En todas las familias existen
leyendas que pasan de una generación a otra, y que los niños conservan para
siempre en sus memorias. Muchas había en la mía, en especial relacionadas con la
participación de mi bisabuelo, José Manuel Picart de Olivet, y sus hermanos en las
guerras decimonónicas cubanas por la independencia.
Esa generación de Picarts dio un capitán, que fue ayudante de campo del General Calixto
García, y entró junto con él en la ciudad de Matanzas, a lomos de un airoso
caballo blanco y con un brazo en cabestrillo por un disparo de arcabuz español.
No fue la única herida recibida por los audaces hermanos en
la manigua, pero varios de ellos, entre los cuales se contaba el capitán,
quedaron incapacitados para la guerra y para cualquier trabajo físico, excepto
el menor (Pepe), quien, al final de la contienda bélica, se alistó en la Policía
montada, pues era un jinete excelente y estaba
en la flor de su vida.
Habiéndole tocado cierta noche lluviosa y fría hacer la ronda por los alrededores de la necrópolis Cristóbal Colón, en el hoy municipio de Plaza de la Revolución, enfundó en su vistoso uniforme, se cubrió con su capote de reglamento y, jinete en su cabalgadura, partió a cumplir con la tarea asignada.
Tumba de La Milagrosa. |
Según él mismo contó después, cuando recuperó el habla, la
noche era muy oscura. Condujo su caballo por soportales de muchas columnas,
intentando distinguir, a través de la cortina de lluvia y neblina invernal,
cualquier figura que resultara sospechosa de malas intenciones, pero no había
ni un alma en aquellas hoscas soledades. Continuó dando vueltas, ya resignado a
esperar el amanecer para regresar al cuartel.
De repente, su caballo se detuvo y se alzó sobre sus patas
traseras mientras se agitaba locamente y relinchaba
sin parar. El jinete, sorprendido, tiró de las riendas para intentar
dominarlo, pero fue inútil: el caballo no le obedecía y cada vez se mostraba
más aterrorizado, pero no se movía del lugar, paralizado.
El Policía se llevó la mano a su cintura y empuñó el revólver, aunque sin sacarlo
aún de su funda, y gritó con voz severa el “¡Alto!, ¿quién va?” de rigor, pero
nadie respondió. Solo una sombra más oscura que las sombras de la noche se
movió entre las columnas, como si quisiera alejarse.
“¡Alto o disparo!”, gritó, esta vez sí ya desenfundando su
arma y apuntando decidido al bulto que se escurría con pasos breves. La sombra
se detuvo, medio oculta entre las columnas, pero un relámpago inesperado
iluminó el paisaje, dejando a la vista una figura de mujer, envueltos la cabeza
y el rostro en un rebozo que tornaba invisibles
sus facciones.
Más tranquilo, guardó su arma el gendarme e increpó a la
dama con voz severa, pero respetuosa:
—“Muy mala noche ha
escogido la señora para avenirse por estos lados sin protección y sin luces”.
—“No doy motivo para recelos —respondió la tapada con voz
dulce—. Vengo a llorar a un difunto”.
El policía pudo observar que, entre los pliegues del reboso,
asomaba algo parecido a un ramo de flores o una pequeña corona fúnebre.
—“No está permitido
andar de noche entre las tumbas, la verja está cerrada.” -advirtió, pero ya
sin animosidad, porque la dulce voz de la dama lo había seducido- “Vuélvase la señora, y si no vive lejos,
puedo escoltarla”, acotó.
Según me contaron, cuando esta historia todavía circulaba en
la familia, se entabló a continuación un diálogo galante entre el policía y la tapada, algo a lo que
los hombres Picart estaban acostumbrados, pues eran de gran apostura física y
bellos rasgos.
Mi pariente, olvidado por completo de la lluvia que seguía
calándolo y de los incesantes relinchos y corcoveos del caballo, terminó por
pedir a la tapada que le permitiera ver su rostro, a lo que ella se negó dos o
tres veces, hasta que le preguntó si él estaba seguro de querer verla
descubierta. El asintió.
—“En el próximo relámpago le muestro— accedió ella, y añadió
con rara seguridad—, pero manténgase firme sobre la montura, porque el animal
lo va a tumbar.”
Casi al instante, otro relámpago iluminó la escena,
acompañado por un trueno fortísimo. La tapada, veloz como un suspiro, dejó caer sobre sus hombros el rebozo, y mi
pariente pudo ver, bañadas por el fogonazo de luz, una hermosa cabellera negra
que aureolaba una calavera en la que aún colgaba un trozo de labio.
¿Gritó el valiente policía horrorizado por la visión? Seguramente
sí, pero quizá en ese instante no fue capaz de preguntarse qué era aquello que
se alzaba ante sus ojos. La ronda del amanecer lo encontró desmayado y medio
hundido en un charco lodoso. El caballo había desaparecido, pero,
inexplicablemente, no arrastró al jinete en su huida. Alguien había desatado la
cincha.
Dicen que mi antepasado anduvo
semanas aterrado y sin poder articular palabra, y pasó mucho tiempo antes
que fuera capaz de relatar su espeluznante encuentro con la tapada del
cementerio, pero, cuando finalmente lo hizo, ya sostuvo para siempre que
aquella noche había tropezado con la muerte.
Historias de espectros
que rondan los cementerios han existido en todas las culturas desde la más
remota antigüedad, por eso los hombres primitivos, dominados por sus creencias
mágicas, amarraban los cadáveres en posición fetal para que no pudieran
levantarse y perseguir a los vivos. Leyendas
de tapadas también hay muchísimas en todo el planeta, y de todas las
épocas.
Entre las que se dice han ocurrido en la necrópolis habanera
o sus alrededores, yo conozco esta, y doy fe de que su protagonista vio algo
terrible, porque había sido un mambí valeroso en la manigua y un joven práctico
y poco dado a fantasías en su vida cotidiana.
Ahora, sobre qué fue lo que vio, no puedo pronunciarme. Tal
vez un ladrón de tumbas disfrazado, un presidiario en fuga, una dama infiel que
iba a una cita o regresaba de ella… No es imposible.
Ya lo dijo Martí: “El
mundo es una vasta morada de enmascarados”. Al final, las tapadas no son
más que otra de las tantas leyendas
urbanas que adornan las ciudades. (Gina Picart Baluja. Fotos: tomadas de internet)
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