En mi ya larga carrera periodística, no recuerdo haberme entusiasmado tanto como con este tema de la cofradía de los insomnes, porque, precisamente, se mueve entre la nebulosa de lo mítico y la evidencia de datos históricos muy reales.
¿Hay algo más
excitante para el intelecto que el misterio y el enigma? La gran pregunta es: ¿existió
la cofradía de los insomnes?
Fragmentos de
cartas y memorias de intelectuales habaneros de los años 20 del siglo pasado la
mencionan como una tertulia noctámbula en la que se daban cita en el muro del Malecón intelectuales, poetas, músicos,
babalawos, santeros, abakuás, artistas callejeros y toda una tropa funambulesca
acechada por la Policía Secreta de Gerardo Machado.
¿Quiénes fueron
sus miembros más conocidos? Pues Alejo Carpentier,
Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Amelia Peláez, Lydia Cabrera y otros futuros miembros del Grupo Minorista… Los
menos conocidos: religiosos afrocubanos de Centro Habana.
En un momento de
su correspondencia durante 1930, Carpentier escribió:
“Las olas rompen con sigilo
bajo mis pies, y en cada farol se congregan voces que no duermen. Hay quienes
recitan versos al borde del muro, y otros que consultan al orisha Elegbba bajo
la luna.”
El primer detalle
que me llamó la atención fue que quien rige el mar en el panteón yoruba es
Yemayá, y el fondo marino pertenece a Olokum, la que danza enmascarada. ¿Por
qué entonces Carpentier, cabal conocedor de la cultura afrocubana, afirma en
sus escritos que las tertulias de la cofradía estaban bajo la advocación de
Eleggua, deidad de encrucijadas y
caminos? Pues precisamente por la diversidad confluyente de quienes
integraron aquellas reuniones, a las que los poetas llevaban sus versos, y los
afrocubanos sus tambores batá, en cuyo interior ocultaban mensajes de
resistencia contra la tiranía del
presidente Gerardo Machado, “Asno con garras” para Villena, y “el Mussolini
tropical”, para Mella.
Hay testimonios
de que la cofradía se reunía en El
África, un café-bar (al parecer enclavado en un solar) sito en Compostela
359, donde se tocaba el son, un género prohibido en las primeras décadas de la república
neocolonial por considerársele música de negros atrasados.
El África fue fundado en 1919 por Margarita “Ifé” Maceo,
hija de un mambí (combatiente cubano anticolonialista del siglo XIX) y de una
iyalorisha o sacerdotisa del culto candomble.
De documentos de
la época se deduce que había en su planta baja una cafetería con mesas de
mármol, un primer piso donde se reunían los artistas, y un patio trasero
llamado por los fieles igbodú, que significa en lengua yoruba bosque sagrado, donde reinaba una
ceiba.
Artistas
destacados, y más tarde consagrados, tocaron allí su música. Uno de ellos fue
Jorge Ánkermann.
En su crónica
periodística titulada Psicólogo en Cuba,
Carpentier escribió:
“En El África, el tres de
Arsenio Rodríguez dialogaba con los rezos yorubas, y Amelia Peláez pintaba
cafeteras con patas de cabra…”
Siempre siguiendo
a Carpentier, pero también a Amelia Peláez y Lydia Cabrera, la cofradía de los
insomnes tenía ciertas reglas que debían ser respetadas por sus miembros:
vestir de blanco, recitar versos al alba y bailar al ritmo de los tambores.
Pura bohemia casi mística.
Las tertulias en
el muro del Malecón empezaban con un ritual: Carpentier depositaba sobre el
concreto tres guijarros: uno blanco, uno rojo y otro negro, y el religioso
centrohabanero Marcelino Añá rociaba aguardiente sobre las olas “para bendecir
la encrucijada creativa y consagrar el umbral donde Elegguá recibe a Yemayá,
según contó en 1968 la santera Josefa Batule, sobrina de Ifé Maceo y fundadora
de El África.
Los cófrades
sabían que eran vigilados por la temida Policía
Secreta de Machado, y para evadirla desarrollaron códigos y claves muy
mañosos, tal como puede apreciarse en el filme de animados Vampiros en La Habana, donde, ante sospecha de presencias
peligrosas, el negrito criollo y conspirador vocean a manera de advertencia
para los revolucionarios: “¡Vendo enanitos verdes!”. Cuando se avizoraba
peligro, Carpentier gritaba: “¡Changó tiembla!”, y todos se ponían a bailar un
son montuno. Villena empleaba claves abakuás para discutir El Capital. Sus décimas, según informes policiales, “incitaban al
desorden a través de la métrica” o algo semejante.
Ha pasado
demasiado tiempo como para asegurar que el dato sea fiable, pero el imaginario
de aquellos “locos nimbados de juventud, coraje y poesía” era capaz de producir
cualquier cosa.
En carta de Amelia Peláez a René Portocarrero,
escrita en 1930, ella le cuenta:
“Cuando los esbirros
irrumpieron, Añá golpeó el iyá. Carpentier gritó 'Changó tiembla' y todos
bailamos Columbia.”
En otra epístola,
de 1932, esta vez de Lydia Cabrera a su mentor don Fernando Ortiz, escribe la
antropóloga:
“A las 2am, cuando
cerrábamos el África, Ifé nos entregaba una cestita con granos de café
bendecidos por Añá, y versos de Villena copiados en hojas de plátano. Y todos
nos íbamos rumbo al Malecón cantando: 'Abajo los sueños, Arriba Elegguá'".
En algún
documento de época se hace mención a los pastelitos Elegguá, “rellenos con coco
y pimienta guayabita”, que supongo hayan sido una especialidad de El África.
Aquella tropa creativa era, en verdad, insomne.
El Archivo
Histórico confirmó en 2011 haber encontrado en el interior de unos tambores
batá dibujos semejantes a microfilmes con planos de la revuelta de Gibara. Y en
2017, restauradores de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana hallaron
en una grieta del Malecón tres guijarros pintados, una partitura de Chico
O'Farrill con marcas de santería y un versículo del Manifiesto Insomne: “La verdadera patria es la madrugada compartida”.
Archivos de la Seguridad Nacional de Machado, desclasificados en 2002,
describían a la cofradía como una “asociación subversiva disfrazada de peña
artística”.
Hoy, el historiador Dr. Omar López define al pintoresco grupo con esta sentencia: “Fueron la primera vanguardia transcultural
de América”.
Todos los
fragmentos de correspondencia citados en este artículo acreditan la existencia
de la cofradía de los insomnes, más
allá de una leyenda urbana.
Fue un núcleo de
resistencia contra la opresión de un tirano cruel, pero lo más hermoso que
puedo imaginar sobre ella no es solo eso, pues la historia de Cuba es rica en
actitudes insumisas, sino el hecho de que fuera un crisol donde se fundieron
los jóvenes que representaban entonces la flor de la intelectualidad y el arte
de la república con centrohabaneros humildes, afrocubanos tal vez iletrados,
pero todos unidos por la lealtad incondicional a la dignidad humana y a la isla
que los vio nacer.
Vampiros en La Habana puede pasar para muchos solo como una comedia
cinematográfica, pero retrata fielmente el clima intelectual, artístico y
político de la capital en esa década, vampiros incluidos, aunque no salieran de
sarcófagos traídos de Alemania, sino de las filas policiales de un Gobierno tan
odiado por los cubanos que aquel sentimiento visceral les hizo perder hasta el miedo a la muerte y
hacer, de una columbia improvisada, no una danza macabra, sino una ofrenda a la
libertad. (Gina Picart Baluja. Imagen: Facebook)
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