Cintio Vitier (1921-2009) escribió una de las obras ensayísticas más profundas con que cuenta la cultura cubana, en especial la nómina intelectual habanera.
Se ha destacado que fue miembro del lezamiano Grupo Orígenes, y recién, en un trabajo que dediqué a su esposa Fina García-Marruz, hablé in extenso sobre el tema, como también sobre la visceral amistad que lo unió desde la adolescencia al poeta Eliseo Diego, y cómo ambos contrajeron matrimonio con las hermanas García-Marruz, lo que dio lugar a la formación de uno de los triángulos de pensamiento y creación más asombrosos y fecundos de nuestra historia nacional.
La obra personal de Cintio es extensa, integrada por su poesía, estudios hermenéuticos sobre José Martí, y ensayos, que siempre releo con placer, pero más que ninguno el titulado Ese sol del mundo moral, que su autor definió como una historia de la eticidad cubana.
Yo prefiero verlo como el mapa de nuestro pensamiento ético, porque la ética es una de las virtudes que divide a los seres humanos en dos categorías: los que la poseen y los privados de ella. Es decir, los admirables y los despreciables. Este libro trata sobre los primeros.
Ese sol del mundo moral es un resumen habilísimo, muy ilustrativo, de estilo grave, elegante y sobrio, de cómo a través de la historia de Cuba se puede apreciar muy claramente el fenómeno de la transmisión de un sistema de pensamiento a través de generaciones, gracias -ante todo- a las figuras de los grandes educadores, en nuestro caso del padre José Agustín Caballero, el padre Félix Varela, el maestro y pensador José de La Luz y Caballero, de cuyas aulas volaron como palomas redentoras directo a la manigua muchos jefes de la Guerra de los Diez Años (1868-1878), todavía sin bigote, pero ya con un concepto de patria y de la virtud del héroe muy relacionado con nuestra herencia greco-romana y medieval occidental.
Y digo esto porque, en el arquetipo del héroe ético que Cuba hereda a través de esta red de vasos comunicantes humanos, tienen gran peso el arquetipo del héroe, proveniente de Grecia y Roma, y el ideal de la caballería, fenómeno puramente medieval muy influido por el cristianismo, al que debe Occidente paladines como el rey Arturo, de Bretaña; Roldán, líder de los Doce Pares de Francia; los señores cátaros del Languedoc francés, quienes lucharon bravamente contra los católicos de la corona francesa que invadieron su territorio en una cruzada autorizada por bula papal contra lo que, en aquel momento y sin ninguna duda, era la parte más íntegra y pura de lo que hoy conocemos como Francia. ¿Qué transmite ese legado? El culto a la integridad moral, al valor y a la ética más elevada.
No es posible negar que los hombres del 68 fueron todos educados en esa tradición. Cuando llegan a las logias masónicas, ya están formados como espíritus y solo adquieren otra visión del infinito, pero ambas corrientes, la religiosa y la filosófica, se hermanan por la primacía de la ética, como luego se verá.
Cintio, católico como todos los miembros de Orígenes, resalta la labor forjadora de sacerdotes como Agustín Caballero y Félix Varela en la formación de la eticidad cubana, habiendo merecido el segundo el título honorífico de “El que enseñó a pensar a los cubanos”; la religiosidad de Luz; la de Mendive. Hago notar el dato porque es uno de los méritos que veo en este magnífico libro que se propone preservar y transmitir el ethos de Cuba a las generaciones futuras.
También hago notar que la mayor parte de los hombres del 68 pertenecían al patriciado criollo, y muchos eran ricos hacendados con profesiones liberales, como Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte y, como el mismo José Martí, todos doctores en Leyes, abogados brillantísimos. Ello une a la ética el ideal de justicia.
Cintio recuerda con énfasis que las ideas de Varela no nacían solo de su biblia y su sotana, sino de su asimilación del Iluminismo, que ya nació en el seminario San Carlos y le permitió apartarse de la Escolástica católica medieval para adoptar una postura más avanzada.
Esa clase patricia formó casi toda la alta oficialidad del Ejército Libertador en la Guerra del 68, y uno se pregunta qué vena pudo enlazar a la cúpula blanca, universitaria y rica, con la mayoría iletrada de negros esclavos recién liberados en el Grito de Yara y la multitud de campesinos paupérrimos que engrosaron las filas mambisas (combatientes cubanos contra el colonialismo español), pues los primeros, aunque evangelizados durante sus vidas como esclavos, no siempre dejaron atrás sus religiones nativas.
