Barba Azul en La Habana colonial ¿licencia para matar?

Barba Azul en La Habana colonial ¿licencia para matar?

En diciembre de 2015, falleció la periodista Ada Oramas, buscadora incansable de temas interesantes.

Hoy, he querido rendirle un pequeño homenaje, desempolvando una interesantísima y pintoresca crónica suya: Barbazules en La Habana colonial.

Ada tenía gran conocimiento de la historia de Cuba y el mundo, y sobre todo le fascinaban las rarezas.

Ella encontró una de esas perlas negras en el ayer de San Cristóbal de La Habana: la presencia en “la ciudad de las columnas” de Barba Azul, el siniestro personaje francés que asesinaba a sus esposas y ocultaba los cuerpos en una torre, quien no fue solo el protagonista de un cuento infantil, sino un ser de carne y hueso, pero esa es otra historia.

Ada encontró aquí, en La Habana colonial, no uno, sino dos Barbazules.

La parte que nos importa de la vida del primer Barba Azul habanero comienza alrededor de 1723. Su nombre era Pedro Agustín Rocasolano y Urbiazo.

Ada cuenta que, mientras Pedro Agustín recorría un cafetal propiedad de su familia en Guanajay, se fijó en una beldad de 15 años llamada María de los Ángeles López de La Vega e Igueregui, quien lo observaba desde el ventanal de su casona. No hay detalles sobre el cortejo, que terminó con la habitual petición de mano del enamorado al padre de la doncella. La boda se efectuó el 20 de septiembre del mencionado año en la iglesia parroquial de Guanabacoa.

El flamante esposo no tardó en enredarse en aventuras extramatrimoniales, al tiempo que abrumaba a la tierna desposada con palabras duras, acusándola por no concebir descendencia.

A María se le fue haciendo la vida imposible, aunque soportara en silencio las constantes recriminaciones del marido y, sintiéndose desesperada, aceptó de inmediato cuando Pedro Agustín le ofreció una bebida preparada por un galeno de toda su confianza, quien gozaba fama de provocar embarazos con su fórmula poco menos que mágica. Obediente, María bebió, y poco a poco su vital juventud se fue extinguiendo por mal desconocido, hasta que Pedro Agustín la llevó a enterrar, sin andas ni embajadores, con la mayor discreción.

El viudo regresó de inmediato a San Cristóbal, donde cómodamente sentó reales en el palacete familiar, mas su impúdica vida sexual causaba tanto revuelo en la villa, que sus padres lo enviaron a París para acallar el escándalo. Pero genio y figura, no más llegar a la Ciudad de la Luz, Pedro Agustín se involucró en romance peligroso con una aristócrata casada, y aunque en Francia eso era muy normal, siendo el amante un descendiente de españoles, constituía poco menos que una afrenta nacional para la aristocracia gala.

El asunto llegó a oídos de los padres del mozo, y estos lo trajeron de vuelta, antes de que corriera sangre en un duelo de honor o terminara acuchillado en una oscura esquina.

Solo tres días habían transcurrido del regreso de Pedro Agustín a La Habana, cuando el alocado conoció en una retreta a una joven de alto linaje, María de los Dolores Loret y Rodríguez Campos. No demoró en pedir su mano, y en 1810 la pareja se casó en la parroquia del Santo Cristo del Buen Viaje.

La nueva esposa dio a Pedro Agustín tres hijas, pero, de nuevo se repitió la tragedia: no venía el ansiado heredero. Volvieron las recriminaciones del esposo, obcecado por el deseo de perpetuar el apellido y el linaje de sus ancestros.

Un buen día, el impaciente ofreció a su esposa el brebaje del galeno “de su entera confianza”. Esta vez fue más cauto y le suministró el veneno a cuentagotas, por lo que la agonía fue más larga, pero menos sospechosa. Los doctores diagnosticaron consunción, mal común que abrazaba en la época a pobres y a ricos para llevarlos a la tumba.

Durante 14 años, Pedro Agustín siguió con su vida licenciosa, pero como actividad al margen. En realidad, se había enfocado en acrecentar su patrimonio, sin pensar en volver a casarse, hasta que compró una fábrica de azúcar cerca de la villa de Santa María del Puerto del Príncipe, donde conoció a una muchacha muy hermosa, pero mucho menor que él, al punto que podía ser su nieta.

