó a celebrar algún escrito de Alas. Desdeñoso, el español aceptó el combate
diciendo que “sería como coser y cantar”. Pero fue Bobadilla quien logró
causarle dos heridas, una de ellas en un brazo, que requirió puntos
quirúrgicos.
Mientras el cirujano se afanaba sobre el brazo del vencido,
Bobadilla recogió su arma y se alejó cantando. Cuando le preguntaron por qué se
comportaba así en tan solemne ocasión, respondió: “Porque la profecía de Alas
se ha cumplido, y a él lo están cosiendo mientras yo canto”.
También para su ex amiga, la escritora gallega Pardo Bazán, tuvo Bobadilla palabras
muy duras, demostrando así que su concepto de la crítica literaria era un
coctel explosivo de cultura, rudeza
y ética insobornable, del que ni los
colegas más cercanos estaban a salvo. Sobre ella escribió sin piedad:
“El libro de Doña
Emilia, Al pie de la torre Eiffel, parece dictado por la musa de la vanidad
–perdóneme la popular escritora–. La mayoría de sus páginas es una exhibición
pedantesca de la personalidad de la autora. Soy partidario del subjetivismo,
pero no siempre. En prosa encopetada y fantasiosa, declaro que me revienta, y
tengo sobradas razones para ello […] La señora Pardo Bazán, antes de ser tan
popular como lo es hoy, me pedía, en cartas que conservo, que hablase de sus
libros. La señora Pardo Bazán finge ahora desconocerme porque no la elogio a
toda orquesta ¡Como si yo, que no tengo ídolos, ni siquiera con faldas, fuera a
malgastar mi juventud quemando incienso y mirra a todas horas! Quedan mi
discreta aprobación o mi aplauso tibio para las medianías o las notabilidades
de ocasión”.
También rompió lanzas contra intelectuales cubanos de la
talla de Enrique José Varona, Manuel
Sanquily y Aniceto Valdivia, el
célebre Conde Kostia del baúl que
deslumbró a Casal. Al encopetado, españolista y respetadísimo Diario de la
Marina le llamaba con sorna “Diario de la Marimba”, y se atrevió a meterse
hasta con Antonio Cánovas del Castillo,
ministro de la Guerra de la reina Isabel de España. Sin embargo, con Dulce María Loynaz, cuando a los 16
años ella publicó sus dos primeros poemas, él tuvo un gesto benévolo de
justicia poética: anunció que “una tal María Loynaz prometía algo”, lo cual,
viniendo de su lengua bífida, fue, sin duda, un gran elogio para una poetisa
adolescente. Aunque ella nunca se lo perdonó y lo contaba apretando los dientes.
Sin embargo, muchos elogiaron su ingenio mordaz y su
excelente pluma. José Martí se expresó de él en estos términos:
“…en pocas lenguas hay quien pula el pensamiento, y le
respete y agrupe, con el brío y cuidado con que talla su castellano franco y
numeroso Emilio Bobadilla”.
Fue enemigo del modernismo, que no supo asimilar, y heredero
del naturalismo francés. Escribió novelas con fuerte acento erótico, en las que
“el deseo carnal se respira constantemente y la piel de los personajes exuda
una indisimulable barbarie tropical precursora de la narrativa latinoamericana
moderna”.
Esa actitud literaria le valió ser muy criticado en España.
A quienes lo agredieron les dedicó el artículo La moral en el arte, en el que declara ser franco y no poder con
las personas mojigatas:
“¿Que hablo del amor carnal sin velos ni perífrasis? ¿Que
llamo a las cosas por su nombre? Cuestión de temperamento y de educación
artística. El arte nunca fue casto. No sé de ninguna obra genial que lo sea,
porque la vida no es, no ha sido, ni será nunca escuela de castidad. El arte,
que copia la vida, no tiene pudores, como no lo tiene ninguna mesa de
disección. Soy de los que creen –salvo mejor parecer– que hay quien puede leer
de todo sin temor a contaminarse y quien no necesita leer libros pecaminosos
para obrar mal”.
El gran novelista español Benito Pérez Galdós lo describiría como un “espíritu analítico,
enamorado de la ciencia, erudito, que busca entre las ruinas la perdida joya de
la verdad sin curarse del jaramago amarillo que festonea las piedras mohosas”.
Otro español, Azorín, afirmó que
Fray Candil enseñó a los jóvenes de su tiempo a pensar y a sentir.
El periodista cubano Antonio
Escobar dijo de Bobadilla: “Si hubiera nacido en la Francia de Luis XIII se
hubiera llamado Monsieur de la Rechenoire y hubiese sido mosquetero. Como ha
nacido en Cuba en el siglo de la letra de molde, en vez de andar a estocadas
con los guardias del Cardenal, persigue a poetas ramplones”.