Que las ideas de Varela llegaron a Agramonte a través de José de la Luz ya lo sabemos, y a Martí a través de Mendive, el discípulo predilecto de De la Luz. Pero cómo imantaron a negros que hasta poco antes habían trabajado en los cañaverales bajo el azote del látigo, y a humildes labradores nacidos entre arados y surcos, resulta una cuestión digna de análisis.
Yo veo una explicación, aunque pudiera haber otras: el amor innato del ser humano a la libertad y el amor por la tierra cubana sojuzgada. La dignidad de hombre los unió. O sea, la eticidad. Porque solo así se explica que Antonio Maceo, un mulato que nunca fue a la universidad, tuviera el mismo pensamiento que Martí, Céspedes y Agramonte. Todos fueron hombres-antorcha, y el destino de las antorchas es arder por tiempo breve para guiar a los muchos por el mejor de los caminos: el que lleva a la meta. Luego se apagan, como les ocurrió a ellos. Ninguno sobrevivió a la victoria, y sus cadáveres sufrieron profanaciones inimaginables.
Quisiera reproducir aquí fragmentos conocidos del pensamiento de Agramonte y Maceo, pero cuya relectura y análisis siempre revela al lector nuevas aristas de aquellos caracteres recios que sirvieron de pilares a la independencia de esta tierra. El primero pertenece al discurso de graduación pronunciado por Ignacio Agramonte en la Universidad de La Habana, que sorprendió e inquietó a los señores profesores, incómodos testigos de aquella joven rebeldía:
El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en su desenvolvimiento progresivo, no se funda en la justicia y la razón, sino tan solo en la fuerza. Y el Estado que tal fundamento tenga, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, irá el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación.
Agramonte no fue solo un hombre de la Ilustración, sino un orador ardoroso en el que se confundían la palabra y el sable guerrero. Decir tales palabras en La Habana de entonces y ante un auditorio mayormente compuesto por docentes leales a España, o que no deseaban adoptar posiciones comprometedoras y se tornaban sus cómplices, fue una de las mayores pruebas de valor e integridad moral que El Mayor dio en su brevísima vida.
Pero he aquí, en palabras sencillas y diáfanas, una manifestación rotunda y, tal vez, el mejor resumen de eticidad que encontraremos en nuestro pasado, salvo en la obra de Martí.
El fragmento que cito a continuación pertenece a una carta dirigida por Antonio Maceo desde Kingston, Jamaica, al general español Camilo García de Polavieja, el 14 de junio de 1881:
La conformidad de la obra con el pensamiento, he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el cumplimiento de mi deber. No odio a nadie ni a nada, pero amo sobre todo la rectitud de los principios morales de la vida.
Estas últimas frases recuerdan cómo los masones se autodefinen: “Hombres libres de buenas costumbres”. Otro modo de conceptualizar la ética.
Nuestros padres fundadores bien pueden ser descritos como hombres-brújula, porque nunca perdieron el Norte. Su mirada, su alma, su pasión, su coraje, su compromiso, siempre estuvieron guiados por ese sol del mundo moral que es el sentido de la ética. Pero nada ilustra mejor esa brújula que las palabras del general español Arsenio Martínez Campos cuando, a la vista del campamento mambí con sus guerreros sedientos y hambrientos, medio desnudos, desencajados y cubiertos de heridas, urge a su asistente a apresurar la escritura de los documentos para la firma del Pacto del Zanjón, con estas palabras:
Apresúrese usted, porque como a uno solo de estos hombres le dé por gritar “¡Viva Cuba Libre!”, tendremos guerra para diez años más.
Por eso, si el oro pudiera ser tan valioso como los libros que transmiten sabiduría, ética y luz, para mí el libro de Cintio sería oro de los más altos quilates, y siento su intención al escribirlo tan inspirada y pura como el machete y la tea. La conservación de la memoria es trascendental para el avance de los pueblos.
Gracias, Cintio Vitier, por este libro, aunque en ocasiones disintamos en algún juicio, como en la valoración que hace del poeta Julián del Casal. Pero, por encima de cualquier discrepancia, la bandera de la más elevada eticidad como guía necesaria de los hombres en el camino que conduce al bien…, en eso comulgamos.
Ese sol del mundo moral es un libro para siempre, para la gratitud eterna, porque salva la memoria de quienes fuimos los cubanos para quienes somos hoy y, tal vez, tengamos que volver a ser mañana. (Gina Picart Baluja. Foto: red social X)
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