Uno de los óleos más vistos y admirados de la pintura cubana decimonónica es La siesta, de Guillermo Collazo, pintado según unos en 1888, y según otros en 1886.
Hay quienes lo consideran un retrato de la esposa del
pintor, y están los que piensan que es otra la identidad de la dama: sería una
habanera de clase alta que toma el fresco nada menos que en un hotel de baños,
de los que se pusieron de moda a finales del XIX y principios del XX, ubicados
en la costa norte de La Habana, en
el espacio que hoy ocupa el Malecón.
Otros aseguran que la estancia decorada en estilo art
nouveau, en la que aparece la dama reclinada, en una silla de mimbre de alto
respaldo, es nada menos que la parte trasera de La Casa del Alemán, que da al
mar, la misma propiedad que la abuela de la escritora habanera Dulce María
Loynaz compró a su dueño germano por una altísima suma, con el único fin de
complacer a su nieta, enamorada de un flamboyán que crecía en ese terreno, pero
esparcía sus flores en el balcón de su habitación, ya que esa casa y la residencia
familiar de los Loynaz eran contiguas.
Unos creen que antes de ser habitado por el Herr, el
inmueble fue hotel de baños para clientes de clase alta, pero para otros, la
dama del retrato es una antepasada de la escritora, tal vez la bisabuela de las
adelfas o la propia señora Mercedes Muñoz Sañudo, madre de los hermanos Loynaz.
Este cuadro tan lleno de ambigüedades no es, sin embargo, el
tema principal de este trabajo, sino su autor, quien fuera conocido del poeta y
periodista Julián del Casal,
colaborador en varios periódicos y revistas de la época, entre los cuales
estaban El Fígaro y La Habana Elegante.
Como ocurre a menudo dentro de la profesión, el periodista
escribe sobre lo que se le pide en la redacción a la que pertenece, pero en el
caso de Casal, como en el de José Martí,
al formar parte de las nóminas de tantos medios de prensa, disfrutaban de una
mayor libertad, y ambos, además de ser poetas, se interesaron vivamente por el
arte, en especial por la pintura. Casal, quien solo salió de la isla una vez en
un rápido viaje a Madrid, conoció bien a todos los pintores habaneros de su
tiempo, y dejó interesantísimas descripciones de sus obras, sus personalidades
y, en ocasiones, hasta de los estudios
donde trabajaban.
Una crónica de las que Casal entregaba semanalmente describe
con lujo de detalles el estudio de Collazo, dejándonos ver cómo podía ser en
aquella época y en la villa de San Cristóbal de La Habana el lugar donde
laboraba un artista nacional de la plástica.
Tal vez estos grandes periodistas culturales que tuvo Cuba
no pensaron que sus textos navegarían a través de 50 años de república y más de
seis décadas de Revolución, lo que les confiere un precioso valor testimonial, ya que fueron observaciones de primera
mano hechas por ellos, testimonios de gran valor histórico y antropológico, y
permiten a los cubanos actuales hacerse una idea de cómo era la vida de sus
antepasados en todas sus facetas.
En la crónica a que refiere este trabajo, Casal se explaya
en la descripción de las pinturas, pero estas podemos verlas en los museos y
libros de arte, mientras que de aquel estudio del pintor solo queda el texto
casaliano, por lo que me concentraré en ese aspecto solamente.
Casal comienza dejando claro que el móvil que inspira a
Collazo es únicamente el ideal mismo de
la belleza, y que no está comprometido con facciones políticas ni intereses
económicos. También afirma que el pintor no se afilia a ninguna escuela. Es,
pues, Collazo una especie de outsider del pincel colonial.
Del estudio del artista dice Casal que “es el más completo
que conocemos”, y él había visto unos cuantos.
Situado en el último piso de una casa de aspecto severo,
encierra tesoros artísticos de inestimable valor… Parece la morada de un
soñador de la Grecia antigua desterrado del mundo moderno…
No es difícil imaginar el deslumbramiento de Casal ante los objetos que encuentra en aquel
taller, él, que declarara en uno de sus más conocidos poemas “Amo el bronce, el
cristal, las porcelanas…”, y fue tan adicto a todo lo bello, a todo lo
refinado, a todo lo exótico. Lo primero que le deslumbra es un objeto de
carácter medieval:
Ancha panoplia colosal forrada de paño verde, sostiene un
arnés completo rodeado de toda clase de armas antiguas y modernas.
Casal sabía por sus muchas lecturas que en las casas de la
nobleza europea nunca faltaba una panoplia que podía mostrar, incluso, las
armas de un antepasado que había luchado en las Cruzadas por la conquista del
reino cristiano de Jerusalén, y esos detalles impresionaban muy vivamente su
imaginación romántica.
