El café El Escorial ha sido, desde su remodelación por la Oficina del Historiador de la Ciudad, el lugar preferido por mi hija y por mí para terminar nuestros paseos sabatinos casi rituales por el casco histórico de La Habana.
No he encontrado un lugar más acogedor para pasar
unas horas en la contemplación interior de sentimientos, como el recuerdo y la
nostalgia por el pasado de mi ciudad, en silencio ante una taza de café
humeante, solo viviendo el momento, solo estando…
En 1999, en la esquina noroeste de la Plaza Vieja,
el sitio fue inaugurado por el propio Eusebio Leal, quien levantó allí, con su
magia secreta y su extraordinaria sensibilidad estética para la Historia, una
obra maestra neocolonial: techos altos, ventanales de madera, balaustres
torneados y ese mostrador de caoba donde el grano se molía al instante.
Recuerdo la máquina italiana disfrazada de mecanismo antiguo: Un monstruo de
bronce y cromo (modelo Victoria Arduino) traída desde Milán.
Los baristas eran artesanos ceremoniales: medían
presión, temperatura y tiempo con devoción de alquimistas. El café se molía
ante los ojos nacionales y extranjeros que hacían largas colas para comprarlo
en polvo o en grano, o quienes preferían una estancia íntima y larga podían
degustarlo en las mesitas interiores o al aire libre, que evocaban los cafés de
las calles de París…
Y la Carta, ¡ah, la carta divina con tantas
preparaciones criollas e internacionales! Mi hija siempre pedía un Irish Cofee,
con aquella mundialmente famosa crema irlandesa Baileys, licor cremoso
elaborado con cacao, crema y whisky irlandés, además de una mezcla secreta de
aromas, y lo bebía con la mirada perdida. Yo siempre me mantuve fiel al
Capuccino. La Carta ofrecía también un surtido variado de tortas acompañantes,
como cheesekakes, pasteles de limón y crema, Bosque Negro, Torta de Leche,
Torta de Trufas, de Tiramisú (que para mi desesperación siempre se acababa
antes de yo llegar) … También se ofrecían tés de distintos sabores, helados,
jugos de frutas naturales y refrescos gaseados. Y tragos, cómo no,
magistralmente preparados.
Era el lugar ideal para encontrarse con amigos y
entablar tertulias, algo que hizo el propio Leal en muchas ocasiones, dándose
cita allí con intelectuales de la talla de Gabriel García Márquez, por citar
solo un ejemplo. Y el espectáculo siempre cambiante de los turistas cobijados
del sol bajo enormes sombrillas amarillas en plena calle… Nosotras no, siempre
quisimos estar dentro, en mesita de dos junto a un ventanal colonial de
balaustres torneados en madera preciosa…
Pero lo que más perdura en mi memoria es el fuerte
aroma del café recién molido o colado. Un empleado me dijo que era una mezcla
de cuatro variedades, entre ellas Cofee Arábica y Robusta, cultivadas en una
finca de la Oficina del Historiador, especialmente para El Escorial. Pero,
otras versiones aseguran que se trataba del prodigioso café Cubita. No sé, para
nosotras era la gloria misma, un himno sagrado al paladar criollo.
También recuerdo muy vivamente la decoración
artesanal remedando cafeteras de todos tipos y tamaños que adornaban nichos en
las paredes del local… "Aquí no vendemos café -escribió Eusebio-: vendemos
tiempo detenido -el tiempo en que La Habana era puerto de genios y locos, de
poetas que pagaban versos con granos de oro..." Y era cierto. Los
habaneros no hacían cola no solo por el café, sino para sentirse dueños de su
historia.
¿Qué hubo antes allí? Pues, en la colonia, el
palacete del marqués de San Felipe y Santiago, aristócrata asturiano dueño de
barcos esclavistas. En su patio trasero subastaban africanos traídos por la
Real Compañía de Comercio. No sé si antes o después de esa construcción, había
túneles que conectaban con el Convento de San Francisco, usados para
contrabando de tabaco en el siglo XVIII. En la pared trasera del local, y como
un monumento mudo a su pasado, aún se muestra un azulejo sevillano de 1740,
rescatado de los escombros.
Tras el derrumbe de la casa en 1779, se construyó la
Tienda de Ultramarinos La Perla, que vendía bacalao gallego, vinos de Jerez y
telas flamencas a precios usureros. Un letrero rezaba: "Se fía hasta
mañana... si hoy paga".
En 1832, el terreno fue ocupado por El Baturrillo,
primer café-literario habanero. Poetas, como Plácido, recitaban versos
independentistas entre humo de tabaco y rumores de conspiración.
Ya en la república, de 1915 a 1958 el solar fue
ocupado por la Farmacia La Reunión, con sus mármoles italianos y sus vitrales
franceses. Durante 1957, sus dueños y empleados ocultaron allí, tras frascos
medicinales y anaqueles falsos, nada menos compatible con la farmacopea que
armas del Directorio Revolucionario Cubano.
En el piso superior del edificio, funcionaba la
pensión El Nido, donde vivió el icónico novelista habanero José Lezama Lima
mientras escribía "Paradiso". El baño compartido conservaba azulejos
coloniales con sirenas talladas por esclavos. Sospecho que tal vez, si Lezama
hubiera escrito Paradiso en otra parte de La Habana, hubiera resultado otra
novela. La que conocemos está, sin duda, imantada por la magia del lugar.
Eusebio solía revisar allí junto a su equipo planos
de restauración; se reunía con intelectuales importantes, y algunas mañanas
escribía en soledad sus magníficos discursos ante un café Columbia fuerte y sin
azúcar, su preferido.
De aquellos tiempos casi sagrados queda una imagen
que habla por sí misma: una fotografía en blanco y negro de bordes desgastados,
en la que aparece el Historiador inolvidable sentado junto a una ventana de El
Escorial, con su boina vasca ladeada, mientras sostiene una taza blanca desbordante
del expresso Columbia entre sus manos ajadas de tanto restaurar piedras. Sonríe
a la cámara con esa mezcla de cansancio y terquedad que solo tienen los que
aman lo imposible. Tras él, se ve el mostrador de caoba y la máquina de café
italiana reflejada en el espejo.
Este pedazo de cartulina, devenido monumento de la
memoria histórica, muestra al dorso con su letra la siguiente dedicatoria:
“Para El Escorial: donde el café sabe a patria”.
Eusebio, 12/5/2003". (Gina Picart. Foto: Internet)
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