Cuando paso por la farmacia Taquechel, en la calle Obispo, de La Habana Vieja, y me detengo a mirar el esqueleto incógnito en su caja de cristal que se exhibe al público, siempre me surge la sospecha de que en esas boticas, como se las llamaba entonces, además de ungüentos, jarabes y píldoras destinadas a tratar enfermedades, atrás, en la penumbra del dispensario al que solo tenían acceso el boticario y su asistente, tomaban forma preparaciones raras que hoy nos llenarían de azoro, solo de pensar que pudieran meterse en nuestras bocas.
Las boticas
coloniales (estanterías de caoba, frascos de porcelana francesa y suelos de
mármol) raramente fueron de habaneros. La mayoría de los boticarios eran
españoles y franceses, y tal vez algún italiano, siendo estos los más
peligrosos por la larga tradición de maestría en venenos que acompaña a ese
país desde el Renacimiento.
No insinúo que
los boticarios fueran brujos o alquimistas con gorro puntiagudo, sotana negra,
grimorio bajo el brazo y alambique, aunque sí que usaban este último. Pero los
boticarios solían tener como asistentes a esclavos o libertos, sobre todo
mujeres, quienes les ayudaban con la destilación y maceración de plantas. Esas
técnicas ya aparecen registradas en manuales antiquísimos como el Papiro Ebers,
redactado en el antiguo Egipto cerca del año 1500 antes de nuestra era, o el De Materia Médica de Dioscórides, que
data del año 65 de nuestra era y es considerado el texto precursor de la farmacopea occidental. El problema es que ambos
abundan en el conocimiento, preparación y uso de recetas que, a menudo,
contenían sustancias venenosas o psicotrópicas.
Cai todos los
africanos tenían conocimientos de herboristería, en especial los que provenían
de tierras de El Congo, cuya práctica religiosa es el Palo Monte. Se comprende
-según testimonios de época- que utilizaran, con o sin conocimiento del
boticario, ingredientes como sangre de murciélago, huesos molidos o plantas
sagradas como mandrágora y belladona) vinculadas a rituales mágicos. En Cuba,
cierta curandera de nombre Ñá Belén -acusada de bruja- usaba calabazas con
brebajes que combinaban hierbas y rezos yorubas.
En la trastienda
de las boticas coloniales se guardaban frascos de vidrio que contenían desde
opio hasta "lágrimas de luna",
como se llamaba al rocío recolectado al amanecer y al polvo de perlas
trituradas en mortero y mezcladas con manzanilla, para preparar colirios; o
combinadas con valeriana para sedar. Algunas recetas las mezclaban con elíxires
para fortalecer el corazón y tratar estados de melancolía. Las perlas, por
supuesto, solo podían ser usadas en boticas prestigiosas y con clientes
aristocráticos y financieramente poderosos. No todos podían pagarse una perla.
En las boticas
coloniales se forjó un vínculo único entre la farmacopea y la brujería. Estos
espacios no solo fueron templos de la medicina ilustrada, sino también refugios
de saberes ancestrales donde boticarios, curanderas y sospechosas de
hechicería, quienes compartían ingredientes y secretos. Las boticas fueron escenarios
de un mestizaje cultural donde las
recetas "oficiales" se mezclaban con pócimas de origen africano o
indígena, desatando tanto admiración como temor, y muchas de estas recetas
africanas, venidas en la memoria ancestral de los esclavos, pasaron a los
cuadernos de los boticarios como fórmulas preciosas que eran vendidas sin
informar al cliente sobre su verdadera naturaleza. Pero, por si acaso, las
asentaban en sus bitácoras y patentaban con nombres en latín.
Hay referencias
de que, en 1850, una mujer entró a la botica La Estrella, en la calle Obispo, pidiendo un polvo "para hacer volver al amante", y recibió una mezcla
de miel, carbón y… pétalos de cementerio, ingredientes típicamente congos.
