Los mayorcitos recordamos
también que allí estuvo ubicado en la década de los 80 del siglo XX uno de los
sitios de venta de artesanías más interesantes de la capital cubana, y que
merendar o degustar una comida en aquel lugar, sobre todo al anochecer, era un
momento mágico, no solo por la vista de la plaza, con sus edificios
emblemáticos y la mole majestuosa de la Catedral, sino, y sobre todo, por las
mesas colocadas en su patio colonial interior, rodeado de galerías, en cuyo
centro hay una fuente que solía estar llena de pétalos de rosa y jicoteas
pequeñitas.
Dentro o fuera, El Patio era
un sitio ideal para una cita romántica, un encuentro de amigos, una
tertulia de artistas...
Pero toda edificación de
esta ciudad tiene historia, y en ocasiones más de una.
En el caso de este edificio,
la más antigua nace conjuntamente con los inicios de su construcción, comenzada
en 1751 por don Sebastián Peñalver y Angulo, destacado abogado graduado
de la Universidad de Santo Domingo. No es que se conozcan muchos detalles de su
vida, pero sí uno por el que ha pasado deshonrosamente a la historia de la
villa de San Cristóbal.
¿Quién no recuerda la toma
de La Habana por los ingleses, que tuvo lugar en 1762, cuando 25 mil soldados
ingleses, llegados a nuestras costas en más de 200 embarcaciones, cruzaron con
gran sigilo el aparentemente inaccesible Monte Vedado, espacio de bosque
silvestre que separaba la barriada que hoy lleva ese nombre de La Habana
intramuros?
Las autoridades españolas de
Cuba no ignoraban el interés de Inglaterra en el puerto de La Habana y su
próspera villa, donde se encontraba entonces uno de los más importantes
astilleros del Nuevo Mundo, uno de los mejores puertos, y era la cabeza de la
mayor de las Antillas, ubicada estratégicamente en una posición descrita como “llave
del Golfo y antemural de las Indias”, lo que la hacía muy codiciable para
un imperio hambriento de expansión, como el inglés, enemigo jurado de España.
Sin embargo, la villa no
estaba debidamente preparada, pese a las muchas advertencias de sus ingenieros
militares, quienes habían señalado en más de una ocasión los puntos de acceso
que presentaban debilidad o ninguna cobertura, sin que se les hubiera
escuchado.
No hay que extenderse en
narrar la feroz resistencia de los habaneros, al paso de los “mameyes”,
como apodaron de inmediato a los soldados ingleses por las casacas rojas de sus
uniformes. Se sabe sobradamente que pelearon hasta los esclavos, los indios de
los poblados costeros, los de Guanabacoa, que el batallón de Pardos y Morenos
se batió con heroísmo, luego debidamente reconocido por la Corona…, en fin,
nadie permaneció de brazos cruzados ante el invasor, ni siquiera las monjas,
quienes les arrojaban a los ingleses el contenido de sus orinales desde las celosías
de sus conventos.
Sin embargo, hubo un hombre
que no siguió el ejemplo de los habaneros, y fue precisamente don Sebastián,
que no era español, sino habanero de nacimiento, y aun así decidió
aliarse de inmediato con el jefe militar inglés, el conde de Albemarle, quien,
una vez terminada la guerra, once meses después, se convirtió en Gobernador de
la plaza tomada y nombró a Peñalver su Teniente. La respuesta de los habaneros
fue inmediata: le apodaron “El Inglesito”, y la villa en su totalidad lo repudió.
Peñalver debió calcular que
La Habana no podría repeler la potencia de fuego de las tropas inglesas, y por
eso decidió aliarse a quienes consideró serían vencedores en la contienda.
Lo que no pudo prever fue que España jugara una carta inesperada, proponiendo a
Inglaterra entregarle su valiosa posesión de La Florida a cambio de que le
devolviera La Habana.
Tan pronto como el último
soldado inglés abandonó Cuba, Peñalver fue juzgado por las autoridades
coloniales repuestas en sus cargos, y condenado a muerte por alta traición. La
sentencia le fue conmutada por la prisión en una cárcel española, probablemente
Ceuta. Allí vivió los últimos 10 años de su miserable existencia.
El palacio vacío, cuya construcción
fue terminada 20 años después de que le fuera colocada la primera piedra,
se convirtió en un edificio estigmatizado. Cuando los habaneros pasaban frente
a él, se persignaban con asco y horror, y pasó a ser llamado “la casa del
traidor”.
En 1870, el inmueble pasó a
manos de los condes de San Fernando de Peñalver, de quienes no puedo asegurar
que fueran herederos o parientes del estigmatizado “Inglesito”. Pero algo
inquietante debía haber en su interior: a pesar de su soberbia arquitectura y
su magnífica ubicación, los nuevos propietarios no permanecieron en él. El
edificio se convirtió más tarde en el Colegio San Isidro el Labrador, y en
1935, en la sede del Banco Industrial.
No quisiera que, al dar a
conocer esta historia, las almas más sensibles y patriotas sientan malestar al
degustar una comida en El Patio, también conocido como el Palacio del Marqués de Aguas Claras, o que los enamorados dediquen desde sus mesas siquiera un
segundo a recordar la existencia de un habanero vil.
Pero una de las funciones del periodismo es conservar viva la memoria histórica, y eso hago. (Gina Picart Baluja. Foto: tomada de Internet)
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