Se encanta con las leves colgaduras de un tenue rosa que ocultan “la desnudez de las
paredes”, porque encuentra que están “artísticamente prendidas”. Y cae en
éxtasis cuando se ofrece ante sus ojos la deslumbrante visión de una colección
de
jarrones chinescos ornados de figuras y animales
fantásticos; porcelanas antiguas de diversos tamaños y variados colores; grupos
escultóricos, ya en mármol, ya en barro, inspirados en asuntos mitológicos:
lámparas maravillosas, primorosamente labradas, suspendidas del techo [imagino
que se trataba de lampadarios hindúes, persas o sirios]; muebles antiguos
forrados de viejas telas riquísimas; alfombras pérsicas con flores grandes y
diversidad de matices. Todo lo más precioso que el mundo ha producido se
encuentra diseminado, como por manos de
hada, en los rincones.
Cuenta Casal, sin salir de su éxtasis, que Collazo, además
de todas esas exquisiteces, poseía una gran colección muy completa de trajes,
auténticos y suntuosos, de los tres últimos siglos, que incluía “pelucas
empolvadas, medias de seda, puños de seda, zapatos elegantes y cinturones
primorosos”.
Este entusiasmo, esta exaltación son las mismas que poseen a
Casal cuando entra en la famosa tienda El
Fénix y se ve rodeado de maravillas que parece que su pluma no alcanza a
describir como él quisiera; o cuando recorre los salones de la suntuosa
residencia de la familia Kay en La Habana, donde viven los hermanos María y
Raoul, la primera su gran amor, y el segundo un gran amigo. Casal era como un
pez que solo puede respirar en aguas de la Maravilla, pero agoniza fuera de
ellas. Cuando sale de allí escribe contrito:
Al salir del estudio para entrar de nuevo en el mundo, el
ánimo se siente dolorosamente impresionado por la realidad. Tal parece que
hemos descendido, desde un palacio italiano, poblado de maravillas artísticas,
hasta un subterráneo lóbrego y húmedo donde resuenan lamentaciones…
Cuando era estudiante de la Academia de Bellas Artes San Alejandro y, más tarde, de la Escuela
Nacional de Arte, tuve la oportunidad de visitar los “estudios” de algunos de
los jóvenes pintores más destacados de mi generación, quienes luego se convirtieron
en importantes artistas.
Pienso en el estudio de Bedia, una habitación con todas las
de la ley en su casa de El Vedado, repleta de astas y puntas de lanza,
venablos, lanzas completas, arcos, flechas, tocados de plumas, cerámicas y
otros objetos provenientes de culturas aborígenes de América del Sur, y con
paredes llenas de símbolos ancestrales.
O en el de Rubén Torres Llorca, un cuartucho de madera
fabricado por su familia en la parte trasera de la humildísima casa de
mampostería que habitaban en la calle reglana Patilarga: un amontonamiento de
retratos de Bola de Nieve y Rita Montaner, retazos de telas,
cartones picados, óleos desparramados por doquier, pinceles y paletas embarrados
a más no poder, y hendeduras en el techo por donde, en las madrugadas, se
colaban con el mayor descaro unos gordos y prietos insectos que hacían un ruido
terrible al chocar con la parte superior del mosquitero.
O en el lugar donde vivía y pintaba Arturo Cuenca, en alguna
parte muy rara por la zona fronteriza con el entonces mercado de Cuatro
Caminos, una estructura de madera rodeada de hierbas altas y construida sobre
un palomar en el que convivían, no siempre de manera apacible palomas, gallinas
y algún conejo, y donde solo había una colchoneta desvencijada y una cocinita
de luzbrillante, y los amigos visitantes teníamos que comer las fabulosas
tortillas españolas que Arturo cocinaba, sentados en el suelo, porque la única
mesita era el pedestal de su cámara fotográfica, la misma con la que pintó sus
enormes lienzos hiperrealistas mientras estuvo en Cuba.
O el tristísimo Ponce, que pintaba sus magistrales tísicos
acuclillado en plena calle con un hambre de siglos en su estómago, y los
pulmones rotos…
Los tiempos cambian, y a veces muchísimo. Como el mismo
Collazo, Bedia, Rubén y Cuenca terminaron vendiendo sus mejores obras en Nueva
York. Sin embargo, ya se habían hecho de un nombre en la isla sin la riqueza ni
los recursos de que, sin duda, dispuso el pintor de La siesta. Me pregunto
qué habría escrito Casal sobre ellos, sus “estudios” y sus obras también
magníficas, si sus redacciones le hubieran solicitado crónicas semanales.¡ Qué
pronto se precipitaron los tiempos en la isla tras el fin de la Guerra del 95,
con qué vertiginosidad, tanta que pasamos de la academia y del modernismo a los
performances, los móviles y el art body casi sin darnos cuenta!
Creo que Casal hubiera tenido que limitarse a escribir sobre pintores como Orlando Barroso y algunos
otros que forjan universos deslumbrantes de imaginería renacentista, fabulosa, mágica. Sic transit gloria
mundi, se habría lamentado el poeta, porque, como siempre tendemos a creer,
cualquier tiempo pasado fue mejor. (Gina Picart Baluja)
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