Marina Arriate y Piña causó una impresión muy honda al venerable hacendado, y hasta puede que se enamorara por primera vez. En 1830, la llevó al altar en la parroquia de Guadalupe.

Algún problema debía tener Pedro Agustín, porque Marina tampoco se embarazó, y aunque solo habían transcurrido pocos meses después de la boda, volvió a sacar el frasco mágico. Sin embargo, Marina era despierta y estaba al tanto de las extrañas muertes de sus predecesoras, por lo que se fingió muy enferma y logró permiso de Pedro Agustín para irse a recuperar a la casa de sus padres, a quienes reveló sus sospechas. La pareja nunca volvió a reunirse, y él murió en Ceiba Mocha nueve años más tarde, sin que se conozcan testimonios de sus últimos años.

Pero la “barbazulería” era gen de familia, pues su primo don Miguel Antonio Rocasolano y Campos, teniente coronel del Regimiento de Infantería de Milicias de la villa de San Cristóbal de La Habana, conoció durante una celebración en el Palacio de los Condes de Jaruco a María del Carmen Villavicencio y Zaldívar, hija del jefe superior del militar. Tras breve noviazgo, de nuevo hubo otra boda en la parroquia de Guadalupe, en 1820.

Apoyado por su suegro, don Miguel inició un ascenso vertiginoso en su carrera, lo que demuestra que la familia de la esposa desconocía que el yerno tenía una amante mestiza en su cafetal de Artemisa, pues, de haberlo sabido, es dudoso que lo hubieran respaldado en lo que parecían ser oscuras ambiciones de medrar por medio del matrimonio.

Quiso la mala suerte, la casualidad o, tal vez, la causalidad, que la joven desposada se pinchara un dedo con un clavo herrumbroso. Poco después aparecieron las primeras señales del tétanos y murió paralizada. El militar se fue a pasar el duelo a su cafetal artemiseño, donde, a la mañana siguiente de su llegada, unos perros encontraron en un monte el cadáver de su amante mestiza.

Transcurrido el duelo, Don Miguel volvió a San Cristóbal, y en la misma casa de sus suegros, a quienes continuó visitando, empezó a cortejar a la joven hermana de la difunta, una muchacha de 20 años.

La boda se celebró el 16 de enero de 1835, y otra vez, como tendencia macabra, en la misma parroquia de Guadalupe, donde solían casarse los barbazules del clan familiar.

Poco después de consumado el matrimonio, una madrugada, la nueva víctima despertó a toda la casa con un alarido terrorífico. Encontraron su cuerpo al pie de la gran escalinata central, de donde, al parecer, había caído en medio de una crisis de sonambulismo, mal que nunca antes había padecido.

Tres años más tarde, ya el viudo galanteaba en los salones de la alta sociedad habanera a muchachas de familias pudientes o de rancio abolengo. Así conoció a doña Rita Andrea Arbizuela y Ordóñez, y en 1842 la desposó en la Catedral de La Habana. De este matrimonio, además de dos niñas, logró el militar tres hijos varones. Pero no debía de tener mucho en común con los sueños de mayorazgo de su primo Pedro Agustín, porque esta esposa, otra vez como La Bella Durmiente, un día, mientras bordaba en su habitación rodeada de sus esclavas, se pinchó un dedo con la aguja de labor. Aquí no hubo tétanos, sino una muerte fulminante. Simplemente, la señora cayó al suelo y, cuando corrieron a levantarla, ya se había ido de esta vida.

Aunque la “mala fortuna” del militar en sus matrimonios pasó a ser muy comentada públicamente, hasta en su propio regimiento, eran tiempos en que probar un veneno como causa de muerte se volvía imposible.

Que Pedro Agustín se deshiciera de sus mujeres por la falta de heredero varón se explica por lo importante que era en la época el que no se diluyeran en las hijas el título, el apellido y la fortuna de un clan poderoso.

¿No fue por eso mismo que el rey Enrique VIII de Inglaterra decapitó a sus esposas? Era un crimen, sí, pero acorde con el contexto histórico. Pero Miguel fue, obviamente, un asesino serial, un psicópata de libro.

De cualquier modo, con ellos quedó demostrado una vez más que, en este mundo y en toda época, las clases dominantes han sido, y seguirán siendo, las únicas que gozan de absoluta impunidad ante la Ley. (Gina Picart Baluja. Foto: tomada de internet)

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FNY


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