La desembocadura del río Almendares, el mayor de La Habana, está ubicada en un lugar conocido como La Chorrera.
En tiempos en que El Vedado primitivo poseía una vegetación tan exuberante que resultaba intransitable, hubo allí dos pueblitos de pescadores, presumiblemente indígenas, llamados Gavilán y Bongó.
Esta área tenía una muy grande y doble importancia estratégica para la defensa de la villa de San Cristóbal contra los ataques de corsarios y piratas. Por una parte, su densa frondosidad dificultaba, si no impedía por completo el acceso desde la entrada del río hasta la villa, obstáculo natural que reforzaron las autoridades coloniales prohibiendo todo tránsito por la zona de personas, animales y vehículos, de donde le vino a esta su nombre actual de El Vedado.
Por otra parte, la importancia vital de La Chorrera se debía a sus aguas, que un canal o una amplia acequia, atravesando huertos y labranzas, llevaba hasta la plazuela de La Ciénaga, más tarde plaza de La Catedral. Allí, en lo que fue llamado Callejón del Chorro, se abastecían los vecinos de San Cristóbal. El consumo del líquido estaba bajo gravamen impuesto por las autoridades, cuyo fruto era destinado a la construcción de las fortalezas y a otras obras de carácter público y necesario para la vida de los habaneros.
Este curso de agua tuvo también un papel fundamental en el surgimiento de los primeros campos de caña en los alrededores de la villa, y además irrigaba las huertas que alimentaban a sus habitantes con una fértil producción de cocos, ciruelas, piñas, limones, guanábanas, caimitos y toda clase de hortalizas y legumbres, y puede decirse sin temor a errar que de él dependía la alimentación de la ciudad.
En caso de ataque y asedio a la villa, quien ocupara La Chorrera podía dejar a La Habana sin agua y si comida por el tiempo que durase su presencia en la zona.
Fueron varios los Gobernadores que advirtieron la importancia de La Chorrera y la necesidad de fortificarla, entre ellos Lorenzo de Cabrera y Corbera, bajo cuyo mandato se terminaron las obras del castillo de San Salvador de La Punta. Pero sería don Álvaro de Luna, quien gobernó la isla entre 1639 y 1666, el encargado de erigir dos pequeños fuertes allí y en Cojímar, para lo cual hizo venir de Santiago de Cuba a Juan Bautista Antonelli, hijo de arquitecto de El Morro y La Punta y apodado El Mozo, para que se ocupara de estas obras. Juan Bautista decidió que cada fortín tuviera 80 pies en cuadro por 40 de altura. Sus baterías contarían cada una cinco cañones a una altura de 20 pies y serían colocados otros seis en la cubierta.
Ambas construcciones tendrían escaleras fijas y no escalas de cuerda, como se había hecho en España en los fuertes destinados a combatir a los moros, pero en el caso de los fortines habaneros estas escaleras estarían separadas de las torres y unidas a ellas por puentes levadizos, una solución arquitectónica muy prudente.
También construyó aljibes, almacenes y barracas que podían alojar una dotación de hasta 50 hombres.
Las construcciones serían de dos plantas, en la baja se alojaría la soldadesca y estarían las cuadras de los caballos, además del polvorín, la cocina y los almacenes, y en la alta estarían las áreas destinadas a la defensa, además de los aposentos de la oficialidad y algunas dependencias de carácter administrativo. En la azotea, una pequeña torrecita circular albergaría la posta de los vigías, mientras que el fortín de Cojímar tendría cuatro torres, ubicada cada una sobre un baluarte.
En 1643, según Joaquín Weiss, y en 1646 según Alejandro González, quedó terminado el fortín de La Chorrera, que recibió el nombre de Santa Dorotea de la Luna[1], con once piezas de artillería instaladas y dispuestas para la defensa.
El gobernador hizo labrar, en lo alto del edificio, un escudo con las armas heráldicas de los reinos de Castilla y León y Aragón. El precio de las obras alcanzó 20 mil ducados, que si en un principio se consideró posible proveyera el virreinato de México, terminó siendo pagado en su totalidad con dineros de los impuestos cobrados a los vecinos de la villa.
Los fortines de La Chorrea y Cojímar estaban ubicados en los dos puntos más extremos del territorio ocupado por San Cristóbal de La Habana, que tenía su punto central en la caleta de San Lázaro, donde fue construido un torreón. Aunque el fortín de La Chorrera nunca tuvo que enfrentarse a los piratas, intentó resistir un ataque durante la toma de La Habana por los ingleses, pero al verse su guarnición superada en número por el atacante, sin municiones y en peligro mortal, se le ordenó capitular.
A pesar de que los ingleses tomaron el fortín, no tuvieron allí una estancia apacible, pues se vieron muy mortificados por la enorme cantidad de cangrejos que había entonces en el lugar, y sobre todo porque entre la tupida maraña de manglares que rodeaba la desembocadura del río solían desaparecer con bastante frecuencia los casacas rojas que se alejaban del edificio por cualquier razón, víctimas de las guerrillas de habaneros resistentes que pululaban por esa zona, por lo que los oficiales británicos ordenaron a sus hombres que se recogieran en el fuerte desde horas muy tempranas.
El torreón de San Lázaro, ubicado en la caleta del mismo nombre a media legua de la villa, fue construido por el ingeniero español Marcos Lucio, aunque Weiss da pero no confirma este dato. Es pequeño y de forma cilíndrica, también de dos plantas, pero su finalidad nunca fue defensiva. Solo servía de atalaya y albergue permanente a un funcionario muy bien pagado por los vecinos de la villa, cuyo papel se reducía a vigilar el movimiento de los buques enemigos y a salir a las calles haciendo gran estruendo armado de un tambor que golpeaba con vigor mientras vociferaba para advertir a los vecinos de la posible amenaza de un ataque pirata.
Un cuarto torreón fue erigido en la desembocadura del río Bacuranao por el ingeniero Juan Herrera Sotomayor, durante el mandato del capitán general Severino Manzaneda Salinas (1689-1695). Según lo describe la enciclopedia colaborativa cubana en Internet (EcuRed), era “un torreón de mampuesto de pequeñas dimensiones, dividido en dos cuerpos, con su parte superior rematada por un sencillo pretil, troneras para seis piezas de artillería y un largo parapeto que ampliaba la defensa a lo largo del río”.
Se construyó para proteger la villa de Guanabacoa de ataques de corsarios y piratas e impedir el acceso de estos a la propia Guanabacoa y de allí a San Cristóbal, además de para impedir el contrabando, propósito que dudamos pudiera cumplir en algún momento.
No sobrevivió a la toma de La Habana por los ingleses, pues fue arrasado por la artillería de las fragatas británicas Mercury y Bonetta como preparación de fuego del desembarco de las tropas británicas, el 7 de junio de 1762. (Gina Picart)
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[1] Algunos historiadores de vena poética también le llaman el castillo de la espuma.