El escritor argentino Manuel
Ugarte llamó a Bobadilla y al odiado y temido periodista español Luis Bonafoux Quintero, “terroristas de
las letras” y cultivadores de un cierto “matonismo literario”. Ambos
desenmascaraban a los escritores farsantes y también fueron despiadados al
revelar con valentía faltas en escritores consagrados a quienes otros
veneraban.
Su concepto del humor resulta muy curioso. Veamos:
“La risa nos emancipa pasajeramente de la tiranía del
momento. El que ríe es superior, mientras ríe a lo que le rodea. Puede llegar
su desdén hasta burlarse de sí mismo, porque la risa le dilata el horizonte de
lo convencional. Sólo los tontos presuntuosos no ven lo ridículo. Los locos,
como los audaces, no temen a las cuchufletas, a la mofa”.
Y es muy curioso porque remite, con esa magia de la
literatura que se mueve en la doble flecha del tiempo, nada menos que a la
teoría del bibliotecario Jorge de Burgos
en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, quien fue capaz
de envenenar a sus hermanos monjes para que no leyeran el Tratado de Aristóteles sobre la risa, por creer que la risa es un
ejercicio capaz de liberar al hombre de la culpa y hacerle sentir que no
necesita a Dios para ser redimido.
Bobadilla, hijo de un abogado español, fue, de corazón,
criollo. Jorge Mañach escribió este
juicio claro sobre Bobadilla, el hombre y su obra:
“Le molestaba el desconocimiento de América que tenían los españoles,
así como que mirasen ‘con desdén, cuando no con indiferencia’, casi todo lo
referente a aquel continente”. Cuenta que debido a esa ignorancia, en los
periódicos se cometían errores de bulto, como decir, con motivo del estreno de
cierta zarzuela, que la guaracha y el punto criollo son flamencos.
Algo que le irritaba de modo particular era la manera como
eran presentados los cubanos en el teatro. Eso lo hizo escribir:
“Yo soy cubano ¿Hablo yo, me visto yo como habla y se viste
el cubano de las comedias? ‘Ahorita mesmo lo vas a sabel’. Pero ¿dónde han
sacado esos costumbristas de pega que todos los cubanos hablamos así? ¡Lo va
usted a sabel! Calle usted, hombre, calle usted. ¿Qué sabe usted de eso? No
niego que los guajiros –casi todos– hablan así, convirtiendo la r en l, y a la
inversa; pero los que recibimos alguna educación no hablamos de ese modo
¿Quiere alguno de esos autores cómicos tener una interview conmigo para que se
convenza?”
En 1884 viajó a París. Allí contrajo matrimonio con Piedad Zenea, la única hija del poeta
cubano Juan Clemente Zenea. En la
capital francesa estableció contacto con los cubanos que luchaban por la
independencia de la Isla y publicó artículos en La República Cubana, que aparecía en español y en francés y que
editaba Domingo Figarola-Caneda. En
una carta a Rafael Montoro, le
escribe que salió de España “porque mi dignidad de cubano me prohibía
permanecer en un país donde a diario se injuria a mis compatriotas”.
Bobadilla escribió obras de teatro, novelas, libros de viaje
e infinidad de artículos periodísticos, y fue uno de los primeros escritores
cubanos de estatura internacional. Su estilo mordaz, demoledor y absolutamente
impiadoso fue su marca personal. Murió en Biarritz en 1921. Jorge Mañach, quien
le admiraba, luchó denodadamente por trasladar sus restos mortales a Cuba.
Hay que prestar atención a estas palabras suyas:
“Aunque se equivoque, a un escritor le basta con ser honrado
para merecer bien de su patria. Porque ya se ha dicho muchas veces que no
importa tanto la verdad en sí como la ardiente persecución de ella, y ‘Fray
Candil’ la cazó tesoneramente por todos los atajos, vericuetos y robledales de
las letras. Fue dogmático y duro; pero fue también sincero y sensible. Aunque
su crítica se distrae a veces en exceso hacia lo personal, los hombres no le
interesaban sino en la medida en que acataban o violaban una norma literaria, o
un canon del gusto que él estimaba más certero”.
Puede que en un futuro la figura de Fray Candil sea
revalorizada por otras generaciones y se le reconozca su verdadero valor en
nuestras letras, como ya ocurrió en el pasado y luego cayó en el olvido. Pero
una cosa es muy cierta: Emilio Bobadilla es un ejemplo de la eticidad de un crítico
de arte, y me parece muy adecuado citar aquí un juicio que emití hace ya tiempo
en referencia a las injusticias y favoritismos que carnavalizan los concursos
literarios: “Los críticos no tienen amigos”. Para esa profesión, la soledad sin
compromisos es la mayor dignidad. (Gina Picart Baluja).
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