Desembarco clandestino de esclavos en La Habana colonial

Desembarco clandestino de esclavos en La Habana colonial

¿Quién que haya visto el filme José Martí: el ojo del canario, del gran cineasta cubano Fernando Pérez, sobre la infancia y adolescencia martianas, puede olvidar la secuencia en la cual el niño presencia, oculto tras los arbustos del Hanábana, el desembarco clandestino de un contingente de esclavos africanos acosados por los látigos de los negreros?

No fueron escenas de ficción, era una realidad habitual, aunque invisible para la inmensa mayoría de los capitalinos de entonces.

Durante la época colonial, La Habana se convirtió en un punto crucial para el comercio clandestino de esclavos debido a su ubicación estratégica y su puerto protegido.

Aunque el comercio de esclavos fue oficialmente prohibido en varias ocasiones, la demanda de mano de obra para las plantaciones de azúcar y tabaco impulsó el tráfico ilegal de africanos.

Los traficantes de esclavos desarrollaron una red sofisticada para evadir la vigilancia de las autoridades coloniales. Los barcos negreros, a menudo camuflados para esconder su carga humana, llegaban a las costas cubanas bajo la oscuridad de la noche.

El desembarco clandestino generalmente tenía lugar en playas remotas y caletas escondidas a lo largo de la costa, lejos de la supervisión oficial. La tupidísima floresta de aquel tiempo encubría el horrendo pecado de lesa humanidad.

Uno de los puntos clave para el desembarco de esclavos fue la bahía de Mariel, situada al oeste de La Habana.

Aquella bahía ofrece un refugio natural, con numerosos rincones aislados, donde los barcos podían anclar sin ser detectados por los funcionarios españoles que tenían a su cargo, como el padre de Martí, hacer cumplir la ley. Además, la cercanía de Mariel a la capital facilitaba el rápido traslado de los esclavos a las plantaciones y haciendas de la región.

Otro lugar importante para el tráfico clandestino fue la costa sur de Cuba, especialmente en la región de Batabanó. Allí, los traficantes aprovechaban los manglares y las aguas poco profundas para desembarcar a los esclavos, quienes eran rápidamente llevados tierra adentro por caminos secundarios y escondidos en plantaciones alejadas.

El desembarco de esclavos también se realizaba en pequeñas ensenadas y cayos alrededor de La Habana, donde los traficantes contaban con el apoyo de colaboradores locales, e incluso de funcionarios de la Corona a los que sobornaban los ricos hacendados criollos.

Esos lugares, alejados de las rutas marítimas principales, ofrecían una ventaja estratégica para evitar la detección y la persecución por funcionarios que aún no habían sido corrompidos.

Se realizaron esfuerzos por detener el comercio ilegal de esclavos, pero la complicidad de algunas autoridades y la corrupción endémica permitieron que esa práctica continuara durante décadas.

El espectáculo de los esclavos desnudos, desnutridos por la larga travesía desde las costas de África y las factorías portuguesas, los cuerpos cubiertos de mugre, lacerados, llagados y, en ocasiones, tan debilitados que hombres, mujeres y niños caían a tierra para no levantarse más, marcó para siempre la sensibilidad del niño Martí, quién describió lo que sus ojos vieron, en poemas que conmueven la sensibilidad de cualquier época.

La secuencia del filme resulta inolvidable y uno de los mejores testimonios visuales que poseemos de aquellas inhumanas, crueles, páginas de la historia nacional cubana.

Carlos Manuel de Céspedes, cuando se levantó en armas en su ingenio La Demajagua, tomó como una de sus primeras medidas la liberación de sus esclavos, que más tarde decretó para todos los africanos no libres de la isla.

Fiel a este principio y marcado a fuego por sus propias vivencias infantiles, dijo Martí pocos años después: “La esclavitud de los hombres/ es la gran pena del mundo”. (Gina Picart Baluja. Ilustración: tomada del diario Granma)

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FNY

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