Incluso existe en
el Archivo General de Indias un documento de
1792, en el cual quedó escrito que algunos boticarios coloniales fueron acusados de
vender "ungüentos para volar", inspirados en recetas de brujas
europeas. Ello es perfectamente creíble, ya que la tradición europea afirmaba
que aquellas mujeres volaban sobre escobas para acudir al Shabat a reunirse con
su señor El Diablo. Es más, aún hoy, en zonas rurales de Galicia, existe la
creencia en las meigas, brujas voladoras que podían viajar desde Galicia a
Cuba. Mi abuela era gallega y ella me contó eso.
Así, mientras los
hombres dominaban la farmacia oficial,
mujeres marginadas -mestizas, esclavas o viudas- ejercían por su cuenta como
sanadoras y comadronas clandestinas, aunque algunas de ellas camuflaban sus
conocimientos bajo fórmulas católicas, empleando agua bendita mezclada con sus mixturas.
Los archivos
inquisitoriales revelan recetas ambivalentes que incorporaban en su preparación
psicotrópicos como beleño, estramonio, opio y belladona, las mismas que usaban
las “brujas” del Viejo Mundo para volar a sus aquelarres sabatinos. Un
inventario de 1804 en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí menciona "polvos de
amor" mezcla de ruibarbo y opio, vendidos como afrodisíacos, pero también
usados en rituales de santería. ¿Y quién quita que además se elaboraran en los
dispensarios de farmacias prestigiosísimas, como la del francés Monsieur Labbé,
en Matanzas?
En recipientes
empleados por los boticarios se han observado símbolos esotéricos: astros,
figuras que simbolizan aleaciones alquímicas de metales, como la del famoso
matrimonio entre el mercurio y el azufre, sigilos, firmas de grimorios… Todo un
catálogo para encantar y ensalmar las sustancias, con el fin de hacerlas más
potentes para curar, hechizar o… matar.
Hay dos libros
maravillosos que muestran el aura de misterio que rodeó a las boticas de La
Habana colonial. La editorial Boloña de la Oficina del Historiador, publicó en
2003 Boticas y boticarios en La Habana
colonial, que contiene listas de ingredientes “prohibidos”. En el Museo de
la Farmacia Habanera, ubicado en la Calle del Obispo, se puede consultar un
"Libro de recetas manuscritas" (1830-60), donde alguien anotó
escrupulosamente un comentario explicativo sobre cierta preparación: "para el mal de amores: azúcar, ron y
lágrimas de luna". Allí también se conservan recetas originales con firmas
de esclavas como 1, considerada en
la época como una experta en plantas.
En 1812, un
boticario fue acusado de usar "huesos molidos de difunto" para curar
dolores, según un Acta Capitular del Ayuntamiento. José Pérez, boticario
español, demandó en 1830 a un curandero kongó por "robarle clientes con
mentiras".
Aquí dos
anécdotas curiosas: En 1879, el joven José Martí compró "tintura de valeriana" para el insomnio en la botica
La Reunión. Y en 1845, cerraron El Ángel, apodada “la botica fantasma” por
vender "sales para hablar con los muertos", que, en realidad, eran
sales de bicarbonato mezcladas con hongos alucinógenos.
¿Más misterios?
¡Sí! Además de los infaltables alambiques, heredados de la tradición alquímica
y empleados para destilar ron medicinal, como los que aún pueden verse en la
botica-museo Sarrá, también se han encontrado morteros para macerar polvos y
hierbas decorados con símbolos masónicos. Hay que preguntarse qué francés no
era fracmasón en esos tiempos. Y se sabe que algunas boticas bendecían sus
remedios los viernes, lo que habla de la presencia de criptojudíos -o judíos
falsamente conversos al catolicismo- entre los boticarios habaneros, pues toda
ceremonia ejecutada los viernes es, en su cultura, preparación para el sábado
sagrado o Sabat.
Las boticas
coloniales fueron nodos de un saber
híbrido donde la brujería no siempre fue sinónimo de maldad, sino de
resistencia cultural. Hoy, figuras como Ñá Belén o Josefa Ramos nos recuerdan
que la historia de la medicina también se escribió con hierbas prohibidas y
manos silenciadas de mujer. (Gina Picart Baluja. Foto: tomada de Internet)
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