| Foto tomada de Internet |
No sé con exactitud cuánto se supone que dure la adolescencia. La mía fue larga y maravillosa en La Habana de finales de los 60, los 70 y los 80. No sé por qué en estas fechas navideñas, cuando ya se va un año más de nuestras vidas, a uno le da por recordar...
Yo estudié en dos secundarias, Fulgencio Oroz, en Luyanó, y Hermanos Saíz, en el Quinto Distrito, y en las dos mantuve la misma conducta: me interesaban el círculo de interés de Artes plásticas, las clases de Literatura e Historia y la Química. El resto de los turnos de otras asignaturas lo usaba para escaparme con mis amigos, y... ¿a qué nos dedicábamos entonces...?
Bueno, a caminar por El Vedado, siempre yendo a pie desde nuestro Diez de Octubre. Si teníamos algo de dinero íbamos a las pizzerías Montecattini y La Romanita, a comer pizza, rizotto y lazaña.
Luego seguíamos para Coppelia o para El Carmelo de Calzada. En Coppelia mi helado favorito era el Soldado de Chocolate, las canoas y sundaes de moscatel y chocolate con menta.
El Carmelo ya lo conocí estudiando en el Quinto Distrito y luego en mi Escuela Nacional de Instructores de Arte, junto con la Cinemateca.
Ahí se merendaban delicias, unos batidos sin igual, ¡y los eclears!, pero a mí lo que me fascinaba de El Carmelo eran sus comensales, gente del mundo intelectual que se reunía en aquellas mesas a hablar de temas que me interesaban pero me parecían inalcanzables: cineastas del ICAIC como Titón, escritores como Oscar Hurtado, Wichi el Rojo y Arruffat, periodistas de Casa de Las Américas, pintores como Raúl Martínez...
Recuerdo una tarde en especial, se reunía en La Habana la Tricontinental y en las mesas de El Carmelo los debates eran fascinantes, y yo escuchaba como hipnotizada mientras masticaba mi sándwich al que ya le había sacado la lechuga.
Había una mesa con periodistas de El Caimán Barbudo y La Gaceta discutiendo apasionadamente, y yo en mi mesa suspiraba, suspiraba como quien ve pasar ante sus ojos las manzanas plateadas de la luna y las manzanas doradas del sol, pero no puede acercarse a tocarlas...
Los domingos había conciertos en el Amadeo que empezaban a las cinco de la tarde y terminaban a las siete, una hora prudencial para merendar en El Carmelo y volver a mi casa sin que mi padre formara una Guerra Mundial. Yo no me perdía ni uno. Era algo mágico el olor de los asientos, ver a los músicos, cerrar los ojos y escuchar...
La Cinemateca nos veía llegar en masa, con nuestros uniformes de becados, a los ciclos de cine soviético, polaco, húngaro e italiano, unos veinte muchachos y muchachas flacuchos entre quienes se encontraban la poeta Cira Andrés, el actor Gabriel Gastón, la futura dramaturga Sara Más, el pintor Arturo Cuenca y otros amigos del alma que emigraron pronto o se malograron en muertes anticipadas...
Éramos capaces de escapar de la beca a la una de la tarde para hacer la cola y ver todas las tandas. Allí vi Iván el terrible, Ojos negros, Cenizas, Solaris, Alexander Nevsky... Pero me gustaban mucho los directores húngaros. Y me moría por Igmar Bergman...
Menos mal que en la ENIA el director y los profesores eran muy comprensivos y entendían la necesidad de los alumnos de hacer vida cultural intensa, aunque fuera escapando de las jornadas de clase.
Fuimos una manada de veinte o treinta amigos que a veces íbamos hasta San Antonio de Río Blanco a pasar fines de semana en la finca de uno de nosotros, a Gibacoa, al Peñón del Fraile a pescar submarino...
Solo bailé mis Quince y porque no me quedó más remedio, pero fui a innumerables fiestas dentro de La Habana y en Santa María, Boca Ciega y Guanabo, bailé gogó hasta casi perder la pelvis y la cervical y una vez casi muero en Santa María del Mar, atrapada por la resaca mientras intentaba alcanzar una pelota de playa que se nos escapaba descarada entre las olas, cada vez más lejos de la costa...
En las bibliotecas de Santa Fé y Jaimanitas éramos el terror de los bibliotecarios, porque sabían que nos robábamos los libros en los bolsillos de nuestros grandes abrigos de la marina rusa, pero nunca pudieron atraparnos.
En la Nacional nos portábamos como ángeles sedientos de estudiar, no nos importaba si teníamos hambre, solo queríamos leer, leer como si en ello nos fuera la vida y el destino... De esos robos aún conservo El cuarteto de Alejandría, El lobo estepario, La nada y La diosa blanca...
Había tiempo para el amor. Casi todos éramos parejas, pero en serio, con entrega y compromiso, con pureza. Creo que aquellos noviazgos duraron hasta que nos graduamos y cada cual se fue a su Servicio Social, lo mismo que en San Alejandro, donde pasé años de encantamiento pintando, esculpiendo y usando mi soledad para sentir el arte.
Creo que ninguno de nosotros, ni de la secundaria, ni de la ENIA, ni de San Alejandro hemos vuelto a reunirnos nunca. Aún recuerdo el olor del óleo, del lienzo, del aguarrás, y el tacto frío, pero viviente del aula de Escultura, con sus profesores Fausto y Evelio Lecour.
Otro de nuestros sitios más visitados era el Museo de Bellas Artes, con sus salas cubana, griega, egipcia, europea y de arte moderno. Yo pasaba horas ante los retratos de El Fayum y La dama del Lago, de Peoli, un cuadro que interesó mucho a Martí.
Luego fui parte de las compañías femeninas del grupo Volumen Uno como esposa de Rubén Torres Llorca, conocí a Tomás Sánchez, Zaida del Río, Leandro Soto, Ricardo Brey, Fors, Elso, muerto demasiado pronto, al fotógrafo Gori... Nos reuníamos en una cabaña en Guanabo que pertenecía a la familia de Gustavo Pérez.
A Bedia y Cuenca ya los conocía de San Alejandro, lo mismo que a Rubén, eran mis amigos. Cuando podíamos alquilábamos casas en la playa y hacíamos unas fiestas inolvidables, todo muy sano, casi sin bebidas, eran más bien tertulias, y a mí siempre me tocaba fregar la loza.
Ni que decir tiene que éramos fans de Los Beatles, Led Zepelin, Queen, y curiosamente, del jazz. Buscábamos los acetatos debajo de la tierra, y escuchábamos con el alma.
No teníamos dinero ni ropa de marca, pero éramos una bohemia absolutamente feliz. ¡Qué lástima que no lo sabíamos y nos quejábamos de los babby dolls y las minifaldas hechas con los vestidos republicanos de nuestras madres...! Pero, en realidad, a nadie le importaba. Teníamos muchos, muchos sueños que se apagaron en los caminos siempre crueles de la vida adulta...
Demasiados recuerdos, sobre todo si me asaltan en una tarde con un cielo sin color definido pero tirando a gris, en un reparto demasiado silencioso donde únicamente un reguetón infame viola el espacio sonoro.
Mi adolescencia fue mágica, y estas memorias que aún conservan vestigios del perfume de otros tiempos me duelen como una herida.
Por Gina Picart _ Foto tomada de Internet
SST- JCDT