Si ya había sido sumamente pintoresco el carnaval antes de la república neocolonial cubana (1902-1959), no menos lo fue durante ella.
Estas fiestas,
que nacieron de las Saturnalias romanas, donde los esclavos tomaban el lugar
del amo, y el mundo se volvía al revés, fueron siempre celebraciones en que la
condición humana tenía licencia para desatarse, más o menos bestial o más o
menos civilizada, según la época y el país, pero siempre con un aire de locura y alegría
desenfrenada que es, en realidad, un estado de hibrys (*) con permiso social.
Estas fiestas de
origen romano comenzaban en la capital del imperio más poderoso de la
antigüedad al grito de “¡Ío Saturnalia!”
Durante ellas, se
elegía al rey Momo, quien ostentaba un poder relativamente absoluto, pero nunca
sin control de las autoridades, durante
un breve período.
En Cuba, los
esclavos aprovechaban tales fiestas como parte de su sincretismo religioso; durante la república neocolonial, muchas de
las aportaciones que ellos hicieron se mantuvieron vivas, como las comparsas,
las intimidantes figuras de los diablitos[1] con sus máscaras de arpillera, que
provocaban terror con sus tremendos saltos…
Emilio Roy de Leuschenring (1889-1964), historiador de la Ciudad de La Habana, fue también un hábil
periodista y un magnífico escritor de crónicas, entre las cuales dedicó una, El rey Momo, al carnaval habanero.
Para comenzar,
Roig llama al público de todas las
clases sociales que se desbordaba durante esos días en la capital “rebaño
humano sumiso a obedecer la rutinaria voz de la costumbre y de los
convencionalismos sociales", y continúa:
… en esos días todos, olvidando penas y sinsabores, deben divertirse y
engañarse a sí mismos creyendo que engañan a los demás, hombres y mujeres, con
ese infantil alborozo de colegiales en horas de asueto, han abandonado sus
trabajos, sus preocupaciones y sus intereses, para cambiar, durante unos días,
por una tosca careta de cartón y un traje de colorines, la máscara y el disfraz
con que se cubren durante el resto del año en la lucha con la vida.
Esta mirada
severa, grave, crítica sobre el carnaval
es diferente de la memoria que conservo desde niña de esas fiestas.
En el reparto La
Asunción, de clase media, se disfrutaba enormemente y, muchos días antes de la
hora, ya preparaban las familias sus autos y sus disfraces, que eran, para algunas
señoras, la materialización de un sueño: se convertían en algún personaje
femenino al que admiraban.
La señora Olga,
por ejemplo, se disfrazó una vez de Greta Garbo, pero no faltaba una Mariana Grajales con sombrero de yarey
y enarbolando al aire su machete desde su Land Rober descubierto.
A mí me
disfrazaban de Caperucita, de hada, de princesa y de cualquier personaje de los
cuentos infantiles.
Todos los autos
de nuestro reparto llevaban una cinta del mismo color para reconocernos y
desfilar juntos por El Prado.
Pero también los
que no tenían autos disfrutaban desde las aceras, separadas de las calles por
barandas, los desfiles de comparsas y carrozas. Las primeras, vistosísimas,
asustaban un poco a los blancos, pero les atraían como un imán, y aunque no me
convirtieron a mí en africanista, no dudo de que, a pesar de mi horror por los
diablitos, fueron un paso que me acercó al camino de la Antropología.
Recuerdo las
comparsas de los cabildos, las de los
abakuá, la presencia de los ñáñigos, y toda la mitología urbana existente
sobre las guerras internas de los barrios.
Las carrozas eran
siempre muy lujosas, y para bailar en ellas se escogían motivos alegóricos a
las instituciones o grupos que representaban y a las más bellas habaneras
capaces de mover con gracia la cintura.
Los diseños de
las carrozas eran verdaderas obras de arte, y recuerdo en especial una que
debió salir del Barrio Chino, porque
tenía un inmenso dragón como adorno central que echaba una luz por sus fauces,
a manera de llamas.
A mí, niña al
fin, lo que me entusiasmaba era que me disfrazaran, lanzar confetis y
serpentinas hacia las calles y sonar pitos y matracas, que los había y mucho.
Pasaban cosas oscuras durante el carnaval, quien lo duda, pero no ocurrían a la
vista. Yo jamás las presencié, y si esas fiestas hubieran sido tan peligrosas,
jamás mis abuelos me habrían llevado ni mis padres lo hubieran consentido.
Sin embargo, Roig
estaba convencido de que el carnaval, fiesta
de origen democrático en la que se invertían las jerarquías de las clases
sociales, estaba destinado a desaparecer:
Hoy, confundidas casi por completo las distintas clases sociales en que
antaño estaba dividida nuestra sociedad, de esas demostraciones populares del
carnaval apenas han ido quedando más que las comparsas, y alguna que otra
máscara aburrida, pues los paseos, quitándoles las serpentinas y los confetis,
son idénticos a los de un domingo cualquiera, y si los bailes se ven
concurridísimos, sucede lo mismo en cualquier época del año.
Roig se refería a
los carnavales durante la república neocolonial; él los vio con la mirada
perspicaz y penetrante del historiador y
antropólogo, a la que nada escapa.
Yo recuerdo los
carnavales del 59, 60 y 61 del pasado siglo. Siento nostalgia de mi propia
memoria, de las serpentinas, los confetis, los disfraces, las carrozas y aquel
jolgorio que por unos días igualaba a todos, aunque no hubiera Rey Momo: no se
necesitaba.
Me viene a la
mente aquella sentencia de no recuerdo quién: “La vida pone a cada hombre en su
lugar: al rey en su trono, y al payaso
en su circo”.
Pienso que a
veces no son necesarios ni tronos muy altos ni circos muy grandes para que la
humanidad haga catarsis, los griegos comprendieron muy bien esta demanda de la
naturaleza de nuestra especie y la conceptualizaron.
Y a veces sucede
lo contrario: demasiado trono y
demasiado circo pueden hacer sonar en cualquier momento y en cualquier
lugar del planeta el grito ancestral “¡¡¡Ío Saturnalia!!!”.
Constantemente lo
estamos escuchando en nuestros días, aunque a veces no se convierte en una
celebración fraternal, como el carnaval de Río o el aún más famoso y bello de
Venecia, sino en una fiesta de sangre.
El imperio romano, heredero del pensamiento griego y opresor de pueblos, lo sabía, y por eso permitían los festejos. (Gina Picart Baluja. Foto: Tribuna de La Habana/archivo)
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*Hybris, palabra griega que significa exceso, desmesura, soberbia, transgresión u orgullo.
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FNY
[1] Iremes